Mateo
18,15-20
En noviembre del año 2000, cuando aún sellaba mis libros no con el
escudo de la congregación a la pertenezco, rodeado con mi nombre, como hago
ahora, sino con un par de peces atravesados por una cruz, dentro de un círculo,
todo en color rojo, compré City, escrita
por el italiano Alessandro Baricco, novela que tiene la particularidad de
contarnos una historia donde las personajes son calles y las historias son
barrios; es decir, personajes que se identifican tanto con sus calles y sus
historias, tanto con sus barrios, que la conclusión inevitable es que la novela
es la historia de una ciudad que está viva, no en sentido figurado, sino
realmente viva, viva en sus calles, viva en sus barrios; una ciudad que es una
sola vida y una sola historia, la historia de sus calles y sus barrios, que son
la historia de sus habitantes, como si todo estuviera amalgamado por un oculto
pero latente espíritu armonizador. Como si fuera un cuerpo. Un magnífico y hermoso poema en narración.
En estos días, en el sitio noticioso de Carmen Aristegui, se presentó
lo que se llama Plataforma Ayotzinapa, una gran base de datos que reconstruye
los hechos hirientes, ofensivos y, espero, no olvidados, de aquella noche del
26 al 27 de septiembre de 2014 en Iguala, en que desaparecieron forzadamente 43
estudiantes de la normal rural de Ayotzinapa. Entre los gráficos surgidos de
dicha plataforma, se encuentra un video que reconstruye en líneas narrativas lo
que aconteció entonces. Se trata de un plano cartesiano, donde el eje vertical acomoda
los diferentes escenarios de este a oeste; y la línea vertical, el tiempo, de
la tarde a la madrugada. La secuencia de los acontecimientos, tal como los
presenta la Procuraduría General de la República coincide con la línea de los
testimonios de supuestos miembros del crimen organizado, cuyos testimonios, el
grupo de peritos internacionales que investigó el caso, presume fueron
obtenidos bajo tortura. En tanto, la secuencia de hechos, narrada por los
sobrevivientes, por testigos oculares, y por la reconstrucción de movimientos y
comunicaciones de policías y militares hasta donde se ha podido documentar,
coinciden con tal contundencia, que más que casualidad parece una bien ordenada
y coordinada acción supeditada a una inteligencia central o superior; como si se tratara de un cuerpo animado con un mal espíritu.
Estas dos imágenes me ayudan a entender las palabras de Jesús,
parte de los que los biblistas llaman “el discurso eclesial”, una serie de
instrucciones encaminadas a edificar la comunidad de fe, la Iglesia cimentada
en la fe del apóstol Pedro que, con todo, no tiene más piedra angular que
Cristo mismo. Este discurso comienza con una invitación al cuidado de los más
pequeños y a continuación la parábola de la oveja perdida, que en el evangelio
de san Mateo no es la oveja pecadora, sino el hermano más pequeño, el más débil
y por eso mismo el que es más fácil que se pierda y por el que hay que salir en
búsqueda; luego las indicaciones para la corrección fraterna; la oración en
común, y el mensaje y la parábola sobre el perdón.
El centro del mensaje, el núcleo del que brota el sentido de todo
el discurso está en esta categórica afirmación de Jesús: “donde hay dos o tres
reunidos en mi nombre, ahí estoy yo en medio de ellos.” En otras palabras, la
comunidad de fe hace presente a Jesús; o de otro modo, ¡la comunidad de fe es
presencia de Jesús! No como un fantasma, sino por el Espíritu, encarnado en la
comunidad. Desde los primeros tiempos de la Iglesia, como vemos en san Pablo,
la Iglesia misma se ha identificado con su Señor y se ha reconocido a sí misma,
toda ella, como Cuerpo de Cristo. Somos Cuerpo de Jesús por el bautismo. Nos
bautizamos en su nombre y por su Espíritu. Para ser propiedad y parte del Señor
Resucitado. Nos in-corporamos en Él.
No nos bautizamos a nosotros mismos. Es otro el que nos sumerge en
el agua y lo hace en el nombre del Señor, el mismo Señor que nos dirige su
Palabra que nos invita a acogerlo. En el bautismo acogemos esta Palabra, la
aceptamos y nos confiamos enteramente en sus manos. Aquí el bautizado comienza
a formar parte del Pueblo de Dios, del Pueblo de la Alianza; aquí nos hacemos
familia de Dios, aquí nos hacemos Iglesia. Aquí se empieza a vivir la fe. Por
eso en el bautismo recitamos en voz alta el credo, la profesión de nuestra fe
en Dios, que se acoge, se celebra y se vive en comunidad, en la Iglesia. Es
decir, creemos en la Iglesia, con la Iglesia, que somos los bautizados de todos
los tiempos, vivos y difuntos, santos y pecadores.
La Eucaristía también es expresión de lo que somos. Unidos
alrededor de la Mesa del Señor, de su Pan y de su Vino, nos reconocemos Cuerpo
de Jesús, el mismo Cuerpo que Dios nos ofrece gratuitamente. A la Eucaristía
tampoco venimos por iniciativa propia, sino convocados por el Padre, que nos
reúne como al Cuerpo único de su Hijo por la acción del Espíritu Santo. Por eso
la Eucaristía inicia en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. En
la celebración de la Eucaristía hacemos visible lo que somos siempre por el
bautismo: presencia del Señor, en los signos del Pan y del Vino, no de manera
simbólica, sino real y verdadera. Presencia visible del Señor para la
comunidad, que reunida en su nombre es también presencia real de Jesús.
Todo gracias a la acción del Espíritu. Por el Espíritu somos
Cuerpo, y si por este Espíritu vivimos, siempre tendríamos que vivir según este
mismo Espíritu, aunque parece que a veces lo olvidamos y entregamos el corazón
a los ídolos, a otras maneras de vivir y vincularnos. Un día, jugando a los
gángsteres, Mafalda disparó a Miguelito con su pistola de juguete y le grito:
“¡Bang!” Miguelito le respondió: ¡Perdés el tiempo, no pienso morirme más!”
Mafalda le replicó: “¡No sabes jugar!” Miguelito reviró exasperado: “¡Sí sé
jugar!¡Pero estoy cansado de que me liquiden y de liquidar a los demás una y
otra vez y así todo el tiempo!” Mafalda concluyó: “¡No sabés vivir!” Si fuera
nos dicen que para vivir hay que liquidarnos, aquí en la Iglesia confesamos y
celebramos que el banquete de la vida se sirve para todos, y que si no alcanza
para todos, tampoco es suficiente para nadie.
En la Eucaristía somos plenamente la Iglesia y vivimos según el
Espíritu que nos hace Cuerpo de Cristo. En la Eucaristía rememoramos nuestro
pasado, que es el pasado histórico de Jesús, que comía con todos, aun con las
prostitutas y los publicanos; con Judas, Pedro, Magdalena y el Discípulo Amado;
por eso es memoria y acción de gracias. Es también nuestro presente, en que
dejamos que el Espíritu nos vincule en comunión de caridad, no por nuestros
méritos, sino por la misericordia del que nos ha llamado. Es futuro de Dios, anticipación
de su Reino, del día definitivo en el que por fin, todos sus hijos estemos
sentados a la misma mesa celebrando y compartiendo el banquete de la eternidad.
Por eso, porque aun siendo muchos, nos alimentamos de un mismo Pan
y formamos un solo Cuerpo, no podemos permitirnos mutilarnos ni que nos
mutilen. Por eso nos buscamos con la solicitud del Buen Pastor. Por eso, si
hemos fallado, la comunidad nos corrige, por uno o por dos de sus miembros, no
necesariamente los mejores, pero es la comunidad. Por eso nos perdonamos. Por
eso no se nos pueden olvidar los desaparecidos, como los de Ayotzinapa, y no
sólo ellos, porque como bautizados son hijos de nuestro Padre que está en el
Cielo, son nuestros hermanos; por el Espíritu somos con ellos un solo Cuerpo, y
nos rebelamos a la absurda, hiriente, idea de que el Cuerpo del Señor sea un
cuerpo mutilado. ¿Cometieron un delito? Probablemente, pero como delincuentes
habría que procesarlos, y a como a hijos de Dios, habría que buscarlos en la
cárcel, predicarles la conversión y ofrecerles la salvación en el nombre del
Señor que murió por todos, también por ellos
Aquí está el sentido del sacramento de la reconciliación: el
resistirnos a perdernos, a mutilarnos. Reconocemos que pretendimos separarnos
de Dios y arrancarnos de este Cuerpo. Que hemos vivido como si formáramos parte
de la gran familia de los hijos de Dios. Esta es la lógica de la gracia en este
sacramento. La otra lógica, del pecado que mancha, la purificación en el
confesionario y la consecuente dignidad para merecer la comunión, no tiene
sustento en el Evangelio. Por el bautismo, en la Eucaristía y en la
Reconciliación, reconocemos que la historia de la Iglesia es la humilde,
agradecida, sincera y reconciliada armonización de nuestras propias historias.
Gracias al Espíritu, que nos hace Cuerpo en el bautismo; gracias a la
Eucaristía, por la que seguimos siendo Cuerpo, a pesar de nuestras caídas, que
son las caídas del mismo Jesús bajo peso de la cruz sobre sus hombros; a pesar
de la muerte, destruida en la cruz; a pesar de nuestras propias muertes,
destruidas en el bautismo; muerte de la que seremos levantados cuando vuelva el
Señor para sentarnos con Él, así como estamos ahora, todos, alrededor de su
Mesa en la fiesta de la eternidad.
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