Marcos 1,29-39
Cuando era yo más joven, sonaba mucho una canción que decía: “Si yo fuera mujer…” Cuando amanecía adolorido y decía yo en casa que tenía dolores como de parto, mi madre respondía que yo no tenía ni idea de lo que era un dolor de parto. Los dolores de parto no son los únicos dolores que tienen que soportar las mujeres por ser mujeres; el que llamamos “sexo débil” ha soportado hasta lo insoportable, literalmente. Y lo insoportable, ha sido aceptar que el hecho de que ser mujer sea la razón para justificar lo que de suyo es injustificable.
Hace apenas unos pocos años que Malala Yousafzai recibió el Premio Nobel de la Paz por defender en su natal Pakistán el derecho a la educación de las niñas y las jóvenes, como ella, defensa que le costó, a los catorce años de edad, ser víctima de un atentado feminicida del que sobrevivió milagrosamente. Sonríe, orgullosa, hasta donde se lo permitió una operación reconstructiva. México es un país donde la violencia de género es una realidad, se mire por donde se mire. Esta semana, la noticia de la detención de un exgobernador, que abusó del cargo que tenía para ordenar la tortura a una periodista que había destapado una red de pornografía y prostitución infantil que contaba con la protección del poder político, se acompañó de otra noticia: la de la candidatura a otra gubernatura de un político que a lo largo de su carrera pública ha recibido al menos cinco acusaciones de abuso sexual por diferentes mujeres.
Nos enteramos también de la noticia de una joven pasante de medicina en Chiapas que pidió su cambio de la clínica donde prestaba su residencia porque era acosada sexualmente por un compañero suyo. A cambio de su queja y solicitud, recibió unos tamales y unos días de vacaciones sin sueldo; fue descubierta muerta hace unos días. Se aventuró inicialmente la tesis de un suicidio, pero una serie de irregularidades, entre ellas la cremación de su cuerpo sin aviso y, por tanto sin consentimiento de su familia, hace suponer que más bien se trató de un asesinato, un feminicidio.
En un municipio de los altos de Jalisco, uno de los estados con mayor porcentaje de población católica, una mujer trabajadora del ayuntamiento, que denunció acoso sexual de un directivo municipal, fue llamada por el Presidente Municipal, quien fungiría como mediador, para soltarle una larga perorata donde más que mediar, hizo gala del machismo que tiene introyectado para además, de paso, continuar con la incomodidad y el hostigamiento hacia la denunciante. Algo anda mal en México y en el mundo frente a las mujeres. Y en la comunicación del evangelio, que no parece haber acabado de permear, cuando las hijas de Dios siguen siendo así de humilladas.
Quizá ese sábado que entró Jesús a la sinagoga de Cafarnaúm, según cuenta el evangelio de Marcos, lo que Jesús enseñó con autoridad, y que desató la hostilidad del espíritu impuro, haya sido su predicación sobre la igualdad del hombre y la mujer, creados a imagen y semejanza de Dios, varón y mujer; quizá su enseñanza del sábado, día de libertad, y de descanso para honrar la libertad y hacer gala de ella, haya sido la necesidad de liberar a la mujer del peso del machismo patriarcal que la oprimía; que era la compañera del varón, su igual, y no sólo una más de las costillas de Adán. Quizá. Como dice Rosana, por poder puede. Quizá por eso, cuando Jesús sale de la sinagoga y entra en casa de Simón, le hablan de la suegra de éste. Quizá Simón le diría que en un rincón de la casa, escondida como la muñeca fea de la canción de Cri Cri, humillada, hastiada de vivir; o mejor dicho, de no vivir, estaba postrada su suegra.
La suegra de Simón. No conocemos su nombre y esa es la más cruda expresión de su realidad. El nombre es un atributo de dignidad, de autonomía, de existencia misma. Decía Ricardo Garibay que lo que no puede ser nombrado no existe. Los reos suelen ser números, y al interior de las cárceles los nombres sucumben a los apodos y a las etiquetas. La suegra no tiene nombre, su vida no importaba por sí misma, estaba referida a un varón, su padre, su esposo, su hijo, su hermano; y si no tiene a ninguno de ellos, aunque sea a su yerno; tiene que ser de un varón, porque no puede ser de sí misma.
Jesús se acercó a ella; con ternura, que es una de las palabras que más gusta de repetir el Papa Francisco, para hablar de la manera en que nos trata Dios. “La ternura —escribe el Papa en su carta Patris Corde sobre san José— es el mejor modo para tocar lo que es frágil en nosotros”. Dios nos trata con ternura. El nuevo Adán, como interpretó san Pablo a Jesús, no le dio nombre a la suegra. Adán puso nombre a Eva; Jesús, no. Pareciera que sólo el Padre puede darle nombre y, sin duda, que ese nombre será el de “hija”. Pero Jesús la trató como quizá no la había tratado ningún varón, con verdadero amor de hermano, con sincero y profundo respeto a su dignidad de mujer. Jesús honró el descanso de ese sábado liberando a la mujer, levantándola de la muerte en vida en que el machismo patriarcal la tenía postrada. Como respuesta, como signo de gratitud y de alegría por su nueva vida, la mujer se puso al servicio. Pero era sábado, ella no estaría atendiendo a Jesús y a Simón y a Andrés como sirvienta, sino como hermana; estaría compartiendo con ellos la palabra y la mesa, alabando a Dios por su bondad; como su igual.
Un día, en la calle, Mafalda dijo a Susanita: “No es posible que sólo te interese ser madre y ama de casa, Susanita. Hoy en día la mujer está llamada a ocupar un lugar cada vez más importante.” En ese momento, pasó junto a ella una mujer gorda, gorda, muy elegante, con sombrero, traje sastre y bolsa en mano. Susanita terminó la lección anunciando: “Mañana mismo comienzo un régimen contra la importancia.” La mujer está llamada a ocupar lugar cada vez más importantes en todos los ámbitos, incluida la Iglesia. Hace unas semanas, Francisco, al que no dejo de admirar, emitió un decreto que permite a las mujeres proclamar las lecturas bíblicas en la celebración de la Eucaristía, ayudar como acólitas y distribuir la comunión. Para algunos es un gran avance; en México era ya una normalidad. La intención se ha dicho, es salir al paso de los lugares donde obispos y curas muy conservadores se han opuesto. A mí me da un poco de pena que después de dos mil años de cristianismo, se tenga que salir al paso de estas cerrazones.
Tampoco se trata de reducir la discusión sólo a los ministerios ordenados. Hace unos meses, en Lyon, una mujer teóloga y escritora, Anne Suopa, de 73 años se postuló ante el Nuncio del Papa en Francia para ocupar el cargo de Arzobispo que dejó vacante el Cardenal Philippe Barbarin en 2019, por acusaciones de encubrimiento a un sacerdote acusado de pederastia. Por supuesto, Suopa estaba consciente de lo imposible de su petición, pero su propuesta tenía la intención de abrir un debate: ¿por qué no separar las funciones de gobierno de los ministerios sacramentales? ¿Por qué no, por ejemplo, dejar que sean mujeres quienes se encarguen de las acusaciones de abusos sexuales a menores? Después de todo, los arzobispos no tienen hijos; ellas, sí. Quizá, como Jesús, antes de actitudes triunfalistas como las de Pedro, tengamos que estar un rato a solas con el Padre, discerniendo si estamos cumpliendo su voluntad de dar descanso y libertad a todos, de cuidar la vida de todos, de valorar a todos como iguales aunque seamos diferentes, tan diferentes como lo son los hombres de las mujeres, poniendo el ejemplo en la Iglesia misma. A final de cuentas, hay cosas que los varones por sabios y santos que seamos no alcanzamos a ver, como sí puede verlas una mujer, sobre todo si ha sentido del dolor de dar a luz a un hijo. Como decía Rosana, por poder, puede ser.
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