Lucas 4,1-13
“Soy un mago. Muchos dirán “ilusionista profesional”, pero a mí me gusta más “mago”. Creo que todos los seres humanos somos magos, pero la mayoría no ejerce. Me gusta creer que yo sí. Practico mi magia, no sólo mis trucos, cada día de mi vida.” Con estas palabras se presenta a sí mismo el mago argentino Norberto Jansenson. Sin duda, se trata de alguien que sabe quién es.
Jesús sabe quién es. Nosotros también, su genealogía y la escena previa del bautismo en el Jordán, en donde se escuchó la voz del Padre, no deja ninguna duda: es su Hijo amado. Antes que una cuestión de fuerza o de resistencia, la escena de las tentaciones refleja un asunto de identidad. Tampoco es pertinente preguntar por la historicidad literal de la narración, que en realidad es un síntesis simbólica de la vida de Jesús. El Cuarto Evangelio, el del Discípulo Amado, muestra cómo Jesús huye ante la muchedumbre que quiere proclamarlo Rey. Más que un momento puntual al inicio de su vida, se trata de muchas situaciones a lo largo de ella que pueden agruparse en tres, prototípicas.
La primera, la tentación que surge de las necesidades básicas; hay gente que se vende por hambre. Yo quisiera tener la libertad de Sócrates, de quien se dice que paseaba por los lugares de comercio, viendo todo lo que no necesitaba para ser feliz. Yo tampoco necesito todo lo veo en los lugares de comercio, ¡pero todo se me antoja!
La segunda, la tentación de la gloria y el poder que ofrecen los sistemas políticos, económicos y sociales imperiales. Seducen. Un día, Mafalda y Susanita preguntaron a Felipe: “Vimos que te tocó una maestra joven, Felipe. ¿qué tal es?” Felipe, con la sonriente cara de los enamorados, apenas pudo responder: “¿mmmmmhh?” Insistió Mafalda: “¡Tu maestra!, ¿qué tal es tu maestra?” “¡Mmmmmmmmmmmhhh!”, suspiró entre corazones, el seducido Felipe. “¡Lo que nos faltaba!”, tronó Susanita, ¡¡que este estúpido se pase al sector patronal!”
La tercera, la más dolorosa y cuestionante, la de pretender manipular a Dios. con dinero, con sacrificios, con lo que sea, el asunto es creer que Dios está bajo nuestro control.
Por eso es importante conocernos, profundamente, sinceramente, sin engaños. “Ni tan arrepentido ni encantado, de haberme conocido, lo confieso”, canta Joaquín Sabina. Preguntarnos por qué somos como somos, por qué deseamos lo que deseamos, por qué sentimos lo que sentimos, sin buscar culpables. Es fácil y cómodo buscar culpables externos para todo lo que somos. El Dr. Theodore Busbeck, uno de los protagonistas de Jerusalén, de Gonzalo M. Tavares, busca el algoritmo del mal, la fórmula matemática para conocer cada cuándo hay horrores en la historia e, incluso, qué países serán los asesinos y cuáles los que pondrán los muertos, hasta llegar al fin del mundo; una enorme investigación que se derrumbó cuando otro científico reviró públicamente, y tachó sin más de “loco” a Busbeck. Los puntos débiles de nuestra vida, los lados flacos de nuestra identidad, son la puerta de las tentaciones.
La clave de lectura, entonces, está en la “magia” que Jesús tiene por su identidad, el Espíritu Santo, lo llamamos en lenguaje bíblico. Pocos estamos conscientes de tenerlo, pero el amor de Dios que nos ha hecho hijos suyos es el fundamento de nuestra identidad, que el tentador quería destruir distorsionándola; de tal identidad brota la confianza para construir nuestra historia por encima de toda tentación, la de ser lo que no somos. Lo importante es experimentar el amor de Dios aún en el hambre, en el dolor, en la indigencia y en nuestros berrinches de soberbia. No olvidar nunca que no es la marca de la ropa o de la comida lo que importa, sino la marca del Espíritu con que fuimos sellados en el bautismo. Recordar, simplemente, que somos hijos de Dios, amados como el que más.
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