Juan 1,6-8.19-28
“Tengo una adivinanza”, dijo Felipito a Mafalda y Susanita.
“Veamos”, dijeron ellas. “Una señora…”, decía Felipe, cuando Susanita lo
interrumpió: “¡LA LUNA!”. Airado, Felipe le reprochó: “¡Vos lo sabías, pero
ella no! ¿No podías callarte?” “¿Para qué?”, se defendió Susanita, “tarde o
temprano alguien le hubiera venido con el chisme.”
Según lo que cuenta la narración del cuarto evangelio, alguien fue
con el chisme a Jerusalén. Hasta la capital del país llegaron las noticias de un hombre
llamado Juan, que en el desierto predicaba el arrepentimiento de los pecados, y
la llegada inminente del juicio de Dios. La élite de Jerusalén envió a
sacerdotes y levitas a investigar. Algunos esperaban que Juan fuera el Mesías;
Elías, que había de volver; o el profeta prometido por Moisés. Le preguntaron insistentemente: quién eres, qué dices de ti mismo. Pero Juan rechazó una y
otra vez cualquiera de estas identidades.
Más todavía. Desde los primeros versículos del Evangelio del
Discípulo Amado, desde el prólogo, cuya función es la misma que en la película de Coco tiene la historia que se nos cuenta a través de la voz y los
papeles picados del inicio, se nos ha hecho saber que Jesús es la Palabra de Dios
que desde la eternidad vive junto a Dios y que es Dios mismo; que Él es la luz y la vida. E
inmediatamente damos un salto desde la eternidad de Dios a nuestra historia,
con la aparición de Juan, que bautizaba en el desierto, en las aguas del
Jordán. Y se nos aclara que Juan no era la luz, sino testigo de la luz.
Así que cuando vemos a Juan declarando esto mismo, que él no era
la luz, sino testigo de la luz, no nos sorprende. Lo que sí llama la atención
es que a pesar de la actividad de Juan, a Juan en este cuarto evangelio no se
le llama “bautista”. Él se entiende y se presenta exclusivamente en relación
con Jesús: “Yo soy testigo de la luz”, “hay uno que viene detrás de mí, que se
pondrá delante de mí porque existe antes que yo”. Lo mismo tendría que ser con
cada uno de los bautizados. Todos tendríamos que vernos al espejo y
preguntarnos a nosotros mismos quiénes somos, qué decimos de nosotros mismos.
Como bautizados, cualquiera que sea la respuesta que demos, sólo merece ser
pronunciada en voz alta si en ella se incluye el nombre del Señor: somos los
amados de Jesús, los amigos de Jesús, los discípulos de Jesús, los que Jesús ha
invitado a compartir con Él la mesa del Reino. Yo, como Juan, aspiro a decir
que soy testigo de la Luz y, aunque indigno de desatar las correas de las
sandalias del Señor, espero me permita hacerlo, como amigo del Esposo que
quiere disfrutar con Él la fiesta de la vida plena.
Para el tercer domingo de Adviento, la liturgia propone el rosa
como el color del día. La casulla en la parroquia es de un bellísimo rosa
mexicano, pero de la cual hace unos días me han dicho que parece bolsa de
Liverpool. ¡Ya quisiera Liverpool ser parte de mi parte de mi vida! Pero mi
vida toda es de Jesús y de su reino; porque me gozo de la amistad con Jesús,
que en la noche de la Última Cena declaró que nadie tiene amor más grande que
aquél que da la vida por sus amigas. Y Jesús me llamó amigo; me amó y murió por
mí. No es Telcel nuestro amigo. Tampoco Sears nos entiende; sólo el Señor, que
es misericordia infinita, por eso nos entiende, nos comprende, nos reconcilia
con Él. Cuando han preguntado al Papa Francisco quién es él, responde: un
pecador que ha sido visto con misericordia por Dios. Yo diría lo mismo de mí.
Cualquiera podría decirlo, y difícilmente alguien podría decirlo de mejor
manera.
En mis incursiones por la Biblioteca del Centro de Estudios
Josefinos de México encontré una irreverente pero tentadora novela: Noche sin paz, del estadounidense Seth
Grahame-Smith. La trama gira en torno a la idea de que los reyes magos o sabios
de oriente eran en realidad peligrosos criminales que astutamente lograron
escapar de la cárcel de Herodes disfrazados de sacerdotes. Al huir, se encontraron con María y José y el
Niño recién nacido, pero no creyeron la historia de que el pequeño fuera el
mesías, así que luego de reírse de ellos y descansar un poco, continuaron con
su huida. Pero mientras iban de camino viendo la furia homicida de los soldados
de Herodes contra los niños de Belén, dudaron y decidieron regresar al establo
donde José escondía al Niño. Hasta ahí voy. Pero hasta ahí la historia podría ser una
parábola de nuestra vida. Sin importar el pasado, nuestra vida queda marcada,
nuestra historia merece ser contada sólo por y desde ese instante en que
decidimos volvernos a Jesús y ponernos a sus pies.
El pasado jueves fue nuestra última noche de adoración del año en
la parroquia. Justamente cantamos “No hay lugar más alto, más grande, que estar
a tus pies.” Y es verdad. A los pies del Señor sabemos quiénes somos, por qué y
para quién vivimos. Nuestras preguntas e inquietudes siempre son muchas y
variadas. Pero si en todas ellas nos sabemos, nos experimentamos a los pies del
Señor; si nos sabemos y nos experimentamos amigos de Jesús, sea cual sea la
respuesta a nuestras dudas, seguro podremos recuperar la paz, descansar y hasta
soñar.
Con la generosidad y el cariño de toda la comunidad parroquial,
esta mañana logramos un sueño que hace algunos años parecía muy difícil: lograr
la restauración de la Capilla del Sagrado Corazón, donde está el sagrario para
la reserva eucarística, el Santísimo Sacramento. Los restauradores me
sugirieron colocar una placa conmemorativa en homenaje a la feligresía. Me
encantó la idea. Me da pena que se haya colocado también mi nombre. Lo único
bueno de ello es saber que esa placa será una imagen del anhelo de mi vida:
estar siempre frente al Señor, cara a cara pero a sus pies. El día que concluyó
la restauración, estuve en la capilla de la comunidad religiosa dando gracias
por ello. Escuché ahí el Magníficat, en la versión de Kairoi; la canté con emoción.
Y lo que son las cosas, el Magníficat, el canto de María, ocupa el lugar del
salmo en la Eucaristía de este domingo. Así que creo que si alguien me
preguntara en este momento qué digo de mí mismo, digo que soy un pecador visto
por Jesús con misericordia, uno cuyo corazón proclama la grandeza de Dios; uno
cuyo espíritu se alegra en Jesús, su Salvador, porque ha mirado la pequeñez de
su siervo. Y digo que si las generaciones venideras me llamarán feliz, que sea
simplemente porque Dios me amó y Jesús me llamó “amigo”.
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