Jonás
3,1-5; Marcos 1,14-20
Dudé entre que fueran rojos o azules, mis lentes nuevos. Así que
me probé unos y me probé otros, mientras me lamentaba haber ido a la óptica
aprovechando las circunstancias en lugar de planear una visita invitando a
alguna de mis amigas sinceras, para que, literalmente, me dieran su punto de
vista. Pero ya estaba ahí, y los dos armazones me gustaban mucho. A ti qué te
parece, pregunté al joven que me amable y pacientemente me atendía. Entrenado
para su labor, me sugirió comprar los dos. Descartada esa posibilidad, me dijo
que el color rojo, color vino en realidad y quizá por eso se me hacían más
tentadores, transmitía autoridad, fuerza, lo cual me vendría bien si trabajaba
yo en una oficina y particularmente si era el jefe, como para dejar en claro
desde la primera impresión quién mandada. En cambio, los azules, dijo, son más
combinables, con un traje son serios, sin traje son casuales; y el color es muy
amigable. Probándome unos y otros me percaté que si me ponía los rojos tendía a
ponerme serio; en cambio, me veía con los azules y sonreía en automático. En
una fracción de mi segundo, asocié mi nombre, el segundo de mis nombres, al
color. Ángel más rojo, suena a diablo de pastorela; en cambio, piensas en
ángeles azules y te dan ganas de bailar. Y tomé jubiloso mi decisión.
Leo la narración de Jonás y la narración de Marcos, y me parece
que estoy frente al dilema de mis lentes. Por un lado, Jonás que huye al
llamado que Dios le hace para anunciar en Nínive, capital de Asiria, potencia
imperial de su tiempo, que su maldad había llegado hasta Dios y que éste los
destruiría. Como si Dios fuera el jefe airado, el Señor desoído y desobedecido,
que estaba a punto de ajustar cuentas con los asirios. Y Jonás no quería ir,
prefirió huir, pasó por el vientre de la ballena, y se negaba a ir, porque
tenía miedo que Dios se arrepintiera y los perdonara, como así fue. Desde el
rey hasta los animales, los ninivitas se vistieron con sacos de penitencia y se
cubrieron de ceniza. Dios los perdonó y Jonás se sintió molesto. Veía con los
lentes rojos.
En la misma línea estaba la predicación de Juan, el bautista, en
el desierto. A diferencia de Jonás y su desgano, Juan era vehemente,
categórico, expresivo. Juan predicaba un bautismo de conversión de los pecados,
una conversión que significaba arrepentimiento, porque Dios estaba cerca,
detrás de él venía ya uno que además del agua traería el Espíritu, y quizá Juan
pensara en el fuego purificador que todo lo arrasaría. Y la gente se arrepentía
de sus pecados y se bautizaba y se quedaba con su miedo, aguardando la llegada
del Mesías. Juan y la gente veían con los lentes rojos.
Entonces llegó Jesús. Vino de Galilea al Jordán, en el desierto,
escuchó a Juan, vio a su pueblo, seguro sintió compasión por todos ellos, le
habrá dolido el miedo de su gente, se acercaría a Juan, para conocerlo mejor,
para comprenderlo mejor, se bautizaría como uno más, pero como ninguno hasta
entonces escucharía la voz del Padre que le declaraba su amor y el orgullo que
sentía por Él; como ningún otro experimentó la presencia del Espíritu de Dios
que descendía sobre Él, no con la furia del fuego que todo lo devora, sino con
la ternura de una paloma, símbolo de amor y reconciliación. Impulsado por
Espíritu fue al desierto donde luchó contra las tentaciones, donde se enfrentó
con lo profundo y lo frágil de nuestra condición humana y, habiendo vencido,
arrestado Juan, se dirigió no a Jerusalén y su templo, sino a Galilea, a su
Galilea, a la tierra fronteriza donde había crecido para predicar que el tiempo
se había cumplido y el Reino de Dios estaba llegando, y exhortando a la
conversión, no simplemente al arrepentimiento de los pecados. Lo suyo iba más
allá.
El cambio al que llama Jesús no está basado en el miedo, o en la
posibilidad de castigo, sino en la Buena Noticia del amor de Dios, de su
reinado que está llegando, que está ya cerca, tan cerca como Jesús mismo, tan
cerca como tomar con ternura a la suegra anciana de Simón y devolverle las
ganas de vivir: tan cerca como tocar con cariño al leproso y curarlo haciéndole
sentir que Dios lo ama; tan cerca como expulsar a los demonios que tenían
arrinconado en el cementerio al hombre de Gerasa, tan cerca como para comer con
los pecadores y respetar a las mujeres; tan cerca que hasta un soldado de Roma
pudo reconocerlo clavado en la cruz.
Tan cerca para que lo sintamos vivo entre nosotros, en nuestras
propias Galileas, ahí donde nos ganamos la vida; donde reímos y lloramos; donde
nos quejamos y donde hacemos fiesta; donde sufrimos la partida de nuestros
muertos; donde esperamos la llegada del sol y de la justicia; donde jugamos con
nuestros niños y descubrimos que sus sonrisas lo valen todo. Tan cerca para que
descubramos su entrañable amor de madre, la tranquilizadora protección de su
corazón de Padre; tan cerca para que nos demos cuenta que no viene a perdernos
sino a salvarnos, no condenarnos, sino a reconciliarnos con Él, no a
destruirnos, sino a darnos vida en plenitud.
Tan cerca que puede pasar junto a nosotros y vernos. El ojo que
ves, escribía Machado, no es ojo porque tú lo veas, es ojo porque te ve. Jesús
caminó por nuestra historia. Llamó a Pedro y a su hermano Andrés, y más tarde a
Juan y a su hermano Santiago. Unos y otros lo dejaron todo por seguir a Jesús,
por caminar detrás de él. Dejaron sus barcas y sus redes, y dejaron también a
sus padres. Lo que no dejaron fue su fraternidad. Dejarlo todo y seguir a Jesús
parece decir que una vez que se conoce a Jesús se dejan atrás los viejos
esquemas de familia vertical y patriarcal, para vivir sólo de la fraternidad.
No es que Jesús y los suyos vivieran de pedir limosna, vivían de la
fraternidad, creían en ella. Adonde entraban, sabían que los recibían hermanos
que los trataban como a tales. Así es como llega el Reino de Dios, como amor
que salva y construye familias de iguales. Ojalá todos lo viéramos con
claridad. Porque yo no voy a prestar mis lentes nuevos.
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