Lucas 2,41-52
Mi ejemplar me estaba esperando en la mesa de novedades de Gandhi Madero. Había ido a comprar un libro para regalar a Kisko en su cumpleaños. Pero sólo estar frente a él, su título provocó que en mi mente y en mi corazón un estallido de luces de colores como de fuegos artificiales, El infinito en un junco. La invención de los libros en el mundo antiguo. Lo tomé, y ya no pude resistir la seducción. La versión electrónica estaba mucho más accesible a mi bolsillo de refugiado; pero me pareció de muy mal gusto, casi una traición, leer un libro sobre el libro antiguo en algo que no fuera un libro impreso. Con la experiencia del amor providente de Dios en mi vida, y tan convencido de que me estaba llevando una joya, avisé a una de las trabajadoras que estaba llevando el único ejemplar en exhibición, me apenaba que alguien se privara de conocerlo por un descuido. Me respondió que no había ningún problema y me dio las gracias.
Cuando estaba ya formado para pagar mi libro y el de Kisko, escuché que un señor preguntaba por ese mismo libro. Por un momento llegué a pensar que vendrían y me lo quitarían diciéndome eso de que el primero en tiempo es el primero en derecho, y que él lo había visto antes que yo y esas cosas; ya me imaginaba desenvainando la espada de mi retórica para defender la valentía de mi decisión de tomar el libro y elegirlo antes siquiera de haberle dado tres vueltas a la librería, porque un libro como ése no es plato de segunda mesa, y que si te sedujo te lo llevas en el momento, o no te lo mereces. Pero no hubo necesidad, la empleada dijo que ya se lo había llevado “un cliente” (muy distinguido, por cierto, estuve a punto de acotarla), pero fingí indiferencia. Pagué y salí con la emoción de haber conseguido una perla muy fina.
Esta mañana he leído en El País una reseña sobre la escritura de este libro, me entero que ha sido un éxito editorial, que se han vendido 150 mil ejemplares y que se ha traducido a 30 idiomas. Mi ejemplar es de la 11ª edición, lleva 26. No me sorprende. Lo que me sorprende y me causa admiración son las difíciles condiciones en que este libro fue gestado y parido, entre estrecheces económicas, el cuidado día y noche en el hospital de un padre con cáncer terminal y un hijo de cinco años; escrito en los pocos ratos que tendrían que haber sido de descanso, gracias a la ayuda y comprensión de su pareja. La erudición y la poesía de su prosa no son producto de la casualidad, sino el resultado de una vida desafiada, cargada de preguntas existenciales que encontraron respuestas y descansos en los libros.
En la página 46, Irene Vallejo escribe: “El primer libro de la historia nació cuando las palabras, apenas aire escrito, encontraron cobijo en la médula de una planta acuática. Y, frente a sus antepasados inertes y rígidos, el libro fue desde el principio un objeto flexible, ligero, preparado para el viaje y la aventura.” Al margen, anoté (mis libros tienen notas, flechas y demás señales, hasta emojis a mano): “como el ser humano, hecho de barro y aliento divino.” Como los seres humanos, aires en barro que no formamos libros, sino familias, que han de ser lo suficientemente flexibles para emprender el viaje y la aventura del amor en libertad.
Hoy que se celebra la fiesta de la Sagrada Familia de Jesús, María y José, solemos caer con mucha frecuencia en una lectura de familia moderna, de papá, mamá e hijos. Pero la familia de Nazaret era lo que hoy llamamos una familia ampliada, donde “lo mío” apenas existía, y lo común más bien era “lo nuestro”. Hoy se confunde lo familiar con “lo natural”, pero la Familia de Nazaret fue más bien una familia “contracultural”. La familia del Evangelio no es ni con mucho el modelo reducido que algunos defienden, desacertadamente, en nombre del Evangelio mismo. La familia del Evangelio es una familia que no se deja estrechar por los límites de la carne y de la sangre. La familia del Evangelio es aquella que se atreve a la apertura y a la fraternidad universal, donde el padre renuncia a ser el patriarca y se suma como un hermano entre hermanos; una familia donde la mujer no es posesión, sino persona; una familia donde los hijos son libres hasta de sus propios parientes de sangre y de la tierra donde nacieron para lanzarse a la aventura de formar una familia más grande, más parecida a la gran familia de Dios que somos toda la humanidad.
En lo que es verdaderamente humano, no hay nada natural que no sea al mismo tiempo cultural, eso nos diferencia de los animales y de las plantas. En Sapiens, breve historia de la humanidad, Yuval Noah Harari, hablando de la diversidad sexual, dice que si algo existe en la naturaleza, imposiblemente puede ser antinatural. La Familia de Nazaret, la familia de Jesús ha sido manipulada cada vez que con ella se ha querido defender un modelo de familia que hoy por hoy está lejos de ser homogéneo. En el amplio mosaico de lo que hoy reconocemos como “familias”, la gran enseñanza de la Sagrada Familia es su decidida opción contracultural, que se fraguó cuando el Señor se encarnó en el vientre de una mujer virgen; cuando el varón que era su esposo aceptó recibirla en su casa y se hizo padre de un niño al que, sin ser su hijo “biológico”, amó con entero y auténtico corazón de padre.
He leído y escuchado infinitud de comentarios respecto de lo “obedientes” que eran María y José con las obligaciones religiosas. Y lo eran. Pero el texto de Lucas es un texto confrontante: un Jesús obediente que va dejando la minoría de edad, transitando a la mayoría de edad —que se alcanzaba a los trece años— haciéndose cargo de su vida y de su libertad, tomando sus decisiones, defendiéndolas, dando razón de su discernimiento. Imagino que los doctores del Templo no hacían a Jesús un examen de catecismo, en saber lo que todos saben no hay avance alguno; lo que el texto muestra es la llegada en Jesús de una sabiduría distinta, una nueva manera de comprender y experimentar a Dios, basada no en la Ley, sino en el Espíritu, el mismo que fecundó el vientre virginal de María, el mismo que lo llevó al desierto y a curar enfermos, y a sentarse a la mesa con los extranjeros, y a partir el pan con los pobres. Es el paso del Hijo al Hermano universal.
Creo que María, que acepta un hijo porque Dios se lo pide y se brinca las normas sociales y religiosas y no pide permiso a su esposo; María, que embarazada viaja a las montañas de Judea a ayudar a su prima Isabel, también embarazada y además en edad avanzada, María, digo, tiene un coraje más parecido al de las activistas feministas que a las mujeres que aceptan pasiva y resignadamente una vida de sumisión. Una mujer así necesitaba un varón a la altura; de entrada, José aceptó vivir entre burlas para dar a su esposa y a su hijo un estatus de persona y dignidad que le supuso renunciar al honor socialmente reconocido en la época. ¿El resultado? Un hijo que, educado por ellos, creció en estatura, compasión, misericordia y por eso fue grato a los ojos de Dios y de las mujeres y los hombres de su tiempo; y unos padres perdidos que creyeron que el Hijo estaba amarrado a ellos, y aprendieron a descubrirlo adulto y a respetar su libertad. Lo infinito del amor de Dios —que quiere hacer de la humanidad una sola familia en la pluralidad— en una familia, la familia de Nazaret.
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