Hace 20 años, justo el 19 de marzo, murió el entrañable Jaime Sabines. Me enteré hasta el día siguiente, cuando desperté y mi madre, que sabía de mi admiración por el poeta chiapaneco, me dio la fatal noticia, antes siquiera de darme los buenos días. Apenas hace unas semanas, con intensa emoción, sentado a la mesa del comedor en una casa de la histórica colonia en que vivo, me enteré que esa era, precisamente, la casa en donde había vivido Sabines, y que atrasito estaba su famosa guirnalda. Tuve la fortuna de estar presente en el homenaje que se dio en Bellas Artes, en los meses previos. Si cierro los ojos, puedo escucharlo, nítido:
Los amorosos callan.
El amor es el silencio más fino,
el más tembloroso, el más insoportable.
Los amorosos buscan,
los amorosos son los que abandonan,
son los que cambian, los que olvidan.
Su corazón les dice que nunca han de encontrar,
no encuentran, buscan.
Los amorosos andan como locos
porque están solos, solos, solos,
entregándose, dándose a cada rato,
llorando porque no salvan al amor.
Les preocupa el amor. Los amorosos
viven al día, no pueden hacer más, no saben.
Siempre se están yendo,
siempre, hacia alguna parte.
Esperan,
no esperan nada, pero esperan.
Lo recuerdo hoy, no sólo por la coincidencia del día, sino porque hoy no encuentro mejores palabras para describir a san José, que los versos de Sabines: el silencio más fino.
En La vida es bella, hay una escena en la que Guido, el protagonista, judío y amante de resolver adivinanzas, logra adivinar una planteada por el médico alemán, del régimen nazi, aunque esto todavía Guido no lo sabe: “Si dices mi nombre, desaparezco. El silencio.” Pero para cuando Guido tiene la respuesta, en silencio descubre que la lealtad del médico al régimen nazi está por encima de su amistad con él, si es que fue amistad. Como canta Sabina: No hay ni una sola historia de amor real que tenga un final feliz. Si es amor, no tendrá final. Y si lo tiene, no será feliz. En la misma película, casi al inicio, fanáticos antisemitas entran a golpear al tío de Guido, en su propia casa. Cuando su sobrino lo descubre, le pregunta por qué no pidió ayuda, por qué no grito; le respondió el tío: El silencio es el grito más fuerte. San José es el fuerte y silencioso grito de Dios en la historia. Lo que dice, lo dice con intensidad en su Hijo Jesús, Palabra del Padre, palabra humana que aprendió a hablar, a cantar y a orar como le enseñó san José, bajo el estrellado silencio de la noche, o frente al sobrecogedor silencio del amanecer en las montañas.
Cuando las palabras no nos alcanzan, gritamos con nuestro silencio. Patricio Pons, el escritor ganador del Premio de Novela Alfaguara 2019, dice que estuvo 10 minutos callado cuando escuchó, al otro lado de su teléfono, que él era el ganador. ¿Qué dijo san José cuando nació Jesús, cuando lo tuvo en sus brazos, cuando lo escuchó llorar, cuando le dijo por primera vez “papá”? Lo que no se puede exclamar en palabras, se celebra con lágrimas que resbalan en el silencio.
En el cuento, “Del otro lado”, de Felipe Garrido, la voz que narra, huésped en un hotel, afirma que del otro lado del muro escucha, un estertor, un jadeo, cada vez más fuerte, y más cercano. Quiere llamar a la recepción del hotel. Pero sabe que del otro muro no hay nada, está la calle, y que su habitación está en el décimo piso, ¿qué iba a decir?. ¿Qué iba a decir san José cuando en sueños la voz del ángel le pide no tener miedo, que reciba a María como esposa, y sea el padre del Emmanuel? ¿Qué iba a decirle a Dios, que no contara con él, que lo iba a pensar, que no estaba seguro, que se iban a burlar de él? Lo que no se comprende, se contempla y se acepta en silencio.
En el relato, “Rostros en la oscuridad”, Abril Espinosa describe una experiencia tenida en la morgue, donde afirma haber escuchado, a los muertos llorar su propia muerte. Con la lengua dura y la boca seca, afirma: “la voz no me salía”. ¿Alcanzó a salirle la voz a José cuando se enteró que Roma buscaba a los hijos de su pueblo, también al suyo, para darle muerte? Cuando hay miedo, y sólo se escucha el acelerado latir del corazón, tienes el silencio para confiar en Dios, y con los puños cerrados y los dientes apretados, salir a jugarte la vida en el todo o nada.
Me maravilla, la delicadeza con que el narrador del evangelio de san Mateo, ante el recuerdo de Herodes, dice que José sintió miedo. No es supermán, no es alguien más fuerte ni más débil que cualquiera de nosotros. Tiene el mismo miedo y también la misma fe, lo único que puede hacer la diferencia es la decisión tomada: dejarse acobardar, o a toda costa, aunque muerda el miedo y el frío queme, como dice Benedetti, aunque las palabras vengan todas juntas y se atraganten y no salga ninguna, gritar en silencio que se sigue confiando en Dios.
Quizá el silencio que grita más fuerte, el más lacerante, es el que se siente frente a las lápidas, en las criptas y en los panteones, el silencio de la muerte, el que se ríe de nosotros a carcajadas aunque no las escuchamos, pero retumban en una mitad del corazón. Pero sólo en una, porque en la otra, la misericordiosa ternura de Dios limpia, calladamente, nuestras lágrimas. Escribe Sabines:
ocultarse un momento, estarse quieto,
pasar el aire de una orilla a nado
y estar en todas partes en secreto.
Morir es olvidar, ser olvidado,
refugiarse desnudo en el discreto
calor de Dios, y en su cerrado
puño, crecer igual que un feto.
Todo en silencio. El de José es un silencio que grita esperanza. En silencio se retira, en silencio se hace presente en todas partes, en secreto. En silencio crece en el discreto calor de Dios, como creceremos todos algún día.
Todo se hace en silencio. Como
se hace la luz dentro del ojo.
En fin, muchas palabras para decir, simplemente, que san José, como el amor, es el silencio más fino.
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