Lucas 9,28-36; Génesis 15
Lo vi morir antes de que muriera, lloré su muerte antes de su sepelio; también celebré su vida plena antes de que resucitara. Me refiero a Anselmo, mi amigo sacerdote y monje benedictino. Nos conocimos el 17 de enero de 2013, en la reunión del Decanato, en la Parroquia de San Cosme. Yo acababa de llegar como vicario al Espíritu Santo; y él, también como vicario, a la parroquia del Santo Niño de la Paz. Desde entonces fuimos buenos amigos y habituales comensales. Con el paso del tiempo, fui testigo del peso de la cruz que llevó a causa de diferentes enfermedades graves, que tocaron sus órganos vitales y terminaron por arrebatarle la vida el pasado lunes, tres minutos antes de la media noche. Tenía 39 años.
A finales de febrero del año pasado, primero por amistad y segundo por estrategia, Anselmo pasó unos días en nuestra parroquia, por su mayor cercanía con el hospital donde era atendido, en comparación con la abadía donde residía. La noche del sábado 24 de febrero tuvo una baja de glucosa que le provocó convulsiones y un paro momentáneo; los paramédicos lograron revertirlo en pocos segundos. Semanas más tarde, pasado el peligro, fuimos a cenar a un restaurante italiano. Anselmo había estudiado en Santo Domingo de Silos, en España, y más tarde en Roma, cuando fue trasladado a la Basílica de san Pablo Extramuros, en donde, ya ordenado diácono, asistió al Papa Benedicto XVI con ocasión del año Paulino. Desde entonces gustó de la comida italiana y del buen vino.
El día de nuestra cena, pidió una botella de vino tinto, ante la que tuve ciertas reservas dado su delicado estado de salud. Pero Anselmo se encargó de disiparlas; sabía que no tenía mucha vida por delante, y había decidido que ese día celebraríamos haber caminado como amigos el tiempo que nos conocimos.
—Por nuestra amistad, Páter—, me dijo levantando su copa.
—Por la dolce vita, que nos espera Páter, no en la Roma eterna, sino en la eternidad de Dios.
Habituados como estamos a escuchar que hay que vivir con intensidad el presente, y a desentendernos del pasado que ya se fue, y del futuro que no ha venido, solemos voltear poco hacia atrás y contemplar, con la serenidad de la distancia, las muchas ocasiones en que Dios estuvo con nosotros. La falta de historia nos vuelve frágiles. Por eso somos incapaces de sacar, no digamos juventud de nuestro pasado, como cantaba José Alfredo Jiménez, sino fuerza de aquellas ocasiones en que aquella presencia de Dios se nos ofrece como fuerza para encarar el futuro con esperanza, futuro que imaginamos más con fatalismo, en vez de imaginarlo como lo imagina Dios. Un día, mientras Mafalda leía una revista, Susanita se lamentó:
—¡Mirá si justo a mí, esposa comprensiva, buena y tolerante, me toca un desastre de marido!
—¡Decime!— la increpó Mafalda—, ¿tenés idea de con quién vas a casarte?
—No
—¡Bueno, entonces no jorobes!
Mafalda siguió leyendo, pero Susanita, no pudo contenerse:
—¡Me muero por conocer a ese miserable!
La escena de la transfiguración está antecedida por la pregunta por la identidad de Jesús: “¿Quién dice la gente que soy yo?” Y también por el anuncio de su futura pasión y muerte. Frente a este anuncio, la transfiguración aparece como un anticipo de la futura gloria de la resurrección. Al enfrentarse con la brutalidad de la cruz, los discípulos tendrían que recordar la transfiguración del pasado como un promesa de futuro.
Lo mismo pasa en nuestra historia. Voltear hacia el pasado es recuperar los triunfos conseguidos, los obstáculos superados y las adversidades que sobrevivimos como lo que verdaderamente son: una pasada promesa de futuro que Dios nos regala en el presente. Abraham había dejado su tierra en Ur, había caminado siguiendo la voz del Señor; tenía una esposa, una nueva tierra y ganado. Pero no tenía un hijo, y a sus noventa años, frustrado, aguardaba con desesperanza la llegada de su pronta muerte sin tener un heredero de su sangre. Fue entonces que el Señor lo invitó a salir de su tienda una noche, a contemplar el cielo y a contar, si fuera posible, el número de las estrellas, que igualaría al número de sus descendientes. Sólo tuvo un hijo, Isaac. No obstante, en Isaac y a partir de él, Abraham constató que Dios siempre cumple sus promesas.
Seguro la primera vez que escuchó a su pequeño llamándolo padre, viéndolo con alegría y abrazándolo con cariño, José estuvo seguro que volvería a aguantar gustoso las burlas del pueblo entero cuando todos comentaban que su esposa estaba embarazada y no de él. La presencia del Hijo de Dios en el vientre de su esposa era apenas una promesa de bendición y felicidad que necesitaba ser adecuadamente interpretada y recibida. José había confiado, y había valido la pena. Mi madre aseguraba que sin pensarlo volvería a aguantar lo que había aguantado, y no sólo los dolores de parto, con tal de volver a tener a los mismos hijos. La promesa de vida y de futuro que Dios le regalaba en sus hijos valía la pena para transfigurar de dolor a gozo el rostro al tenernos por primera vez en sus brazos.
Perdona que entre sin llamar,
no es ésta la hora y menos el lugar,
tenía que contarte que en el cielo no se está tan mal.
Así empieza una canción de La Oreja de Van Gogh. Alguna vez Anselmo me llamó para decirme que todo el domingo había tenido en la mente otra canción de La Oreja: “Si fuera más guapa y un poco más lista, si fuera especial, si fuera de revista…” Me había valido yo de ella para predicar una fiesta de la Epifanía. Cuando su madre falleció, me invitó a predicar en su misa, yo me resistí. Pero acepté su invitación a los nueve días. Antes de la misa de fin de novenario, Anselmo se puso nuevamente mal y tuvo que ser internado de vuelta. Volvimos a vernos algunas veces más.
La adversidad, la desgracia, el dolor, vienen a nuestra vida sin pedir permiso, mucho menos perdón. En cambio, desde nuestro pasado, la tierna misericordia de Dios viene delicadamente a nosotros como promesa de vida, de justicia, de paz y de eternidad, pidiendo permiso para entrar en nuestra vida. No se impone, simplemente se ofrece.
El miércoles pasado, en su sepelio, contemplando la luz del cirio pascual junto a su cadáver, pude comprender un poco la misteriosa escena del fuego que pasa por en medio de los animales partidos por la mitad que el Señor pidió a Abraham para sellar su promesa. Abraham se afanó porque no fueran devorados por las aves carroñeras, hasta que pasó el fuego del Señor. Vi al Fuego de Dios pasando por en medio del cuerpo mortal de Anselmo, reclamándolo para sí y haciéndolo plenamente suyo, colmándolo de su luz y de su vida. Y con él a nosotros, los que sentimos frío en los huesos y en el corazón en lo oscuro de la noche.
“Promete que serás feliz”, dice hacia el final la canción de La Oreja. Por lo menos, los que se han ido merecen que prometamos ser valientes y no doblarnos al primer viento en contra. Merecen que los llevemos en el corazón como un recuerdo del paso de Dios en nuestras vidas, recuerdo que se vuelve promesa cargada de fuerza y esperanza, momentos en los que el futuro de Dios vino a nosotros. Yo a mis padres, a Anselmo, a los míos que se han ido y, por supuesto al Señor, todos los días, les prometo intentar ser valiente, y empeñar mi corazón, por encima del dolor y de la cruz, ¡por qué no!, también en ser feliz, hasta que la promesa de plenitud nos desborde de vida y de fiesta en el banquete celestial.
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