Lucas 2,22-40
La vida ante sí, de Émile Ajar, es una novela entrañable. Cuenta la historia del pequeño Mohamed, Momo, como le dicen de cariño. Momo vive, con la señora Rosa, una anciana judía superviviente de Auschwitz, que vive en un sexto piso, al que llega fatigosamente cada vez, con sus noventa y cinco kilos de peso y sólo dos piernas. La señora Rosa cuida a hijos de prostitutas. Momo es también amigo del señor Hamil, un hombre ya mayor que, además de envejecer, dice Momo, vende alfombras en las calles de París. Un día preguntó Momo al señor Hamil:
—¿Por qué siempre sonríe, señor Hamil?
—Para dar gracias a Dios todos los días por mi buena memoria, mi pequeño Momo.
Y luego le preguntó:
—Se puede vivir sin amor?— El señor Hamil respondió con evasivas; es decir, no respondió. Por lo que Momo insistió en su pregunta.
—Sí—, le respondió, y bajó la cabeza con vergüenza. Momo se fue y lloró.
Difiero del señor Hamil, no se puede vivir sin amor; sin amor, apenas se sobrevive. La presentación de Jesús en el Templo, por parte de María y José, así como nos la cuenta san Lucas, es también una escena entrañable. Junto con los padres del Niño, los protagonistas de la misma son Ana y Simeón; un par de ancianos como la señora Rosa y el señor Hamil; un par de seres humanos que, a pesar de lo duro y lo largo de sus vidas, no dejan de dar gracias al Señor.
El señor Hamil agradecía a Dios por su buena memoria. La Iglesia vive también de su buena memoria, y debe dar gracias a Dios por ello todos los días, al menos con una sonrisa. La Iglesia guarda la memoria del Señor Jesús, muerto en la cruz como víctima inocente a la que Dios le hizo justicia resucitándolo; no a manera de revancha, sino de reivindicación y dignificación. La señora Rosa y el señor Hamil eran víctimas, ella del holocausto; él, de vivir sin amor. Su condición los hizo tan compasivos, que aprendieron él a sonreir con un niño musulmán, como lo era él mismo; y ella a acoger y cuidar a hijos de prostitutas, que rara vez veían a sus madres. Momo no conoció a la suya; pero quería a la señora Rosa, le parecía que merecía un ascensor; y reconocía lo bonito de los ojos del anciano señor Hamil.
De Ana sabemos que era viuda y que no se apartaba del Templo; de Simeón, sólo que había recibido la promesa de Dios de no morir sin antes haber visto al Salvador. Sin duda, Ana merecía tener frente a sí al Dios al que alababa; y seguro que Jesús percibió la belleza de la mirada de Simeón, cuyos ojos por fin habían visto al que había nacido para ser luz del mundo y gloria de Israel. Ana y Simeón encarnan la fidelidad y la esperanza.
Simeón esperó no sólo con paciencia, sino con esperanza. Con paciencia aguardamos ahora el confinamiento en que nos tiene la pandemia; con paciencia esperamos la hora en que podamos salir nuevamente y hacer nuestras las calles; con paciencia, esperamos la producción y distribución de la vacuna que nos permita ser de los de antes. Pero no es sólo paciencia. En Simeón hay también esperanza, que es una fuerza que Dios nos regala. Dios mismo tiene esperanza en nosotros; la esperanza en que sabremos cuidarnos; esperanza en que apliquemos nuestra inteligencia al servicio de la humanidad y no del lucro; la esperanza en que un día podamos salir nuevamente a las calles a conquistar la fraternidad. Dios tiene la esperanza de que seamos fieles, a pesar de la desesperación, a pesar de la adversidad económica; fieles en la enfermedad e incluso en la muerte.
Dios espera que le seamos fieles en el amor y en la esperanza, como Ana y Simeón. Dios tiene la esperanza de que el haber sido víctimas de esta pandemia nos haga sensibles, compasivos con quienes han perdido el trabajo, la salud, la vida misma. Dios confía y espera con todo su corazón que guardemos siempre la memoria de las víctimas y las honremos con el homenaje de la gratitud y de la fraternidad. La Iglesia vive para guardar esta memoria y para vivir esta misión, con fidelidad y esperanza. La vida religiosa anida en el corazón de la Iglesia para recordárselo día y noche con su propio testimonio de vida; igual que alaba a su Señor día y noche con su oración, con su canto y con su silencio contemplativo.
Entre los otros niños a los que cuidaba la señora Rosa, estaba Banania, un pequeño negro musulmán también, que tenía “tres años y una sonrisa”, que no perdía nunca, ni cuando lo regañaban. Jesús tenía, cuando lo presentaron al Templo, cuarenta días y un corazón lo suficientemente grande para colmar la fidelidad y la esperanza de Ana y Simeón; para alimentar la fidelidad y la esperanza de María y de José; a pesar de la espada profetizada por Simeón. Podía ser un pequeño de cuarenta días, pero en el corazón de Jesús ya estaba encendido el fuego de amor que habría de iluminar al mundo.
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