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Difícil la "chilanga banda". El duro lenguaje de Jesús

Juan 6,1-59

¡Cuánto bien ha hecho el diccionario Larousse compilando y definiendo las palabras del español de México, particularmente en su variante chilanga! ¡Por fin la “Chilanga banda” de Café Tacuba dejará de ser una canción sonora, clara y comprensible únicamente para los aquí nacidos como vecinos de Tintán, y para los muy iniciados en las artes de nuestra noble lengua! 

            Ya chole, chango chilango,
            ¡qué chafa chamba te chutas!
            No checa andar de tacuche,
            ¡y chale con la charola!

            Tan choncho como una chinche,
            más chueco que la fayuca;
            con fusca y con cachiporra,
            te paso andar de guarura.

            Chambeando de chafirete
            me sobra chupe y pachanga.

Por no hablar, como leía ayer en un artículo de El País, de la manifiesta expresividad de la letra “ch”, que en paz no descansa, pues aunque la feneció la Academia de la Lengua, resucita en cada mentada de madre; y en cada madre que, indignada, sale al encuentro de su hijo en la madrugada para inquirirle dónde andaba, olvidándose que es hijo suyo para atribuírselo a la Malinche.

Cámara: De acuerdo, dice Larousse. Oso: nivel alto de vergüenza. Carnal: Hermano que no es hermano, pero que sí es hermano. Paro: Hacer un favor significativo. Ahorita: Ahora mismo, después, nunca, quién sabe. Quiensabecómo: Cuando la gente es bien así. Queca: Con queso o sin queso, fin de la discusión.

Falta nos hace también un Larousse joánico; es decir, un diccionario propio de lo que dice y no dice el cuarto evangelio; de lo que dice sin decir, de lo que evoca. Uno que nos aclare, por ejemplo, que “Juan” no es Juan, no al menos el hijo de Zebedeo, el hermano de Santiago, que por su apodo de “hijos del trueno” parece que eran de “pocas pulgas”, sino el Discípulo Amado; que el término “carne” que Jesús utiliza viene del griego “sarx”, que significa cadáver; que “permanecer” implica intimidad continua, fidelidad extrema, como el amor. Que “comer” no es comer, pero sí es comer, como la carnalidad de Larousse, sólo que no en clave de canibalismo, sino de vivir como Jesús y compartir su destino. 

Hace así mismo falta que el diccionario nos aclare que los verbos se conjugan. Hoy todo lo hemos reducido al presente, y yo brinco como Kisko en el carro cuando no veo un tope cada vez que utilizamos un adverbio de futuro con un verbo en presente: “Mañana desayuno temprano.” Y hay que reparar en los tiempos empleados por Jesús en su discusión con los judíos, a la vista de sus discípulos en la sinagoga de Cafarnaúm.

Todo comenzó con la multiplicación de los panes y de los peces, distribuidos entre quienes tenían hambre. Y sirvió de ocasión para que Jesús recordara la historia de su pueblo en el desierto en camino hacia la libertad, evocando la figura del maná a partir de la figura del pan. Después Jesús dio un paso más para poder ser comprendido: no es Moisés, sino su Padre quien da, no sólo quien dio en el pasado, sino quien da, hoy, en el presente el verdadero Pan del Cielo. Otro más: el Pan bajado del cielo está vivo y es Jesús. Lo cual pareció escandaloso, aunque el escándalo apenas venía. Jesús dio un paso más:  El Pan bajado del cielo para dar vida al mundo nos lo dará Él mismo, y será su propia carne. Así, en futuro. 

En la cronología narrativa del evangelio, para los cristianos de la comunidad del Discípulo Amado, todo quedaba claro desde el prólogo del Evangelio, en el cual se nos dijo que la Palabra se había hecho “carne”, y había plantado su tienda entre nosotros, evocando la tienda del encuentro, la tienda en la que descansaba el Arca de la Alianza y en la cual el pueblo percibía la presencia de Dios mientras caminaba por el desierto. Para los primeros cristianos, Dios cambió su tienda por la cruz, De manera escandalosa, loca y escandalosa, dirá san Pablo, Dios no sólo se hizo carne humana, sino carne muerta. “Vida” es palabra clave en el Cuarto Evangelio. Jesús vino para que tuviéramos vida, y la tuviéramos en abundancia. Pero “vida” no es sólo el nivel biológico de nuestra existencia, como bien saben las sufridas esposas mexicanas que dicen a sus esposos: “Ya contigo esto no es vida”. La vida sólo tiene sentido cuando se vive como Jesús, con el Espíritu de Jesús. Para que tuviéramos vida, eterna y de verdad, Jesús se entregó a la muerte en la cruz, llevando su amor hasta el extremo.

En síntesis, todo lo anterior significa, en la lógica del Evangelio, que Dios nos ha amado tanto, que ha tenido tanta compasión de nuestra hambre y de nuestra sed de vida, que en Jesús Él mismo se nos ha entregado como pan, como agua e incluso como vino. Que entendiendo su vida como pan, se entregó a la muerte en la cruz, poniendo su vida entera en nuestras manos como pan partido. Que en la cruz nos dio su Espíritu, su vida; que la comunicó en forma de agua y sangre brotadas de la carne abierta en su costado; agua en la que somos sumergidos, bautizados, para vivir como Él. Que a fuerza de repetir los gestos de partir el Pan y servir el Vino, aprendimos que en ellos lo que se nos comunica es el amor y la vida misma del Señor crucificado, pero vivo, resucitado. Que este amor permanece en nosotros, no diez o quince minutos, porque el amor no entiende de matemáticas, y sólo quiere saber de fidelidad.

Sin duda, un amor así es escandaloso. Desde el principio lo fue. Contemplar la carne de Dios en un crucificado fue escándalo para unos y locura para otros; contemplar a Dios muerto era escandaloso, el Dios eterno; contemplarlo ultimado entre los últimos, ajusticiado entre los injustos, era escándalo; asesinado como criminal, solidario de los excluidos, maldito con los malditos. Escándalo y locura. Pero así es el amor de Dios mostrado y entregado en Jesús. El que lo come, vive por él, comparte su vida, permanece en el amor de Dios, escandalosamente, hasta la locura, último con los últimos, solidario de los excluidos, maldito con los malditos,  contemplando en el rostro del Crucificado, en los rostros de los crucificados, el misericordioso rostro de Dios, lleno de gracia y de verdad. 

A Kisko, mi ahijado no le gusta el pescado. Un día, cuando tenía 5 años lo invité a comer, pero no sabía que habían preparado pescado. Traté de convencerlo de que era pollo. 
—¿Es pez?
—No, es pollo—, le respondí. Lo olió.
—Padrino, pero huele a pez.
—Es pollo, come—. Lo probó.
—Padrino, sabe a pez. 
—Es pollo. Come—. Oh fatalidad. Entonces entró el tío:
—Y ahora, ¡qué milagro que estás comiendo pescado!
Indignado, enchilado (enojado, con deseos de venganza, según Larousse), Kisko me volteó a ver como Mafalda a Guille su hermanito, cuando éste pedía a gritos más sopa.

Lo triste es confundir la Eucaristía, no ver en ella la carne y la sangre de Jesús, que dan vida eterna, sino un premio de buena conducta. Es escandaloso asumir que Jesús se da gratuitamente a quien tiene hambre de Él. Más escandaloso es pensar que se trata de una cuestión de dignidad y no de misericordia. Lo escandaloso es privar del pan a los que tienen hambre, y dar la comida a las vacas gordas. Dios nos ama escandalosamente, hasta la locura.

Los judíos permanecieron callados. Los discípulos se escandalizaron. Les pareció no difícil el lenguaje de Jesús, difícil “la chilanga banda”; a los discípulos les pareció duro, tremendamente duro el lenguaje del Señor. Escándalo y locura. Pero la Eucaristía de Jesús en la cruz, la Eucaristía de la Iglesia, es la sabiduría de Dios, la misma que ha edificado una casa, su casa, y en ella, Ella misma se nos ha servido como banquete. 

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