Juan 1,1-18
“Hemos visto su gloria”. Ésta es la frase, dicen los sitios de
noticias, que tiene la tarjeta de navidad que este año ha enviado el Papa
Francisco. Por supuesto, que yo no he recibido aún la mía, y dudo siquiera que
haya sido enviada. Pero si es emocionante recibir una tarjeta del Papa, leer su
mensaje y guardarla para perpetua memoria, ¡mucho más tiene que serlo el regalo
que Dios mismo nos ha dado con el nacimiento de su Hijo!
No es sin más su Hijo. Es mucho lo que el prólogo de la narración
del cuarto evangelio nos dice sobre el Hijo de Dios y sólo se asimila poco a
poco. En primer lugar, que es la Palabra, el mensaje de Dios. Pero también es
la lógica de Dios; el texto griego original habla del Logo de Dios, la misma palabra,
o mejor dicho raíz, que nos enseñaron varios de nuestros maestros de secundaria
y preparatoria el primer día de clases para introducirnos a su materia,
explicándonos que su materia, por ejemplo la biología, que proviene de “bios”,
vida; y de “logos”, ciencia; la ciencia de la vida, y ya está, con eso sabíamos
de qué estaría tratando la materia. Una curiosidad bonita e innecesaria, porque
de entrada ya sabíamos que a la clase de biología no iríamos a leer el Quijote.
Ciencia o lógica para nuestros respetados maestros, no parece que
sea tan sencillo a la hora de hablar de Jesús, tanto que Dietrich Bonhoeffer,
teólogo alemán que conspiró contra el régimen, inspirado por el Evangelio y
movido por su conciencia cristiana, habla de Jesús más bien como el antilogos
humano, es decir, una lógica o una ciencia diametralmente distinta a la nuestra,
herida por el pecado. Por ello, frente a la Palabra sólo cabe preguntar una y
otra vez: ¿quién eres? La respuesta del cuarto evangelio es contundente: la
Palabra estaba junto a Dios y era Dios.
Se nos ha dicho que por medio de esta Palabra todo ha sido hecho.
Es decir, Dios lo ha creado todo por el poder de su Palabra. En el Génesis así
lo leemos, que Dios dijo: “¡hágase!”, y se hizo. De ahí que algunos prefieran traducir
Logos no por Palabra, sino por Verbo, que implica acción, y conjugación en
presente pasado y futuro, sabiendo, embargo, que Jesucristo es el mismo ayer,
hoy y siempre.
Se nos dice que la Palabra es Vida
y es también Luz, Luz que brilla en las tinieblas y que las tinieblas no
la vencieron. Hay en esta simbología una alusión al Imperio de Roma, que
crucificó a Jesús y persiguió a los primeros cristianos, pero el triunfo final
ha sido de nuestro Dios, de su Palabra, de su Luz y de su Vida. Y aunque la
antigua Roma desapareció, los imperios deshumanizadores siguen existiendo y
seduciéndonos con su oscuridad. Por algo el Papa Francisco ha insistido una y
otra vez en sus alertas contra el consumismo, que nos esclaviza y a través del
cual somos controlados y, en último término, deshumanizados.
La Palabra vino a los suyos, dice el evangelio, y los suyos no la
recibieron. Parece triste e inexplicable. Y es triste, pero no incomprensible,
porque el Dios que nos ha hecho libres no viene a destruir sino a fortalecer
nuestra libertad, aunque para ello pague el precio de Él mismo no ser
comprendido ni acogido.
Con todo, lo más rico y lo más bello que se nos ha dado en la
Palabra, en la Luz, es el llegar a ser nosotros mismos hijos de Dios. Lo mismo
que Jesús. Y aunque a lo largo de la historia de la Iglesia ha habido tremendas
discusiones sobre esta parte de la narración, puesto que algunos insistían en
corregir el texto y ponerlo en singular pues decían que se refería sólo a
Jesús, ha prevalecido la opinión más probable del texto en plural. Quienes
hemos recibido a Jesús, la Luz, la Palabra, Dios nos ha concedido ser hijos suyos.
Y de nosotros, los que acogemos a Jesús, se dice que no nacimos de la carne ni
de la sangre, ni por deseo de los hombres, sino que hemos sido engendrados por
Dios. Ser hijos de Dios, como Jesús. Ser hijos amados, como Jesús. Poder ser
Luz como Jesús, y como Jesús, poder ser Palabra de bendición y misericordia en
la historia. Y como Jesús, poder ser rechazados. No es poco, ¡lo es todo!
Esto supone estar conscientes de que nuestra vida tiene dos
dimensiones: la biológica y la espiritual. Y no estoy hablando de la dualidad
del cuerpo y del alma, y caer en el lugar común de antaño de decir que lo
importante es el alma, y que el cuerpo como quiera se irá la tumba. No podría
decir eso en un tiempo donde hay un gimnasio cada dos cuadras, más los spas y
las clínicas de nutrición y estética. Me refiero al sentido de nuestra vida,
que no está en la vanidosa contemplación de sí misma, de uno mismo, sino en el
hacernos, como Jesús, expresión del amor y de la misericordia de Dios por su
pueblo. Hablo de la belleza no del cuerpo según nuestra lógica, sino de la
belleza de la persona según la antilógica de Dios. Hablo del ser Luz y Palabra
como el único camino de nuestra historia para lograr la trascendencia, para
alcanzar la eternidad. Y por eso, el miedo no ha de ser a la enfermedad o a la
muerte biológica, sino al egoísmo y a la frialdad, a la dureza del corazón, al
no ser significativo para nadie, al no ser buena noticia para el mundo mientras
vamos de camino por la historia.
Porque en esta historia somos caminantes y hemos de caminar. Pero
no caminamos solos ni sin sentido. En Jesús, Dios ha plantado su tienda entre
nosotros, y Él irá con nosotros, y de Él diremos nosotros, lo que un día dijo
Benedetti: “En la calle codo a codo, somos muchos más que dos.” Y esta es la
gloria que hemos contemplado. La del Dios encarnado; es decir, la vida del Dios
solidario y comprometido con los suyos hasta la muerte.
El prólogo termina con una bella declaración. Que en Moisés Dios
nos había dado una Ley, pero en Jesús nos ha dado su Amor y su Verdad. La
verdad de la Vida que brota del Amor. Por algo en la tradición de la Iglesia,
la Navidad ha sido leída en clave de bodas, por esta tan íntima y tan intensa
unión de Dios con su pueblo en la carne humana de Jesús, el novio y el amado,
el esposo que ha venido para caminar con nosotros por el camino de misericordia
trazado por Él. Entre mis compras de este año en la Feria Internacional del
Libro de Guadalajara, está el libro de relatos Nostalgia, del rumano Mircea Cartarescu. Lo abrí por azar y leí
esta frase: “A veces me colma de felicidad la idea de que tal vez Dios no
exista”. A mí me colma de felicidad que Dios exista, que pueda contemplar su
gloria en Jesús, que en Jesús me haya amado, y por Jesús me haya hecho hijo
suyo. Por eso, me dan ganas de regalar al Señor Jesús por su nacimiento no uno,
sino todos los versos de Benedetti, los de este poema que se llama “Te quiero”:
Tus manos son mi caricia
mis acordes cotidianos
te quiero porque tus manos
trabajan por la justicia
si te quiero es porque sos
mi amor mi cómplice y todo
y en la calle codo a codo
somos mucho más que dos
tus ojos son mi conjuro
contra la mala jornada
te quiero por tu mirada
que mira y siembra futuro
tu boca que es tuya y mía
tu boca no se equivoca
te quiero porque tu boca
sabe gritar rebeldía
si te quiero es porque sos
mi amor mi cómplice y todo
y en la calle codo a codo
somos mucho más que dos
y por tu rostro sincero
y tu paso vagabundo
y tu llanto por el mundo
porque sos pueblo te quiero
y porque amor no es aureola
ni cándida moraleja
y porque somos pareja
que sabe que no está sola
te quiero en mi paraíso
es decir que en mi país
la gente viva feliz
aunque no tenga permiso
si te quiero es porque sos
mi amor mi cómplice y todo
y en la calle codo a codo
somos mucho más que dos.
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