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Digno de ser amado

Marcos 1,40-45

 

Ningún hombre es mayor que su conversación. Es un dicho popular del que se hace eco una canción de Fernando Delgadillo, que escuché anoche en el concierto en vivo en línea, que llevó a cabo para celebrar los 22 años de otro concierto extraordinario, del que salió un álbum doble que llevó justamente el título de Febrero 13. Cuando estoy frente a papás jóvenes, ya no quiero mencionar a Fernando Delgadillo, porque les pregunto si les gusta, parece que les estoy preguntando por Camilo Sesto, y me dicen que lo escuchaban ¡los abuelos de sus hijos! 

 

Cuando aún era yo un joven de 25 años, Carlo Mongardi, un misionero xaveriano de Italia que nos daba clases de Reflexión Filosófica sobre Dios, nos invitaba a escuchar las canciones en clave de Dios; es decir, como si hablaran de Dios, o se las cantáramos a Dios, o si Dios nos la cantara. Es algo que sigo haciendo; hace poco el Ingeniero Hurtado me hizo caer en la cuenta de que “Eso y más” de Joan Sebastian canta el amor de Dios que lo llevó a encarnarse por nosotros: “Cruzaré los montes, los ríos, los valles, por irte a encontrar; salvaría tormentas, ciclones, dragones, sin exagerar…” ¡Ni la oveja perdida fue tan amada!

 

“Carta a Francia” es una de mis canciones favoritas de Fernando Delgadillo. Como si nos la cantara Dios desde su Casa, desde el sitio donde siempre está pensando en nosotros, con su eterna obstinación. Me imagino que nos la dedica cada vez que se repiten las situaciones de dolor y de exclusión como la que vivió el leproso que salió al encuentro de Jesús: “Si quieres, puedes curarme.” La pandemia que estamos viviendo nos ayuda a entender la situación de los leprosos. Cuando alguien es diagnosticado positivo, no es echado fuera de la comunidad como antiguamente ,pero sí es aislado; en la calle, doctores y personal de enfermería han llegado a ser inhumanamente agredidos por el miedo que suscita la posibilidad de un contagio.

 

Sin embargo, la mayor parte de las exclusiones que vivimos no tienen que ver tanto con las enfermedades cuanto con los prejuicios, con las absurdas ideas que nos hacemos frente a quienes son diferentes a nosotros, en cualquier sentido, incluso en cuestiones religiosas. En alguna parroquia en la que estaba de visita, celebraba la Eucaristía y ponía un canto a manera de oración después de la comunión. Había una señora que diariamente se acercaba a preguntarme cómo se llamaba el canto y quién lo cantaba. Un día se acercó a decirme: “Ese cantante de ayer no es católico, padre.” Pensé fulminarla con la mirada y decirle: ¡¿Y?! Pero mejor le sonreí y le dije: ¿y? Es entonces que siento que Dios se lamenta y nos canta como Delgadillo: “No he sabido decir todo lo que pienso en ti, ni he sabido hablar de amor.”

 

Creo que en cada familia hay una tía que siempre compara a los sobrinos con sus hijos. La que dice: “¡Qué bonita tu playera de los pumas, claro que la de mi hijo es original!”, o “¡qué bonito tu peinado, aunque no te queda como a tu prima!”, la que siempre minimiza tus logros: “¡Felicidades por tu diez!; mi hijito también saco diez y además le ofrecieron una beca para estudiar en la NASA.” No es la tía más simpática ni la que cae mejor. A veces nos pasa eso en la Iglesia. A veces la misma Iglesia es la tía chocante que quiere decir a todos cómo vestirse, cómo peinarse, y la que minimiza los éxitos de los demás. He escuchado a personas muy pías y muy “católicas” ¡que critican y aun condenan a quienes tienen tatuajes! ¡Se olvidan que Dios mismo tiene tatuajes, “te llevo tatuado en las palmas de mis manos”, dice el Señor a su Pueblo por boca del profeta Isaías!

 


Alguna vez comentaba El que es digno de ser amado, de Abdelá Taia, novela en forma de cuatro cartas sobre Ahmed, un joven marroquí, musulmán y homosexual, que vivió toda clase de rechazos y humillaciones por su condición. Es una novela que duele, desde el título, porque todos los hijos de Dios quieren sentirse dignos de ser amados, no burlados ni excluidos, o abusados o menospreciados. “El que es digno de ser amado” es uno de los noventa y nueve nombres de Dios en el islam. Pero los seres humanos somos imagen y semejanza de Dios. Y eso significa que cada uno de nosotros es tan digno de ser amado lo mismo que Dios, independientemente de cualquier consideración. Es más, eso significa que sólo amamos verdaderamente a Dios cuando somos capaces de amarnos entre nosotros mismos. Significa que podemos encontrar a Dios en nosotros mismos, sentirlo aunque no los veamos. 

 

Si aún celebrara la Eucaristía con el Ministerio de Música san José, les habría pedido hoy temprano que cantaran “Me veo y te veo”, de Álex Campos; Toñote despotricaría, pero a los diez minutos me llamaría para preguntarme si quería el canto para la comunión o para el momento de adoración:

 

         No puedo escaparme de tu pensamiento, 

         de tu fiel momento;

         y es que no te veo y a la vez te veo;

         es que no te siento, pero estás tan dentro.

         Busco tu presencia cuando el sol se oculta

         y la luna llega; 

         te veo al mirarme en aquel espejo,

         y aunque pase el tiempo, me veo y te veo.

 

Las palabras del leproso a Jesús no tienen que ver con la capacidad terapéutica de sus manos, sino con el amor de su corazón; no le pregunta si puede curarlo, sino si quiere curarlo; la respuesta de Jesús habla de lo que tiene Dios en su corazón: “¡Quiero!” Dios siempre quiere. En el fondo, el “si quieres, puedes curarme”, significa: “si me quieres”; Dios nos quiere, a todos. Le duele lo que nos duele y se solidariza al extremo con nosotros en los momentos más duros, en el dolor, en la exclusión, en la humillación, en la burla. En la cruz. 

 

Hace unos días comía con unas religiosas, y me contaban que hace poco, en carretera, se detuvieron en un Oxxo, para recargar su tag. Una de ellas, la que iba al volante se quedó en el carro; la otra, bajó a la tienda. Mientras estaba en la caja, unos sujetos entraron a asaltar, la hermana tomó su tarjeta ya recargada y salió huyendo inmediatamente, y en el carro pidió a la otra hermana que no fuera a voltear a ver a los asaltantes. Por supuesto, e inmediatamente como es natural, ¡la otra volteó! No sé si fue el impulso de llevar la contra, o de no procesar la información adecuadamente o de no controlar la emoción, lo que llevó al leproso curado a contar a todos lo que Jesús le había hecho. Sí sé, en cambio, que Jesús no le pidió no contarlo por humildad o modestia. Jesús podría haber curado al leproso con el poder de su palabra, pero lo tocó; y con este elocuente gesto, Jesús le dio a entender que no le tenía ni asco mi miedo. Porque Dios nos ama todos sus hijos sin asco y sin miedo. A veces nos han dicho que la lepra es símbolo de nuestro pecado, y que Dios nos cura de nuestros pecados, pero no es suficiente. La narración expresa, en todo caso, que ni siquiera nuestros pecados impiden que Dios nos ame, que Dios nos ama por encima de nuestros pecados. 

 

El leproso contó lo que le sucedió y, dramáticamente, Jesús ya no pudo por ese motivo entrar abiertamente en ningún lugar; y es que si lo había tocado, se había contaminado, estaba impuro, podría contagiar de lepra a los demás. Y mientras el leproso contaba exultante a todos su sanación y disfrutaba su regreso a la comunidad, Jesús tenía que ocultarse. De ese tamaño es el escandaloso amor de Dios, que todo lo cura, y todo lo comprende y todo lo perdona. Jesús preferirá tomar sobre sí nuestro dolor, nuestras enfermedades, nuestras impurezas y aceptará morir solo y humillado, excluido, ejecutado fuera de la Ciudad Santa, como un proscrito, antes que dejarnos solos en la cruz. 


Ningún hombre es superior a su conversación. En esta conversación con el leproso, en su curación por medio de un tocamiento compasivo y misericordioso, Jesús ha mostrado lo infinito y lo tierno del amor de Dios por nosotros. Apenas en la cruz Jesús tendrá una mejor manera de decir el amor. 

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