Juan 1,6-8;19-28
Ayer El País de España publicó un artículo interesante, llamado: “¿A qué huele el pasado?” Un equipo de científicos de varios países ha recurrido a la inteligencia artificial para buscar, catalogar e, incluso, recrear los aromas del pasado. En la Europa del siglo la peste olía a romero, hierba que se creía la repelía; tres siglos más tarde, el poder olía a piña, que no se daba en Europa, así que había que tener mucho poder y dinero para lograr traer una piña de América en poco tiempo, y que aún estuviera fresca y aromática. La guerra olía a pólvora y a sangre; la revolución apestaba a sudor; y la fe, como ahora, se perfumaba de incienso. Según esta investigación, los libros antiguos huelen a chocolate.
La filóloga Irene Vallejo cuenta la historia del libro en la antigüedad en su libro El infinito en un junco. Su narración es casi la de una novela. En el prólogo vemos a un misterioso grupo de hombres que recorren a caballo los caminos de Grecia. Los campesinos los miran con recelo; no son salteadores, pero van armados y están dispuestos a matar; y saben también que pueden ser asesinados. Llevan consigo mucho dinero. Son buscadores de tesoros, y si no pueden comprarlos, los conseguirán haciendo pagar precio de sangre. Buscan libros. Todos los que se puedan, todos si es posible, para la naciente Biblioteca de la recién fundada Alejandría.
Libros, letras, sonidos, colores, aromas, sabores. Decía Aristóteles en esas épocas, que no hay nada en el entendimiento que no haya pasado antes por los sentidos; excepto el entendimiento mismo, por supuesto. Es imposible el saber sin la mediación de los sentidos, de todos. Por eso, en la tradición de la Iglesia, se habla de la “materia” de los sacramentos; no hay experiencia de Dios sin los sentidos. Los sentidos nos ayudan a recuperar la experiencia de Dios y de la historia; de la presencia de Dios en nuestra historia. Por eso han destacado la luz y los sonidos, las palabras; lo que vemos y lo que escuchamos.
El Cuarto Evangelio presenta a Jesús como Palabra, como Luz, como Vino de boda, como Pan, como Camino, como Vida; como Palabra que hace carne, y se deja oír y tocar. Es una manera de mostrar la humanidad de Dios en Jesús, su tierna y estremecedora capacidad de comunicarnos lo infinito en lo finito; de reflejar lo que de alguna manera somos todos, hechos a su imagen y semejanza. Pero el Evangelio muestra también lo que somos cuando cerramos los ojos a Dios y andamos a ciegas, en la oscuridad de una historia injusta, violenta y sin esperanza. Una humanidad de oídos cerrados, cansada y seca de tanto escuchar las mismas quejas y lamentos.
Ciegos, gritamos en busca luz y de salvación; las buscamos desesperadamente, y estamos dispuestos a pagar lo que sea, a morir, algunos incluso han matado en su desesperación. Por eso nos aferramos ahí donde encontramos resquicios de esperanza. El pueblo de Israel buscaba al Mesías. Juan no tenía dudas, el Mesías era la Luz, pero él no era el Mesías, ni la Luz, sino testigo de la Luz.
Esto de los libros es un milagro, las palabras escritas. El sonido que se reposa y duerme hasta que la luz la despierta, la luz del sol o de lámpara que hace posible el milagro de la vista, de la mirada atenta; de la luz que reproduce sonidos en la mente y estimula a la lengua a reproducirlas, a contarlas; a cantarlas. Irene Vallejo cita al escritor mozambiqueño Mía Couto:
Parecen dibujos,
pero dentro de las letras están las voces.
Cada página es una caja infinita de voces.
Juan sólo puede decir que es testigo de la Luz. Pero no es la Luz. Buscamos milagros desesperadamente, y a veces lo único que necesitamos es guardar silencio y dejarnos tocar la Luz, que hace posible el milagro de las palabras; en África, dice el mismo Mia Couto, las ideas se defienden contando historias. Juan cuenta su historia, que es la de un pueblo que anhela luz en la larga noche de su historia. El Evangelio cuenta la historia de la Luz que es Vida y es Palabra que se hizo carne y vino a nosotros, a vivir entre nosotros y a caminar con nosotros. Por algo, en todas las grandes culturas de la antigüedad, contar tiene algo de religioso.
Como Juan, cada uno puede ser testigo de la Luz, de lo que la Luz ha hecho en nosotros; pero no sólo somos testigos. Somos, como escribió san Pablo, portadores de Luz; lámparas de barro, agrietadas y frágiles, pero lámparas; barro tocado por la luz y portador de Luz; no sólo podemos contar y cantar lo mucho que hemos podido y descubierto en nosotros mismos cuando nos descubrimos tiernamente vistos, acariciados por la mirada de Dios, posible por su propia Luz, una Luz que brilla también dentro de nosotros. Podemos como el barro llevar, podemos como el cristal transparentarla.
Hay quienes sólo se han quedado en el barro, en el cristal; son los que se quedan con los rituales de la religiosidad pero no llegan a lo profundo, al manantial de luz que es Dios mismo en su esencia, que es Amor. Lejos de permitir que la luz se derrame, se preocupan de contenerla. Gabriel García Márquez tiene un cuento llamado “La luz es como el agua”, donde la luz sale de todas partes, de todos los focos como si fueran grifos, y la luz lo inunda todo. Para mí esa imagen es una manera muy hermosa de ilustrar el Evangelio y la salvación, el propósito de la venida de Jesús a nuestra carne y a nuestra historia.
Alejandro se hizo grande, Magno, por un libro, La Ilíada, de Homero. Desde niño quiso ser Aquiles y siempre llevó consigo su ejemplar de la Ilíada, dormía con él, soñaba con él. Quería una fama mayor que la de Aquiles. Los libros tienen el poder de cambiar el rumbo de la historia. El Evangelio tiene la Luz para salvarla. No es sólo llevar un ejemplar del evangelio en el bolsillo; sino andar por la vida como libros que cuentan las maravillas que la Luz ha hecho en nosotros; mujeres y hombres que andan por la historia como lámparas de barro y de cristal, anhelantes, urgidos de comunicar Luz a los que viven en tinieblas de muerte. A los que han perdido la alegría y la esperanza. Mujeres y hombres que enciendan en sus hermanos la luz de la fe, de la esperanza y del amor. “El libro es un recipiente donde reposa el tiempo”, escribió Emilio Lledó. Pero los hijos de Dios somos lámparas donde brilla y reposa Dios mismo, la Luz que nos mantiene alegres, cuyo amanecer de gloria aguardamos mañana tras mañana, hasta llegue el día que no conocerá la noche.
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