Mateo 18,21-35
“Mas de una vez —dijo Mafalda a Susanita, sentadas juntas, viendo
al horizonte— me he preguntado cómo siendo tan distintas podemos ser amigas.”
Respondió Susanita: “Bueno, hay que reconocer que a veces la pasamos bien, será
por eso que somos amigas.”
Pero hay que reconocer que también hay ocasiones en las que no la
pasamos tan bien, porque nos lastimamos, nos ofendimos, a veces sin querer, de
manera imprudencial; y otras con toda intención; y, sin embargo, seguimos
siendo amigos. Esto es posible gracias a la fuerza del amor que nos une y nos
reconcilia. Las palabras de Jesús están en el contexto del discurso eclesial,
en el contexto de todo aquello que se requiere para edificar lo comunidad de
fe, y mantener unido lo ya edificado. Por eso la necesidad de la corrección y
del perdón. La amistad supone perdón. Lo mismo vale para nuestra relación con
Dios, que es de amistad porque Jesús nos ha llamado amigos.
Perdonar no es fácil, pero es necesario. Tampoco es algo que se
logre de manera automática ni es algo rápido. Si es que nos lo tomamos en
serio, sobre todo el perdón de Dios. Muchas de las críticas que como Iglesia
recibimos es precisamente por una visión simplista del perdón y de la gracia,
sobre todo en el sacramento de la Reconciliación, donde celebramos el perdón. En
más de una ocasión se precisará de alguna ayuda profesional para el adecuado
manejo de los sentimientos. Porque hablar de perdón implica sentimientos
previos de herida, ira y venganza. Las palabras de Jesús vienen en un contexto
social donde el perdón se tenía como una muestra de debilidad. Las ofensas se
medían en proporción no tanto con la herida, con la dignidad o el honor de la
persona afrentada. Por eso, en la parábola nos hablará de un señor y dos
siervos. Si el señor no tiene problemas en perdonar, no se justifica entonces
que nosotros sí los tengamos entre nosotros mismos.
La parábola no tiene la intención de decirnos cómo será Dios al
final de los tiempos, cuando Jesús vuelva, a perdonar a los que perdonaron y a
vengarse de los que se vengaron. Esto es muy simple. Y además en Dios no hay
contradicción: Dios es amor y el amor perdona siempre, como pidió Jesús a Pedro
antes de contar la parábola. Lo que ésta quiere mostrar es que hay dos lógicas
según las cuales nos comportamos a partir de una ofensa o una herida: la lógica
de la venganza y la lógica del perdón de corazón. Y quien sigue la lógica de la
venganza, termina encontrando la muerte. Es el drama de Romeo y Julieta, un
amor frustrado por culpa de la venganza que se apodera del corazón, se vuelve
violenta y termina destruyendo todo lo que toca, como si se tratara de una
perversa versión del dedo del Rey Midas, comenzando con el corazón de quien
alberga el deseo de venganza.
La lógica del perdón es la lógica de la gracia, la lógica de la
misericordia, que no admite límites y por ser la lógica de Dios permite la
reconciliación, la unión de lo que estaba separado, incluyendo lo humano y lo
divino, el cielo y la tierra. Es la lógica de Jesús o, en lenguaje más de fe, es
el Espíritu de Jesús. Por eso, en Jesús, sus gestos y sus palabras, sus
curaciones y su lenguaje de perdón y reconciliación, dan cuenta del mismo amor.
Casi dos mil años después de Jesús, los psicólogos llegan a las
mismas conclusiones que Jesús. No sólo perdonar es necesario, también nos hace
más fuertes y nos ayuda a crecer. Tanto que el perdón nos igual con Dios.
Perdonar, dicen los psicólogos, es algo que nos damos a nosotros mismos más que
a los demás. El perdón sana al que perdona y rescata al que fue perdonado.
Quien no perdona está constantemente elaborando un discurso interno para
justificar sus rencores y sus sentimientos de ira y de venganza. Con lo cual,
lo que se gana es una herida cada vez más grande, cada vez más profunda y cada
vez más dolorosa. Recuerdo cuando era niño me rasqué un piquete de mosco. Se me
hizo una ronchita, una pequeña costra, que yo mismo me quitaba, constantemente,
la costra se iba haciendo cada vez más grande, y mi papá terminó vendándome el
brazo. Sólo así desapareció la costra.
Cuando perdonamos, dicen los psicólogos, no estamos cambiando el
pasado, sino el futuro. En esto es muy elocuente la parábola de Jesús. Por eso
el perdón no excluye la justicia ni tampoco es verdad que exija olvido. Al
contrario, sólo manteniendo la memoria de lo que nos dañó podemos evitar
hacernos el mismo daño nuevamente. Pero medir a la persona siempre por un mismo
acto, echar en cara siempre la misma falta, ni es sano ni es justo. En
realidad, creo que cuando así actuamos es porque el perdón ofrecido fue una
cuestión meramente verbal, quizá jurídica, pero no del corazón. El perdón,
entonces, supone todo un proceso de vida que, en el lenguaje del evangelio,
llamamos “conversión”. Si no hay conversión, no hubo en el corazón la
experiencia del perdón y de la gracia. Por eso nuestras confesiones rutinarias
sin experiencia de gracia y conversión tendrían que cuestionarnos.
Savigny es el misterioso personaje que se oculta en la Posada
Almayer, de Alessandro Baricco. Se oculta esperando el momento de vengarse.
Sobrevivió al naufragio de la fragata Alliance, francesa, frente a las costas
de Senegal. Pero los botes salvavidas no fueron suficientes, se construyó una
balsa, en la que abordaron ciento cuarenta y siete hombres. Pero la cuerda que
la unía a los botes se rompió, o alguien la cortó, y la balsa quedó abandonada
a su suerte. La noche la envolvió en más de un sentido, y ahí reinó la
confusión y un violento instinto de sobreviviencia que engendró horror y
muerte. Savigny sobrevivió, y también sobrevivió el autor del horror y de la
muerte en la balsa. Y vivió para vengarse. Pero la venganza ni le cambió el
pasado ni le regaló el futuro. Lo que realmente lo curó fue el amor que
encontró en una joven, que lo salvó de su pasado y le regaló un futuro de vida
y de luz.
En todo caso, siempre habrá la oportunidad de contemplar el
misterio de la cruz, con todo lo que supuso, para pedir la gracia del perdón y
para aprender a perdonar. Para sentirnos reconciliados con Dios y entre
nosotros. Para aprender de María a estar de pie frente a ella, sin que el
corazón se contamine del pecado que mató a su hijo, sino alimentándose del amor
llevado al extremo, amor que perdona, amor que sana, amor que salva.
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