Recibí ayer este mensaje: «Un cura sintiendo cercana su muerte en
un hospital, pide al médico que le llame a un diputado y a un senador. En unos
minutos aparecieron los dos. El cura les pidió sentarse a cada lado de la cama.
El cura los tomó de las manos y se quedó en silencio. El diputado y el senador
estaban muy grandemente conmovidos, pero al mismo tiempo se sentían muy
importantes por haber sido llamados por un cura a la hora de su muerte. De
tanta angustia, el senador le preguntó: “¿Por qué nos has pedido quedarnos
aquí, a tu lado?” El cura hizo un esfuerzo y les dijo: “Jesús murió en medio de
dos ladrones. Me gustaría morir igual.”»
Si de morir como Jesús se trata, yo desde ahora pido a su Madre
que esté a mi lado. Morir no tiene por qué sorprender a ningún bautizado. Mucho
menos la cruz. El discípulo no es más que su Maestro, y el Maestro mismo nos
pidió tomar la cruz y seguirlo. Y dejó en claro que la cruz no es sinónimo de
sufrimiento. Yo, que soy rebelde como el Señor Jesús, a este valle de lágrimas,
aunque muchas he llorado, he venido a ser feliz, y a luchar porque en esta
historia, como canta Rossana, llueva el amor a carcajadas. Y lo he sido, de
muchas maneras, en variados momentos y con distintas personas. Ninguno de esos
momentos ha durado para siempre, y no importa, en cada uno he entrevisto,
aunque sea de lejos y de espaldas, el paso de Dios. Pero la verdad es que Dios
me ha mostrado su rostro y ha estado siempre cerca de mí, hombro a hombro y
paso a paso.
Jesús nació para ser feliz. Ser feliz es la voluntad de Dios para
sus hijos. La palabra «felicidad» está muy sobada en nuestros días, y muy
manipulada. Hasta tengo miedo de que ya no signifique lo que significaba para
Jesús. Para Jesús, la felicidad era una mesa colmada de comida donde todos
tenían un lugar, pero los primeros en comer eran los pobres. La felicidad era una
boda, donde los primeros invitados en bailar eran los cojos y los enfermos. La
felicidad era como una gran fiesta de cumpleaños, donde los abrazos son para
los que se dejan buscar, se dejan abrazar, y saben pedir y dar perdón. A esa
felicidad la llamó el Reino de Dios.
Nos ha costado encontrar la verdadera felicidad, pero sabemos que
existe, porque todos la hemos visto, aunque sea de lejos y como de espaldas. Y
cuando la hemos visto y la hemos querido abrazar y dormir con ella, se ha
esfumado. Porque el Reino de Dios no es para los que se duermen, sino para los
que están en vela, esperando a que vuelva su Señor en medio de la noche, cuando
hace frío y está oscuro. O la felicidad toca a nuestra puerta, y nacen los
niños, o nos visitan los abuelos, y la risa que entró alguien nos la arrancó y
huyó como un ladrón, que nos robó la salud, la presencia del ser amado, la paz
de nuestras calles, el calor del corazón.
Me gusta la Virgen del Consuelo. Me gusta nuestra Virgen. Me gusta
contemplarla. Me gusta así como está. Porque a ella no la dobló la cruz. Me
gusta porque en su Hijo crucificado y en su corazón de Madre traspasado por el
dolor, Dios se ha hecho solidario de los hijos que mueren y de las madres que
lloran. Me gustan sus lágrimas, porque el dolor no se esconde ni se disimula; y
no es valiente el que no llora, si no el que no permite que sus lágrimas le
oculten la llegada de Dios detrás de la cruz. Plasson, el pintor hospedado en
la Posada Almayer, en la novela Oceáno
Mar, ha dejado una increíble colección de óleos aparentemente en blanco,
pero para quien tiene la suficiente curiosidad y osadía, por el gusto, el tacto
y el olfato, descubre que esos cuadros tienen el mar. Plasson pintó el mar con
agua de mar. Por eso venimos a rezar ante nuestra Virgen del Consuelo, porque
sus lágrimas fueron verdaderas y sabemos que su corazón de madre nos comprende.
Me gusta porque está de pie, y no es fuerte el que siempre va
adelante, sino el que sabe cuándo detenerse y, sin rendirse, permanecer de pie.
Me gusta porque a pesar de la muerte de su esposo y el brutal ajusticiamiento
de su hijo, siguió confiando en el Dios del Reino, y siguió esperando la
plenitud del Reino, siguió amando como enseñó su hijo. Me gustan sus ojos
grandes que contemplan el Misterio de Dios en silencio y soledad. Me gusta su
boca entreabierta, su aliento contenido, esperando el Soplo de Dios que venga a
infundirle nueva vida y nueva fuerza. Me gustan sus manos, las manos que hilan
y cocinan, las manos que curan y acarician; sus manos juntas, sus manos que
saben apoyarse una a la otra; sus manos que saben abrazarse para compartir el
dolor.
Me gustan su manto y su vestido negros, porque como a ella, también
a nosotros muchas veces nos ha envuelto la oscuridad del pecado, de la
injusticia, del hambre, de la pobreza, del dolor, de la enfermedad, de la
soledad, de la desesperanza. Y porque es oscuridad lo que en esos momentos nos
envuelve, el corazón se siente desabrigado. Me gusta la Virgen del Consuelo así
como está. Con sus dorados bordados de luz. Porque justamente en lo más negro y
frío de la noche, el Espíritu de Dios va bordando de luz y de oro las cicatrices
de lo que a pesar de habernos herido, no nos ha destrozado del todo ni para
siempre. Es la ternura materna del soplo de Dios, su Espíritu, oculto pero
fecundo, el Espíritu creador del Padre, el Espíritu de su Hijo Resucitado que
hace nuevas todas las cosas. Me gusta que lo oscuro de su manto sirva para
realzar el brillo de Dios, que es paz, justicia, esperanza y vida en plenitud.
Me gusta, nos gusta la Virgen del Consuelo. Por eso esta mañana le
hemos traído serenata, y hemos tronado cohetes, porque queremos que truene en
la noche de la historia la fuerza de la esperanza y del amor de Dios, que da de
comer a los pobres, cura a los enfermos, levanta a los caídos, y resucita a los
muertos. Por eso he venido a cantarle al pie de su ventana, pa’ que sepa que la quiero. Y también le
he cantado que si nos dejan, si nos dejan los cobardes que roban y matan, si
nos dejan los que se espantan de la cruz, ella y yo nos buscaremos un rincón cerca
del cielo; y no hay que ir muy lejos, porque en cada rincón que se ame, y se
luche contra el dolor y la injusticia, a golpes de ternura; de compasión y de
misericordia, de perdón y de esperanza, ahí comienza el cielo.
Virgen del Consuelo, dime tú, ¡qué
voy a hacer, si de veras te quiero! ¡Ya te adoré, y olvidarte no puedo!
Comentarios
Publicar un comentario