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"No he sabido hablar de amor". Palabras de vida eterna

Juan 6,59-71

El 13 de febrero de 1999, Fernando Delgadillo dio un conciertazo en el Parque Naucalli. Se grabó ahí en vivo un álbum doble con lo mejor del mismo (un tercer volumen, que circuló de manera pirata, da a entender que “lo mejor” era mucho más amplio). Entonces tenía yo 21 años, y seguía fielmente la discografía de Fernando Delgadillo. Muchas de sus canciones hablan de amor, y como Dios es amor, no me resulta difícil orar con ellas, ¡hasta me parece difícil que puedan hablar algo que no sea Dios! Varias de las canciones de Delgadillo que más me gustan, me gustan más en la versión en vivo de Febrero 13 que la versión original; entre ellas, “Carta a Francia”. Empieza como a veces empiezo mi oración en mi rincón favorito de la capilla:

Desde el sitio en donde siempre estoy pensando en ti,
con mi eterna obstinación. 

En la canción, Delgadillo se lamenta y se pregunta:

Cómo tengo miedo de perder los pasos,
de extraviar en algún lado las promesas y los sueños.
¿Cuál será el mejor camino?
Todos dicen: éste sí te va a llevar.

Más adelante se replanteará la pregunta, a la luz de lo que diría su amada, a la que extraña y a quien dirige su voz:

¿Cuál será el mejor camino? 
Estoy seguro que dirías que tome aquél,
el que me lleve más lejos…

¿Quién duda que ésa sería también la respuesta de Jesús? Él es el Camino, y el camino que lleva más lejos. Aunque no sea el más fácil.

En “Carta a Francia”, Fernando Delgadillo habla de otras dos realidades. Por un lado, la ausencia de su amada, que se fue a Francia, a lo mejor a París, o a la mejor se perdió como yo y se fue a Toulouse. Y habla también de lo que siente cuando canta y no está seguro de lo que sienten, de lo que comprenden quienes asisten a sus conciertos:

Cada vez son muchos más los que se acercan;
la gente siempre aplaude, y temo tanto darme cuenta 
que tan sólo condesciendan con mi modo de mirar, 
sin saber a ciencia cierta si comparten lo que digo, 
si en verdad están conmigo, 
si conceden la importancia y el valor 
que les concedo yo también....

Quizá lo mismo haya sentido Jesús a la vista de la multitud que lo seguía porque habían comido hasta hartarse de los panes y los peces que había multiplicado. Como la gente que aplaude aunque no sepa por qué. También se preguntaría si en verdad lo habían comprendido, si en verdad comprendían el alcance de sus gestos y palabras. La reacción de los judíos, muestra que no. La reacción de sus discípulos, que tampoco. Que los judíos; es decir, los adversarios de Jesús en el cuarto evangelio, no comprendan, no sorprende. Que la gente que no te quiere y te pone obstáculos no te comprenda, no es ninguna sorpresa. Lo raro sería lo contrario. Pero que los discípulos que te tienen por Maestro se escandalicen y murmuren. Que tus amigos, que tu familia, no sólo no te tengan confianza, sino que te rechacen, y se alejen, eso sí duele. Y mucho. 

¿Qué les escandalizaba, que Jesús dijera que había bajado del cielo? O que afirmara, tajante, que sólo el que come su carne y bebe su sangre tiene vida eterna. ¿Que de verdad en la humanidad de aquel hombre se transparentara la verdad del amor de Dios? ¿Que nos invitara a recibir su amor en la manera en que Él quiso dárnoslo: al extremo de la cruz? ¿Que la noche previa a su muerte, la anticipara y la expresara en el gesto de partir el Pan y ponerlo a trozos en las manos de sus discípulos, y en el gesto de rebosar una copa de Vino y darla a los suyos? ¿Que nos sintamos impulsados a amar como Él, dándonos al extremo, partiéndonos como pan para los que tienen hambre y como vino para los que han perdido la alegría, la esperanza y las ganas de vivir?

No he sabido decir todo lo que pienso en ti,
ni he sabido hablar de amor. 

Así lo reconoce Fernando Delgadillo en su canción. A veces pienso que éstas son las palabras que me gustaría fueran puestas de epitafio en mi cripta. Como párroco, cuando las cosas no salen bien, cuando los grupos se dividen, cuando el evangelio no penetra ni cala en los corazones, en las familias, en las calles, examino lo que he hecho y, por supuesto, reconozco ante el Señor en la oración: “No he sabido decir todo lo que pienso en ti, ni he sabido hablar de amor.”

Un día, Mafalda preguntó a Susanita, que leía una revista: “Hola, Susanita. ¿Qué lees?” Le respondió: “Fotonovelas”. “¡Pero Susanita —le replicó Mafalda—; no podés llenarte la cabeza con esas estupideces! ¡En el mundo están pasando cosas importantes; cosas que de pronto cambian el destino de la humanidad!” Ofuscada, Susanita respondió: “¡No me lo recordés, tarada! ¿O por qué crees que leo fotonovelas?” A veces me pregunto, qué he dado a mis feligreses, qué hemos dado como Iglesia a los hijos de Dios, para que, teniendo a Jesús y al Evangelio, busquemos novenas y mandas que nos den seguridad; para que andemos cazando visiones y revelaciones mágicas que nos hablen de Dios. Qué hemos dado, qué hemos predicado que, en lugar de buscar el amor de su Padre, los hijos de Dios busquemos un amuleto; para que, en lugar de confiar en la fidelidad del amor de Dios, prefiramos la seguridad de un talismán; para que en lugar del Pan de Vida, acudamos por una especie de pata de conejo que nos libre de las desgracias. Y para que cuando vengan las desgracias, no seamos capaces de seguir confiando en el amor de Dios, y lo abandonemos gritando que ni era tan bueno, que ni valía la pena creer en Él, y que en una de ésas a lo mejor ni existe. 

No he sabido decir todo lo que pienso en ti, ni he sabido hablar de amor. Porque ni siquiera hemos aprendido a amar, por eso nos escandalizamos. Por eso, tachamos de asesina y criminal a la mujer que quiere abortar o ha abortado; porque si la amáramos como Jesús, lejos de tacharla, nos acercaríamos a ella con misericordia no para recordarle lo que hay en su vientre, sino con la compasión suficiente para comprender lo que hay en su corazón. Por eso, lejos de interesarnos por los pobres y los últimos, lejos de acoger a los marginados, a los diversos, a los distintos, les seguimos echando en cara la etiqueta de proscritos y los arrojamos al infierno de la humillación del que el amor de Dios quiere salvarlos. ¿Eso nos escandaliza?, probablemente esta sería la pregunta de Jesús, ¡si nos escandalizamos de recibir la comunión en la mano y bajo las dos especies!

El 1º de enero de 1893, desde Huitzuco, donde se encontraba dando misiones, el P. Vilaseca, nuestro Fundador, dirigió una carta a los misioneros josefinos. Pasaban los años, la aprobación de la Santa Sede no llegaba, y sus hijos desertaban, abandonaban el instituto. En la carta, les proponía fusionarse con otra congregación dedicada a san José, en los Estados Unidos. Les decía que les escribía “teniendo a la vista mis años, mis enfermedades y lo inútil que soy para formar a los que un día han de ocupar mi lugar para la dirección de ambos Institutos; y teniendo mucho temor de que todo el trabajo de más de veinte años desaparezca y quede reducido a nada lo que hemos hecho con tanta solicitud y pureza de intención.” Seguro que frente a su imagen de san José, que siempre llevaba consigo para dejar como recuerdo de la misión, pensó algo así como: “No he sabido decir todo lo que pienso en ti, ni he sabido hablar de amor.”

Por eso me gusta “Carta a Francia” en Febrero 13. Cuando Delgadillo se pregunta:

Cada vez son muchos más los que se acercan;
la gente siempre aplaude, y temo tanto darme cuenta 
que tan sólo condesciendan con mi modo de mirar, 
sin saber a ciencia cierta si comparten lo que digo, 
si en verdad están conmigo, 
si conceden la importancia y el valor 
que les concedo yo también....

Al fondo de la grabación, se escuchan las voces, primero de un muchacho, luego de una muchacha, que gritan, repetidamente, convencidamente: “¡Claro que sí, Fernando!” Es lo que me gusta de esta versión en vivo. Dos semanas más tarde de enviar su carta, cada uno de los josefinos respondió al P. Vilaseca su decisión de no fusionarse, le expresaron el compromiso de jugarse la vida con él, de ser sus hijos. En un caso y en otro se trata de la reacción de Simón Pedro: “Señor, ¿a quién iríamos? Tus palabras dan vida de verdad, y la dan para siempre.”

Bruno Bergeron es la voz narradora de la novela de la serie de Merlí. En la introducción, Bruno la dedica a Mina, la hija que no conoció a su padre. “Éramos como espadas clavadas en una pared de piedra. Y Merlí nos arrancó de la piedra y nos abrió los ojos.” Si eso dicen los adolescentes alumnos de su maestro de Filosofía, ¡qué no tendríamos que decir los discípulos de Jesús sobre nuestro Maestro! Que, lo mismo que la samaritana, éramos cántaros rotos, pero el amor de Jesús nos hizo portadores de agua viva. Que éramos como los novios de Caná, pobres que se tragaban la humillación de su pobreza, pero Jesús se hizo vino que corrió para que la fiesta no terminara y la alegría se desbordara. Que éramos como el paralítico que mendigaba la lástima de la gente junto a la piscina de Betesda, sino que nadie volteara a vernos. Que éramos los pobres, los proscritos, los humillados, los nadie. Hasta que vino Él a nosotros, nos abrió los ojos  y nos hizo saber y sentir que éramos hijos de Dios e hijos muy amados. 

Que fallaremos, seguramente. Que somos traidores como Judas y cobardes como Pedro, sin duda. Qué importa. Cada vez que eso suceda, el Señor Jesús nos llevará a un lugar a solas para preguntarnos como a Pedro: “Simón, hijo de Juan, me amas?” Como Simón, hijo de Juan le responderemos: “Señor, tú lo sabes todo, tú bien sabes lo mucho que te amo.”

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