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Lo que no tiene nombre. Como el amor de Dios.

Lucas 15,1-3.11-32

Mi relación con Amazon ya no ha vuelto a ser lo mismo. Desde que me cobraron 3 veces el rompecabezas de 10 mil piezas, del techo de la Capilla Sixtina, que pedí para el P. Gabriel, a quien presté mi cuenta. Me sentí como las parejas cuando están al borde del divorcio. Tuve que acudir a las instancias civiles pertinentes y presentarme en las audiencias digitales para dirimir con “la parte proveedora” mis quejas. Me veía ridículo buscando que me dejaran seguir comprando, pero no estaba dispuesto a perder el registro de mi kindle con los más trescientos libros que ya tenía en él. Pobres libros electrónicos, ellos resintieron mi disputa, durante todos esos meses apenas habré leído algunas páginas de ellos (señal de que las parejas no deben permanecer unidas únicamente por los hijos, porque los hijos son los primeros que lo resienten). Finalmente recibí la razón y, aunque no hubo disculpa de por medio, logré que se activara mi cuenta. 

Entre los libros que pasaron al olvido en esos días, está Lo que no tiene nombre, de la poeta colombiana Piedad Bonett. En el libro, la escritora cuenta su cruda experiencia tras el suicidio de su hijo Daniel, que estudiaba en Nueva York, tenía alrededor de 20 años. Parece que la enfermedad mental de Daniel se derivó a consecuencia del medicamento que tomó ocho años atrás para combatir el acné. Piedad y su familia se enfrentaron a la desolación, a la incomprensión, al absurdo, a la imposibilidad de corregir los errores del pasado que hubieran evitado el suicidio. Terminó por aceptar con dolor la donación de los órganos de su hijo; se encontró con la imposibilidad de que Daniel descansara, los restos que tenía frente a sí ya no eran Daniel, no eran. Se pregunta qué le duele más a ella oyendo a quienes quieren consolarle, a quienes se despiden de su hijo: un mundo sin Daniel, o Daniel sin el mundo. “Una idea absurda me persigue: jamás el universo producirá otro Daniel.” De entre su ropa, sólo quiso conservar unas cuantas prendas que aún olían a él. 

Uno de los momentos que me taladraron el corazón, fue cuando mi abuelita llegó a la casa tras la muerte de mi mamá. Nadie en el camino de Irapuato a la Ciudad de México se atrevió a decirle a qué venían, hasta que llegaron. No bien le habían dado la noticia, y ya tenía en sus manos la urna con las cenizas de su hija. ¿Cómo se supera lo que no tiene nombre, la muerte del hijo? La muerte nos pone en perspectiva frente a todo, y es cuando comprendemos qué es lo realmente importante y qué no tiene sentido. Un día en la mañana me llamó mi compadre: mi ahijado amaneció llorando, soñó que yo había muerto, y me pedían que hablara con él para que se diera cuenta que todo había sido una pesadilla. “¡No quiero que te mueras!”, me dijo todavía entre lágrimas. A los pocos días supe que otra vez había llorado. La última vez que me había visitado le regalé El principito, se lo dediqué. En la dedicatoria le decía algo así como “Yo siempre estaré contigo, pero si alguna vez, por la razón que sea no me encuentras, sal a la noche y búscame entre las estrellas. Ahí estaré brillando para ti”. “¿Otra vez soñó que me moría?”, pregunté. “No. Ya leyó tu dedicatoria.”

Sin duda, hay de pérdidas a pérdidas, ninguna como la muerte, y entre más amor, mayor dolor. La muerte de los hijos no tiene nombre. Lo traigo a cuento ahora porque el centro de la parábola del hijo pródigo, sin la cual evangelio estaría incompleto, despliega todo su sentido y toda su fuerza en las palabras a partir de la cuales descubrimos lo que vive el Padre, lo que hay en su corazón. Frente al hijo que ha vuelto, los sentimientos se condensan en estas palabras suyas: “¡Estaba muerto y ha vuelto a la vida!” Por supuesto que a Dios no le es indiferente lo que vivimos, y le duele cuanto nos deshumaniza, pero las palabras del Padre en la parábola dejan muy claro que hagamos lo que hagamos, digamos lo que digamos, vivamos lo que vivamos, estemos donde estemos, él nunca dejará de amarnos con todo su corazón. 

La parte triste, difícil, es la del hermano mayor. Siempre los hay, los que son “buenos” y “aburridos”; los que nunca fallan; los que actúan más como máquinas que como humanos; los que suman méritos, tantos, que pueden ya juzgar y etiquetar a los demás; los que rechazan; los que no acaban de comprender lo que significa para un padre que su hijo esté vivo. Son los que en las iglesias critican a las mujeres que van vestidas para la vida galante. Y las señalan, en vez de abrazarlas y acogerlas. Afuera el mundo les chifla y las usa, más de una es explotada. Pero cuando entra a la casa del Padre, tendría que sentir el cariño del Padre, la fiesta que Dios hace por tenerla de vuelta con él. Un día, mientras caminaba por la calle, Miguelito vio a un señor gordo caminando. Se reto a sí mismo. Se dijo: “A que al gordo aquel que va allá lo paso antes de que llegue a la esquina.” Caminó de prisa, sonriente, sudando, rebasó al señor, se sentó en la esquina y, cuando el hombre pasó, se dijo muy ufano: “¡jhá!” Pero al poco tiempo, acongojado, se dijo: “¿jhá qué?” El señor gordo no tenía rivalidad con él. No había nada que disputar. Como todos los hermanos cuando son niños, mis hermanos y yo también discutíamos sobre quién era el consentido de nuestros papás. Pero si mis papás volvieran a esta vida y pudiéramos abrazarlos y platicar con ellos, seguro que no perderíamos el tiempo preguntándoles quién es el consentido. Sería ridículo. Frente a la vida de los amados, todo es secundario.  Lo mismo pasa en el corazón del Padre. 

Cuenta el Papa Francisco que un día un niño le preguntó qué hacía Dios antes de crear el mundo. Francisco no pensó mucho la respuesta. Antes de crear el mundo, Dios amaba, porque Él es amor. Creó por amor. Tiene razón Francisco. Dios sólo sabe amar, y sólo quiere amar. Por amor desea la vida plena y la salvación de todos sus hijos, de todos, especialmente de los que se han ido. ¿Es tan difícil de comprenderlo?

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