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Dos malas noticias y una buena noticia: El Evangelio

Lucas 1,26-38

 

No tengo remedio. Es como si una fuerza extraña se hubiera metido dentro de mí, y me hubiera obligado a hacerme inmediatamente de un ejemplar de Los seres huecos, la nueva novela escrita por Guillermo del Toro y Chuck Hogan. La culpa la tienen los del periódico Reforma, que publicaron un fragmento y me dejaron con la sensación de que no podía parar ahí. Es la sensación que a veces nos pasa con el pan dulce, que le das una mordidita mientras piensas “¡nada más poquito!”, y cuando te das cuenta ya te lo terminaste, sin haber siquiera calculado las calorías que acabas de ingerir, como si una fuerza extraña te poseyera y tomara el control de tu vida. Así.

 

Y de cosas así trata Los seres huecos, de seres oscuros que se introducen en los cuerpos de las personas y las llevan a realizar terribles atrocidades. De gente que quiere comprender, de tumbas saqueadas, y hasta de un abogado británico y elegante de más de cuatrocientos años y que es el único que puede resolver el entuerto de la novela. Un personaje así seduce al tiempo que suscita muchas preguntas, ¡más de cuatrocientos años! 

 

No me imagino la capacidad de adaptación que tendría una persona si realmente hubiera vivido los últimos cuatro siglos y, por supuesto, me pregunto si todavía será capaz de asombrarse frente a los avances de la ciencia y de la técnica; si ya desarrolló la paciencia suficiente para esperar a que se vuelva realidad lo que antes parecía sólo fantasía. Los científicos de hoy especulan en el papel y con las matemáticas la posibilidad de viajar en el tiempo, al pasado sabiendo que lo que se ha vivido no se puede alterar; o al futuro, a través de los llamados “agujeros de gusano”, y luego volver al momento presente; o la creación de “cristales de tiempo”, una nueva materia creada no a partir de la repetición de patrones en el espacio, como los copos de nieve, sino en el tiempo. Suena impresionante, para muchas más novelas de ciencia ficción. Un día, eufórico, Miguelito dijo a Mafalda, mientras veían pasar un avión en el cielo: “¡Jah!, ¿te imaginás todo lo que vamos a ver de aquí a doscientos años?” Mafalda le respondió: “De aquí a doscientos años dudo que estemos vivos, Miguelito.” “¡Andá!”, le replicó Miguelito, “¿Pensás hacerle la rabona al futuro justo cuando se pone interesante?”

 

Pues bien, Jesús nació hace más de dos mil años; hace casi dos mil años que murió en la cruz y resucitó, hace casi dos mil años que se comenzaron a escribirse los evangelios y, leyéndolos, no parece que la humanidad haya cambiado tanto; al menos no en lo fundamental, en lo que concierne al corazón. Por primera vez en la historia estamos frente a la posibilidad cierta de crear una nueva especie de humanos, superhumanos, los cyborgs. Cuando yo era niño, se hablaba de la mujer y el hombre biónicos. Lo que entonces era ficción hoy se queda corto frente a las posibilidades que hoy tenemos. En principio suena fabuloso, imaginemos, por ejemplo, lograr cuerpos que no se enfermen de ningún virus conocido, y que en cuestión de minutos —¡segundos quizá!— pueda crear los anticuerpos necesarios para destruir virus nuevos. O en las modificaciones genéticas necesarias para terminar con el cáncer o la diabetes. Podríamos ser inmortales; de hecho, es el objetivo de más de uno, evitar la muerte y prolongar indefinidamente la vida en la dimensión del tiempo y del espacio.

 

Pero hay al menos dos malas noticias. La primera, que de darse, esta nueva humanidad estará sólo al alcance de quienes puedan pagarla. Porque así creamos la economía. Al día de hoy, el uno por ciento de la humanidad tiene la mitad de la riqueza del planeta; es decir, lo mismo que el otro noventa y nueve porciento; de manera que mientras unos rozan la inmortalidad, otros lucharán por no llegar a la noche sin comer. Y seguirán enterrando a sus muertos, por enfermedades que en otras condiciones que no sean las de la pobreza, no sólo no matarían, ni siquiera existirían. 

 

La segunda mala noticia es que habida cuenta de que la aparición de los superhumanos es cosa de tiempo, los humanos normales, los humanos pobres que no podremos comprar la nueva naturaleza humana, hemos de esperar, por simple deducción de la historia, que los superhumanos nos tratarán a nosotros como nosotros tratamos a los animales. Es al menos la opinión del historiador israelí Yuval Noah Harari. 

 

Pero hay también una tercera noticia, una buena noticia, el Evangelio. Es la noticia de la presencia de Dios en este mundo y en nuestra historia. La noticia de que todo tiene su origen en Dios. Creada a imagen y semejanza de Dios, la humanidad apenas ha crecido y se comporta como los niños que hacen berrinche, que juegan caprichosamente con la tecnología y con la ciencia sin mayor conciencia. La buena noticia es que precisamente por ello, Dios siempre está viniendo a salvarnos. La escena del anuncio del ángel Gabriel a María contiene toda la belleza de esta Buena Noticia. 

 

No es sólo el anuncio del ángel a María, es el anuncio de Dios para toda la humanidad; es la universal invitación de Dios, del Padre, a la alegría, no la alegría de los niños berrinchudos cuando se salen con la suya, ésa es jactancia, sino la alegría de los niños que se encuentran con otros niños y juegan juntos y luego se sientan juntos a comer la comida que les sirven sus padres, sobre todo el postre. En las palabras del ángel a María, es Dios mismo quien invita a la humanidad a no sentir miedo; es Dios mismo quien nos dice a todos, frente a nuestros miedos y nuestras dudas, que para Él no hay imposibles. Y es Dios mismo quien nos da la clave para entender su lógica y aprender a confiar en Él incluso en las situaciones de más miedo y de más dudas. 


Para quienes sólo sueñan con superhumanos, hay una “mala” noticia, Dios se hizo humano; cambió lo más por lo menos. La Palabra de Dios se encarnó en el vientre de una muchachita pobre, habitante de un pueblo insignificante, en un rincón del mundo sometido al imperio más poderoso de ese momento, el Imperio Romano; y para mayor inri, antes de vivir con su marido, justo en la frontera del deshonor. En su narrativa, el Cuarto Evangelio dice, literalmente, que la Palabra se hizo cadáver; generalmente traducimos “carne”, pero el significado es cadáver. Desde que comenzamos a existir, comenzamos a morir. Y Dios comparte con nosotros ese camino.

 

Dios no vino a acompañarnos por encimita, Dios vino a acompañarnos en todo momento, desde antes de nacer, al nacer, al vivir y al morir, del pesebre a la cruz. En Jesús, Dios murió, suena extraño, paradójico, pero así es. De muerte violenta, injusta, humillante, socialmente denigrante, a las afueras de la ciudad santa de Jerusalén, como un maldito al que se echa fuera. ¡De esa magnitud es el solidario e incomprensible amor de Dios! ¡Es lo imposible de que habla el Evangelio! 

 

No dudo que el avance de la ciencia y de la técnica sean también expresión de lo imposible que podemos lograr cuando nos dejamos llevar por la creatividad del Espíritu de Dios. Pero no es suficiente. Dios no sólo crea, también salva. Dios no creó sólo una humanidad, creó a la familia humana, a su pueblo. Podemos en el uso de nuestra inteligencia y nuestra libertad dejar de ser humanos para ser superhumanos; pero para salvarnos, para cumplir la voluntad de Dios, tenemos que ser familia, crearnos familia y crearnos pueblo. Dios creó una familia de diferentes pero iguales en valor. Diferentes en el género, mujeres y hombres; en la raza, en la cultura, en los gustos, en las expresiones, pero igualmente hijas e hijos, igualmente amados y valiosos. Sólo se logra ser familia cuando nos hacemos menos, no más; es la lógica de Dios; renunciar a ser los padres para querer ser hermanos. En Jesús, el hijo de María, la virgen esposa de José, en Nazaret de Galilea, vecina de los paganos, Dios se hizo nuestro hermano. 

 

Para la gente del poder, para la humanidad que vive en la niñez caprichosa y egoísta, el Evangelio es una noticia inquietante: la muerte no es una desgracia, sino la catapulta para trascender no a la inmortalidad, sino a la eternidad; el puente para alcanzar no la superhumanidad, sino la divinidad. Sucede cuando vivimos y, por lo tanto cuando morimos, como lo hizo Jesús: llevando el amor hasta el extremo, comenzando por los últimos y por los que se quedaron fuera; por los que no tienen, a veces ni ganas de vivir, ni razones para esperar ni mucho menos para sonreír. Es una lógica ilógica en apariencia, pero es la lógica de Dios, perder para ganar, dar para recibir, hacerse pequeño para ser grande, morir para vivir. Hay que, como María, guardar esto en el corazón y meditarlo muchas veces; en silencio, como José.

 

En Los seres huecos un hombre roba un avión particular y sobrevuela destruyendo y matando en la oscuridad de la noche, como una sombra asesina. En el Evangelio, la sombra con que nos cubre el Señor es su Espíritu, y donde toca su Espíritu, brota la vida. Una sombra que nos cubre y nos lleva, como llevó a Jesús, a pasar por la historia haciendo el bien. Todo es susceptible de ser cubierto por el Espíritu; el vientre de las mujeres, los niños en sus juegos, los adultos en sus trabajos, los científicos en sus estudios, los artistas en sus creaciones, los enfermos en sus camas, los ancianos en su sabiduría, y todos en la muerte. En su inmadurez, algunos se emborrachan de poder; en su Espíritu, Dios nos da la lucidez del amor. Por eso crea y por eso salva. Una lección a recodar y a meditar: Dios ama en todo. Dios no sólo crea, también salva. Dios no tiene remedio, no puede dejar de crear y de salvar; Dios no puede dejar de amar.

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