Mateo 2,1-12
Tengo en el librero de mi oficina una muy bonita y bien hechecita gárgola
de resina, que compré en París (tuve el cuidado de que no fuera una baratija made in China), luego de mi visita a la
célebre Catedral de Notre Dame, al frente de cuyo altar mayor se suicidó el 11
de febrero de 1931 Antonieta Rivas Mercado, con la pistola de José Vasconcelos.
Antonieta era hija del Arquitecto Antonio Rivas Mercado, autor del monumento
que Porfirio Díaz mandó levantar para celebrar el primer centenario de la
independencia de nuestra Patria, una victoria alada a la que el arquitecto
disgustaba enormemente que la llamaran “el ángel”. Exactamente cien años antes
del suicidio de Antonieta, el escritor Víctor Hugo visitaba las torres de la
misma Catedral de Notre Dame, y en un rincón oscuro de una de ellas, encontró
grabada, en letras griegas de mano medieval, la palabra ‘AN’ARKE.
Interrogándose sobre el alma atormentada que había dejado allí esa marca,
desaparecida más tarde, con las torres y los campanarios como escenarios de
piedra y madera que han sobrevivido al paso del tiempo, Víctor Hugo escribió la
historia de Esmeralda y Quasimodo, que en la narración de su novela comienza el
6 de enero de 1482, día de la fiesta de los Reyes y de la fiesta de los locos.
En la novela de Víctor Hugo se trata de dos fiestas distintas
celebradas el mismo día, pero en la realidad pareciera que se trata de una
misma fiesta: la fiesta de los locos. Por donde se vea. Litúrgicamente es la
fiesta de la Epifanía o manifestación del Señor. Hay personas que se empeñan
neciamente en demostrar la inexistencia de Dios; hay personas que se empeñan en
demostrarla. Dios no se demuestra. Lo mismo que a los niños no les importa
demostrar la existencia de los Reyes Magos sino que creen en ellos por los
regalos que reciben, nosotros creemos en Dios por los regalos que continuamente
nos ofrece. Más aún, Dios se revela dándose; dándose en Jesús, como niño débil
y vulnerable en los brazos de María y de José. Dios se revela en Jesús, que por
amor se da como pan y vino a los que tienen hambre y sed; Dios se revela en
Jesús, que en el extremo del amor se entrega, se da enteramente en la cruz.
Parece cosa de locos, pero es el evangelio.
Es también la fiesta de los reyes magos, aunque en realidad el
texto bíblico habla de hombres sabios que, como ha dicho el Papa Francisco,
levantan la mirada, se ponen en camino siguiendo una estrella aunque luego se
les pierda, y ofrecen regalos. Levantar la mirada al cielo, creer y confiar en
Dios, ponerse en camino por la vida y por la historia y dar regalos en un
tiempo en que la moda es sentarse, aislarse, bajar la mirada a la pantalla del
celular, y ganar más que los demás; más aún, ganar a los demás, tener más que
los demás, parece cosa de locos. Pensar en los demás no está de moda. Pero quienes lo hacen, encuentran a Jesús y ven colmados todos sus
anhelos. Parece cosa de locos, pero es el Evangelio.
Venir al templo, estar en el templo; conocer las Escrituras, interpretar las Escrituras, pero no levantar la mirada y no ponerse en camino hacia Jesús en los pequeños, en los débiles y en los pobres, como hicieron los sacerdotes de Jerusalén, es necedad, una paradójica “sin razón”. Aferrarse al poder y no al servicio, disponer de la vida de los demás, ocupar el lugar que sólo corresponde a Dios, buscar y mantener un reino distinto al reino de Dios, es necedad, y muy peligrosa. La historia ha conocido muchos ejemplos, lo mismo pasa en las familias, cuando los padres quieren decidir la vida de sus hijos.
Es también fiesta de María y de José. Los magos no encuentran en
Belén al esposo de María. No es que estuviera fuera de casa trabajando. En la
simbólica de aquel tiempo, sólo había un rey, y si el padre vive, el padre es
el rey, y el hijo tiene el derecho a la sucesión en el trono, pero no es el
rey. La ausencia de José es el reconocimiento de la realeza de su hijo; José acepta que el rey es Jesús, no él.
Hacerse a un lado, ocultarse, irse al rincón de una sombra, conformarse con el
segundo lugar en un tiempo en el que todo mundo quiere el primer lugar, estar
bajo los reflectores en el centro del escenario, tener la última palabra,
hacerse a un lado y callar como hizo José, parece cosa de locos, pero es el
Evangelio.
El relato no habla de tres sabios, mucho menos nos comunica sus
nombres; habla, sí, de tres regalos: oro, incienso y mirra. La tradición de la
Iglesia ha interpretado que el oro es el tributo debido al Rey; el incienso, el
regalo para honrar a Dios; y la mirra, que se unta para curar heridas, la
ofrenda para el ser humano. Es decir, los Padres de la Iglesia leen los dones
de los sabios en clave cristológica: a un mismo tiempo, Jesús es verdadero rey,
verdadero Dios y verdadero hombre.
Pero los dones pueden también hablar de nosotros mismos, si
aprendemos de Dios, de Jesús mismo y de sus padres, María y José, si aprendemos
como ellos a honrar a Dios dándonos como ofrenda a Él y a los demás. Dándonos
como oro que probado su valor en el crisol, como oro valioso probado en el
fuego de la adversidad y de la fidelidad, como el oro, lo más valioso de
nosotros mismos, que se ha probado en el fuego de la caridad, ahí donde otros
se desesperan y se quiebran, en el dolor, en la incomprensión, en la caridad
llevada al extremo sin límites ni condiciones. Parece cosa de locos, pero es el
Evangelio.
El incienso se quema en la presencia del Señor. Algunos dicen que
orar no tiene sentido, que no sirve, que es pérdida de tiempo, tiempo “quemado”
sin sentido; que Dios no existe y, si existe, no es bueno; y si es bueno, no es
poderoso, porque no evita el mal, el pecado y la muerte. Pero el incienso se
quema para honrar a Dios, no para denigrarlo, y aunque parezca tiempo quemado y
perdido, hay que honrar al Señor en la oración, hay que aprender a darnos a
Dios en la oración quemarnos como el incienso en su presencia. Jesús pasaba
noches enteras en diálogo de amor con su Padre. Parece cosa de locos, pero es
el Evangelio.
La mirra de los sabios cura heridas, algunas lo toman como té para
las amarguras. Los Padres de la Iglesia
decían que es la ofrenda que anticipa la Pasión y muerte de Jesús en la cruz.
Hay que aprender a darnos a Dios en la humanidad herida y humillada, violentada
y aun asesinada. No parece redituable, pero el Señor nos invita a reconocerlo
en los pobres y en los enfermos, en los proscritos y en los marginados, en los
débiles y en los que están en la cárcel, en los que tienen hambre y sed y están
desnudos. Darse a Dios y a la humanidad como mirra que se unta significa hacer que
el corazón sienta y lata al ritmo de la compasión, que los pies caminen y las
manos trabajen al ritmo de la misericordia, como Jesús, como María, como José,
como Dios mismo. Parece cosa de locos, pero es el Evangelio.
Amar
como ellos, como Jesús, como María, como José, como los magos, como Dios. Y
celebrarlos. Parece cosa de locos. Pero es el Evangelio
Comentarios
Publicar un comentario