Juan 6,16-40
“Usted no me conoce, no me ha visto nunca. Hace un mes que no me ha visto nunca, ni siquiera para tener el derecho de olvidarme. Usted no me ha olvidado, usted me ignora. Yo puedo seguiría, en cambio, diariamente. Sólo dos cuadras. No quiero, no quise perseguirla, penetrar en zonas que no son usted. Pero la vi hablar con su amiga y pude seguirla a ella, recibir de ella sus señas. Mañana de noche, a las once yo estaré en la esquina. Usted vendrá o no.”
Es la nota que estruja entre sus dedos Isabel Ríos, al despertar una mañana a las diez, abriendo un solo ojo. La historia es de Mario Beneditti, de su cuento “José Nomás”; el recado de un hombre enamorado de una mujer que ni siquiera lo conoce. Pero le ha lanzado el desafío. Tremendo. También el desafío. Así mismo Jesús.
Tras la multiplicación de los panes y de los peces, ingratamente olvidados, la gente que comió busca coronar a Jesús como rey. Jesús huye al monte, el solo. Al atardecer, los discípulos se embarcan hacia Cafarnaúm, en la otra orilla. La noche cae, el viento sopla fuerte y el mar se agita. Es lógico suponer que sientan miedo. Pero lo curioso es que los discípulos sientan miedo a la vista de Jesús, que se acerca a ellos caminando sobre el agua, porque piensan que se trata de un fantasma. Jesús grita: “¡Yo soy! No teman” Querían subirlo a la barca, pero entonces la barca tocó tierra. Al día siguiente, en la sinagoga de Cafarnaúm, Jesús debatirá el sentido del signo de los panes multiplicados. Increpará primero a la multitud que lo ha seguido y que se había saciado, porque no lo buscaban a él, sino al pan con que se habían satisfecho el día anterior. Después debatirá con los judíos y al final confrontará a sus discípulos más cercanos.
Entre el signo del pan y los debates y los discursos sobre el pan, intermedia, como perdida, como interpolada, la escena de Jesús caminando sobre el lago. Aparentemente no tiene nada que ver, algunos dicen que el Discípulo Amado la dejó ahí porque viene siguiendo el esquema del evangelio de san Marcos; sin embargo, ahí están las claves para entenderlo todo.
Lorrie, la novia neoyorkina de Yoshie Watanabe, en Fractura, periodista de profesión, reflexiona sobre la situación que finalmente la llevó a la jubilación, la desaparición de los diarios impresos, la baja en las suscripciones aún en medios digitales. Porque “la gente ya no quiere pagar por la mejor información. Pueden gastar fortunas en esos aparatos donde la leer. Pero por lo que están leyendo, ni un centavo.” Es decir, poco a poco dejamos de bucear en lo profundo para quedarnos en un anodino flote en la superficie. Es triste. Vivimos días de apariencias y superficialidad. Y eso significa, por ejemplo, cuerpos espectaculares de cabezas vacías y corazones fríos. Jesús, en cambio, invita a la profundidad, a ir más allá. El mismo evangelio del Discípulo Amado nos invita a profundizar siempre más en nuestra experiencia de Dios en Jesús. A no perder de vista a Jesús ni a extraviarnos de tal manera que lo perdamos de vista.
Es común en la Iglesia, como en la sociedad, vivir en tensiones. A veces en la Iglesia, nos reprochamos unos a otros lo que hacemos. Algunos de ellos se dejan poseer por el Espíritu de Arjona, y echan en cara a los que oran: “La Biblia se resume en amor, anda ve y practícalo.” Y hemos llegado a casos extremos de curas y uno que otro obispo, que saca de su claustro a las monjas, cuya vocación es la oración y la contemplación porque, contagiados del utilitarismo de este mundo, piensan que lo que no produce algo no sirve. Y bajo buenas apariencias, como atender el comedor de los pobres o dar catecismo a los niños, las separan de su vocación, del amor al Señor, apagan la luz que ellas prometieron mantener encendida con el aceite de su fidelidad. Hay ocasiones en las que decimos que mucha misa y mucho rosario, pero no hacemos nada por los hermanos, por el prójimo, que nos hemos dejado alienar por el ritualismo y la liturgia y hemos perdido de vista la urgente caridad fraterna. Y nos dicen que no buscamos el Reino de Dios y su justicia.
En ocasiones, el reclamo es el contrario. Que hemos salido tanto a la lucha por la paz y la justicia, que nos hemos olvidado de Jesús; podríamos incluso formar un partido político de inspiración cristiana, limpio de corrupción y lleno de caridad. Pero sin Jesús, sin amor, sería eso, un partido político, no la Iglesia del Señor. A unos y a otros nos confronta Jesús a entrar en lo profundo del corazón y buscarlo, porque si no él no está, lo nuestro no tiene consistencia cristiana. Acongojada, se decía un día Mafalda: “Hoy me siento como una pacifista en guerra contra los que no quieren la paz…” Pareciera que Jesús se siente igual cuando lo perdemos a él de vista y del corazón. O quizá, como el admirador de Isabel Ríos, claramente nos diga: “Usted no me ha olvidado; usted me ignora.”
Son elocuentes las escenas finales de la película Jesús de Montreal, cuando después de la muerte del maestro, los actores varones de la compañía firmaron contrato con una empresa grande, algunos pensarían que es la historia de la Iglesia. Pero las mujeres se fueron al metro, al final de las escaleras eléctricas, a tocar; vivirán de los que les den por ello. Pero la música de sus flautas era para el maestro. Con su sonido, con su arte, con su desprenderse de todo para tocar, le dirán: Te amamos, te extrañamos, jamás te olvidaremos. Y esto también es la Iglesia. La que no puede perder a Jesús, porque no sabría lo que es el verdadero amor. En Océano Mar, de Alessandro Baricco, Plasson es un gran pintor. Tras su muerte, sus últimas obras son un conjunto de cuadros en blanco. Todos se llaman “El mar”. Sólo el profesor Bartleboom, hombre enamorado, dio con la clave: los olió, los lamió: Plasson pintaba el mar con agua de mar. El amor sólo se conoce amando y dejándose amar. El amor sabe a amor, huele a amor, tiene el color del amor. Y eso es Jesús.
La gran lección será buscarlo a Él, quererlo a Él, estar con Él; renunciar a manipularlo. Los discípulos en la barca querían subir a Jesús a bordo; pero no se trataba de subirlo, sino darse cuenta que estando con él, se alcanza la otra orilla. La de la allá, después de la muerte; pero también la otra orilla del corazón, del que habiendo conocido el amor, sabe amar a costa de todo y sabe esperar contra toda esperanza. Es en la otra orilla que decimos: no es el pan, es Jesús. O también, en realidad, Jesús es el pan que da la vida eterna, la vida verdadera, el sentido de la vida. Al final de los debates, escandalizados por la centralidad de Jesús, cuando muchos lo dejen, Jesús mismo lanzará el desafío a sus discípulos: ¿Ustedes también quieren dejarme? Dejarlo o serle fieles. Sólo no quiero que al final de mis días me diga: “Usted no me ha olvidado. Usted me ignora.”
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