Juan 1,35-42
El pequeño Max vivía en Los Ángeles y buscaba al gran Zabattini,
famoso mago de la infancia de su padre, para que realizara su conjuro de “amor
eterno”. Supo de él cuando su padre finalmente se fue de la casa, un día en
que, al volver de la escuela vio en su casa mexicanos por todas partes. Max,
impotente, frustrado, enfurecido, salió de casa, bajó corriendo los escalones
de la entrada y se tropezó con una de las cajas de mudanza, cuyo contenido se
esparció en el jardín. Fue entonces que vio sobre el pasto un disco de acetato
en cuya portada leyó: El gran Zabattini.
Sus mejores trucos. Le llamó la atención la lista de los trucos que venía
al reverso de la cubierta de cartón, y al final de la misma, tras “Los milagros
del faquir” y “La magia de los sapos”, “El conjuro de amor eterno”. Una leve
esperanza brilló en la desolada noche de su corazón. Si conocía el conjuro, si
podía repetirlo, pronunciarlo en voz alta, palabra por palabra, entonces sus padres
volverían a amarse, ahora con amor eterno, ya no se divorciarían y su padre
volvería a casa.
Así que Max se puso en búsqueda. Primero buscó algunos datos
mínimos, quiso saber quién era el gran Zabattini, supo que era judío igual que
él y su familia; supo que sería ya un hombre mayor y estaría retirado. Después
tuvo que buscar en el garaje de su casa un “tocadiscos”, para entonces pasado
de moda. Lo llevó a su cuarto, estudió el funcionamiento del aparato hecho a un
lado por el avance de la tecnología, para descubrir, con perplejidad primero y
con conmoción después, que el disco estaba rayado justo cuando el gran
Zabattini estaba por pronunciar el conjuro de amor eterno. Entonces Max tomó la
decisión: Si quería conocer el conjuro de amor eterno, tenía que buscar a
Zabattini en persona. La historia de su búsqueda la cuenta Emanuel Bergmann, en
su novela El truco.
Siempre andamos buscando, parece que es parte de nuestra
naturaleza y de nuestra historia. Desde que salimos de África a recorrer el
mundo y cruzamos Europa y el estrecho de Bering, siempre hemos estado buscando:
hierbas y frutos para comer, animales para la caza, ríos para la sed, leña para
el fuego, y un rincón de cueva para guarescerse de la lluvia y de la noche. Sobreviviente
de la brutal inhumanidad de los campos nazis de concentración, otro célebre
judío, el Dr. Víktor Frankl comprendió que con todo, la vida tiene sentido, si
sabemos buscarlo.
Las palabras de Jesús nos confrontan con esta realidad: “¿Qué
buscan?” Es una pregunta que me gusta hacer en los bautismos, a los papás y a
los padrinos. El mismo rito del bautismo incluye al inicio la pregunta, “¿qué
piden?” Y más de alguno me lanza una lista de sanas ambiciones y buenos deseos:
que el niño esté bien, que crezca fuerte y sano, que le vaya bien en la vida,
que no le falte nada, que se case con una persona que lo quiera y lo respete,
que tenga una bonita familia, una ancianidad tranquila y una muerte feliz. Es
una realidad: hay cristianos para los cuales Cristo no es la prioridad; hay
seguidores de Jesús para los cuales Jesús no es el Señor ni el Maestro, porque
siguen otros reinos y aprenden valores distintos que los llevan por la vida
buscando un sentido que al final no era tal: ni el éxito, ni el prestigio ni el
poder ni el dinero; y creo que ni siquiera el amor ni la libertad cuando sólo
las escribimos en minúsculas.
Qué buscan. Es una pregunta que suelo tener de fondo en la mente y
en el corazón cuando entrevisto a las parejas que se quieren casar por la
Iglesia. También es una pregunta que solía hacerme cuando trabajaba en la casa
de formación en Guadalajara, y veía a los jóvenes cuando comían, cuando
jugaban, cuando estaban en clase, cuando estaban en la capilla. Qué buscan. Es
bueno el ejercicio de la confrontación. Yo mismo he tenido que hacerme la
pregunta de vez en cuando: qué busco.
Quizá por miedo, por la incertidumbre de lo desconocido y la
nostalgia de lo que dejaron, atrás los discípulos de Juan que abandonaron a su
maestro para seguir a Jesús no se atrevieron a dar directamente la respuesta y
prefirieron dar un rodeo: ¿Dónde vives, Maestro? Y como fueron con Él, vieron
dónde vivía y se quedaron con Él, se hace patente la verdadera respuesta: lo
buscaban a Él.
Buscar a Jesús. Ya tengo mi Guía de Tierra Santa, misma que por
$590 pone en mis manos Israel, Palestina, Sinaí y Jordania desde la historia,
la arqueología y la Biblia. Una ganga, sobre todo si se compara con lo que puede
salir el viaje en su conjunto. Pero quienes van a Tierra no van en búsqueda de
historia ni de arqueología ni de Biblias. Van a buscar a Jesús. Al Jesús de la
historia; al Jesús de quien encontramos los escenarios de su paso en la
historia gracias a la arqueología; al Cristo de la fe cuya memoria guarda la
Escritura. Pero a Jesús. Algunos van de turistas, otros van de historiadores,
algunos van de supersticiosos y, por supuesto, no faltan los que van a hacer
negocio, Pero creo en el fondo de su corazón, la mayor parte de los peregrinos
cristianos buscan a Jesús. Sobre la tierra que pisó, en el mar donde pescó, a
la orilla del lago donde llamó a sus primeros discípulos, en el monte donde fue
crucificado y en la piedra donde reposó su cuerpo, buscamos a Jesús.
Con lo fuerte que suena, ya sea en Tierra Santa, en la iglesia de
la colonia o en el pequeño altar casero, muchos buscamos un milagro. Ojalá que
primero busquemos a Jesús. Cuando celebramos la Eucaristía y entran personas a
rezar frente a una imagen, y pasan de largo sin atender a la Palabra ni a la
celebración; cuando veo que ni siquiera detienen un momento la mirada sobre el
altar, no puedo evitar preguntarme “qué buscan”. Y no me parece que busquen a
Jesús. Un día dijo Mafalda a Miguelito: “Bueno… ¡ha llegado el invierno!”
Pensativo, volteando a un lado y al otro, le respondió: “¿Hay que tratarlo de
usted?” Hay cristianos que no saben tratar a Jesús, que no saben hablar con
Jesús, mucho menos saben hablar de Jesús. Paganos bautizados, los llama
Benjamín Bravo.
Sé que un día Jesús mismo pidió a sus discípulos: “Busquen primero
el Reino de Dios y su justicia, lo demás se les dará por añadidura”. Pero para
ser cristianos de verdad, para ser verdaderos discípulos del Señor, hay que
buscarlo también a Él, primeramente y junto con el Reino, del cual es testigo
(mártir en griego), servidor y profeta. Porque si no buscamos a Jesús entre los
que tienen hambre, y sólo buscamos destruir el hambre, quizá al final sólo
hallemos cansancio y vaciedad en el corazón; vaciedad que buscará llenarse de
reconocimientos personales. Quienes se casan tienen que primero buscar a Jesús
en el matrimonio, porque si no lo buscan a Él, lo que pueden hallar es la
rutina y quizá hasta una bonita vida de pareja y de familia, pero si no buscan
a Jesús y no lo hacen presente en el amor, en la inclusión, en el servicio y en
la oración, no viven cristianamente su matrimonio.
Hay quienes en el dolor, en la enfermedad, en la soledad, en la
adversidad o en la vejez buscan un milagro y se aferran desesperadamente a esta
posibilidad. Es lógico y comprensible. Pero quienes primero buscan a Jesús, aun
en el dolor, en la enfermedad, en la soledad, en la adversidad y en la vejez,
si buscan a Jesús, viendo la Cruz ven dónde vive, y deciden quedarse con Él,
ahí mismo en la Cruz, aunque no venga el milagro, encuentran la paz y la esperanza
cierta de una vida plena.
Todos los días, de Centroamérica y de nuestro país, mujeres y
hombres salen a buscar una vida digna de tal nombre en el ideal del sueño
americano, y cruzan México y cruzan la frontera; y en su camino, encuentran
calor, frío, lluvia, hambre, sed, violencia, abusos sexuales, secuestros y no
pocas veces la muerte. Muchos a su paso encuentran también manos que ofrecen
comida caliente; hogares que ofrecen algunas noches de hospedaje; y corazones
que saben escuchar y comprender. Unos y otros, los que caminan y los que ayudan,
encuentran a Jesús si lo buscan. Algunos buscando la justicia se han topado con
el horror y se han encontrado la muerte. Pero quienes buscando la justicia
buscan a Jesús, quienes comprometiéndose con la verdad y con la justicia han
encontrado la muerte, detrás de ella se han encontrado con Jesús, el Señor
resucitado y desclavado de la Cruz. Porque desde siempre estuvieron buscando
los signos de su presencia y la paz de su mirada. Porque desde que en su
corazón resonaron las inquietantes y cuestionadoras palabras del Maestro “¿qué
buscan?”, le respondieron al punto “¿dónde vives?, se pusieron en camino,
vieron dónde vivía y se quedaron con Él.
Para nosotros, la vida tiene sentido en Jesús: cuando lo buscamos
y nos quedamos con Él; cuando vivimos con Él y como Él; cuando con Él y como Él
transparentamos el infinito y misericordioso amor de Dios. Y estoy seguro: los
que tienen en los labios el nombre del Maestro, los que no vacilan en
pronunciar el nombre de Jesús, el Señor cada vez que resuena la pregunta “¡qué
buscan!”, los que buscan a Jesús y se quedan con Él, tienen en Jesús el amor
eterno sin necesidad de ningún conjuro.
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