Marcos 1,1-8
“La vida no es una cuenta que sale bien, que yo sepa”, escribe Alessandro Baricco en Una cierta de mundo, comentando el libro Chesil Beach, de Ian McEwan. De esto tenemos experiencia todos. Lo mal que le puede ir a la gente buena; lo bien que lo pueden pasar, cínicamente, los mayores canallas y criminales. En el mismo libro —un compendio de comentarios a 50 libros que lo han marcado en los últimos diez años—, sobre Die kultur niederlage (La derrota de la cultura), de Wolgang Schivelbusch, escribe Baricco: “A veces se pierde, eso ya se sabe. El hecho que alguien se dedicara al asunto prometía cierto consuelo.” Y continúa: “La historia, por norma, nos ha enseñado que los derrotados salen de las guerras con una vitalidad y una energía creativa que ya les gustaría a los vencedores.”
El pueblo de Israel es un buen ejemplo. Durante y tras el exilio en Babilonia vivió una época de intenso análisis, de profunda reflexión, de sincera humildad, y al tiempo que asumió la responsabilidad de sus actos para no exculpar a Dios, también supo dialogar con las ideas religiosas de la opresora Babilonia; de esto da buena cuenta la Biblia, muchos textos provienen de esta época, que permitió recuperar el recuerdo del Éxodo; el surgimiento de la expectativa de un mesías hijo de David; y la promesa divina de consuelo y salvación. Tras el destierro, con la herida aún abierta por el sitio de Jerusalén cincuenta años atrás, del hambre que supuso, de la caída de la ciudad y de su Templo, del saqueo, las violaciones y los asesinatos, por los barrios judíos de Babilonia, donde el pueblo fue como un circo para los opresores, por esas calles caminó el profeta enviado por Dios para consolar a su pueblo: “¡Preparen los caminos, enderecen las sendas!” Estaba por llegar el momento de volver a casa, a la tierra.
Hay vencidos cuya victoria está en su derrota. Malala Yousafzai es una de ellos. El atentado que sufrió a los 15 años por el empeño suyo y de su padre por hacer que la educación fuera un derecho universal les acarreó el odio y la persecución homicida del fanatismo talibán en su natal Pakistán. Sobrevivió al atentado. Dos años más tarde, con una sonrisa posible sólo a medias a causa de la bala que le atravesó la cabeza, se convirtió en la ganadora más joven del Premio Nobel, el de la Paz, que cualquier persona haya ganado hasta la fecha, en cualquier categoría. Estudió en una universidad, y sigue adelante con su lucha por medio de una fundación. Cuenta su historia en Yo soy Malala, relato autobiográfico.
Jesús el Señor es otro gran derrotado victorioso. Aunque Marcos pareciera haber elegido un género literario más cercano a la caricatura política o a la novela gráfica para contarlo, al menos en su inicio. Es el comienzo de su narración, el inicio del evangelio, la buena noticia de Jesús, el mesías e hijo de Dios. Pero “evangelio”, en el Imperio Romano, era una palabra usada para comunicar la llegada al poder de un nuevo emperador. El heraldo, el mensajero, dejaba en claro el poder brutal y desmedido del Imperio para someter; hacía gala de su riqueza. Quedaba claro que el nuevo emperador no se dejaría intimidar, al contrario. Un día gritó Mafalda a su mamá, mientras jugaba al gobierno: “¡No tengo por qué obedecer a nadie, mamá; yo soy un presidente!” Le respondió: “¡Y yo soy el Banco Mundial, el Club de París y el Fondo Monetario Internacional!”
En la narración de Marcos, el evangelio es el anuncio de la llegada de un nuevo emperador, uno que es Hijo de Dios; es decir, que hace presente el actuar de Dios en el mundo y en la historia. El heraldo no exhibía ni lujo ni fuerza, era Juan, el Bautista del Jordán. Pero sí generaba miedo entre quienes acudían a él, el miedo frente a un Dios de pureza ante quien la gente no podía menos que sentirse rechazada por sus impurezas pecaminosas. Por eso predicaba un bautismo de agua, una inmersión purificadora. Pero anunció que el que habría de venir bautizaría no con agua, sino con Espíritu. Quizá sin estar consciente de ello, anunciaba que el que habría de venir no nos alejaría de Dios por impuros, sino que nos sumergiría en un profundo e intenso amor de Dios que se complace en llamarnos hijos, como quedó de manifiesto cuando Jesús vino ante Juan para ser bautizado.
Dios no aleja a nadie; Dios se acerca a todos. Dios no alimenta para explotar; Dios alimenta a su pueblo por compasión, por misericordia. En Jesús, Dios no impera como Roma. Los que aman pueden ser derrotados, pero en su derrota alcanzan la vitoria, tan solo por no haberse contaminado de la violencia de sus vencedores. En su reciente encíclica Laudato si’, el Papa Francisco escribe: “Si hay que volver a empezar, siempre será desde los últimos”. El evangelio es el inicio de la manera en que Dios está reescribiendo la historia. El adviento nos recuerda que Dios siempre lo recrea todo, le da a todo un nuevo origen, así como escribe el Papa, desde los últimos. Porque el triunfo de Jesús no fue venganza contra los crucificadores, sino la resurrección del crucificado.
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