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Uno nunca sabe dónde se encuentra al amor de su vida

Mateo 13,44-52

Sonó sincero y espontáneo. Y quizá lo fuera. Lo cierto es que de unos días para acá, las líneas aéreas han ampliado los tiempos de sus itinerarios sin previo aviso. Y así, un viaje a Guadalajara, que antes se anunciaba en una hora, ahora se anuncia en una hora y cuarto o una hora y veinte. En realidad, el vuelo dura los mismos cuarenta y cinco minutos, sólo que el avión deja el hangar a la hora anunciada, para ir a formarse en la pista quince o veinte minutos antes de despegar, aunque en teoría, salió puntualmente. Y en uno de mis lunes de descanso en los que tengo que estar en el aeropuerto a las cinco de la mañana, me hizo el día que el piloto anunciara: "Señores pasajeros, estaremos veinte minutos aguardando la indicación de despegue; los invitamos a leer mientras nuestra revista, o por lo menos a platicar con el pasajero de al lado, ¡uno nunca sabe dónde encontrará al amor de su vida!"

A veces andamos así por la vida, corriendo, estresados, metidos de tiempo completo en una rutina más opresiva que corset de novia o quinceañera, que nos nos deja sonreir ni respirar. A veces nos gana el desaliento, el hastío, la sensación de vacío, le perdimos el gusto a la vida, y vamos ilustrando con nombre y rostro aquella canción de "esta vida mejor que se acabe, no es para mí, ¡pobre de mí!" O quizá no tanto, quizá simplemente hacemos lo que tenemos que hacer, cumplimos, nos sentimos contentos, relativamente satisfechos. Hasta que un día el divino laberinto de los efectos y de las causas, como lo llama Borges, nos inquieta. Y así, sucede que, aunque no es lo recomendable porque Dios no juega a los dados, un día abrimos la Biblia al azar, o escuchamos sin pretender una conversación ajena, o leemos un letrero en la calle, y descubrimos un mensaje que nos parece venido de Dios y enteramente dedicado a nosotros.  A veces pasamos por un iglesia y entramos. Le pasó a san Antonio Abad, que siendo joven entró a la iglesia y escuchó la proclamación del Evangelio de san Mateo: "Si quieres ser perfecto, vende todo lo que tienes y dáselo a los pobres. Luego, ven y sígueme". Y pocas palabras cambiaron su vida. 

Cuando tenía treinta y un años de edad y cinco de sacerdocio, el P. José María Vilaseca enfermó de tifo mientras daba ejercicios. Se sintió mal y recuerda que en un momento dado, al despertar en un hospital, escuchó que el médico decía a su superior: "que lo unjan, y así ungido que se muera, porque no hay nada que hacer". La perspectiva de la muerte lo hizo evaluar su vida en ese instante, y concluyó que no había hecho nada que valiera la pena. Eso fue a inicios del año 1862. Ya plenamente recuperado, el 21 de octubre, en lo que hoy es el Museo Franz Mayer de la Ciudad de México, hizo al Señor un voto: que haría siempre y en todo lo mejor. Y así, del corazón del que quien quiso ser un misionero en América, quiso luego ser el mejor misionero, y al final, fue el padre de la primera congregación de México, los Misioneros Josefinos. El encuentro con el Dios que nos sorprende y nos inquieta, nos transforma, nos regala un nuevo yo. Al regresar de sus vacaciones con su esposa y sus dos hijos, el papá de Mafalda dijo: "¡Pah!... Uno vuelve del veraneo sintiéndose otro!" Y Mafalda,  de rodillas recogiendo la correspondencia acumulada en el piso, le respondió sonriente: "¡Mirá, vos, y estos ingenuos han estado mandando las cuentas a nombre del que eras antes!"

En otras ocasiones, no es que la vida nos sorprenda, somos nosotros los que ya andamos inquietos, buscando. Como el comerciante que busca perlas finas. Salimos a las calles y vemos pobreza, injusticia, violencia; vemos las noticias en los medios de comunicación, y nos preguntamos muchas veces: ¿Dónde está Dios, dónde está su reinado, dónde está su justicia? Inquietarnos ya es un primer paso. Peor es pasar junto al dolor y la pobreza y no sentir nada, seguirse de largo como si no pasara nada. Quizá no es mucho lo que podamos, pero eso poco es suficiente para comenzar a cambiar el sentido de la historia. Si de verdad abrimos bien los ojos, si de verdad buscamos a Dios, si ensanchamos el corazón, podremos encontrarlo. Veremos en la creación las huellas del Creador; escribe el profeta Baruc: "Brillan las estrellas y se alegran en su puesto de guardia; Él las llama y ellas responden: "Aquí estamos", y brillan alegres para Aquel que las creó." Veremos el llamado del Salvador en los pobres y necesitados de salvación; incluso, descubriremos en nosotros mismos el vivificante Espíritu de Dios. El 22 de junio de 1977, en Buenos Aires Jorge Luis Borges dictó una conferencia sobre Las mil y una noches, en ella recordó la historia de dos hombres. Uno era de El Cairo, en sueños una voz le pidió ir a una ciudad de Persia, donde encontraría un tesoro. Fue y cuando llegó pasó la noche en una mezquita junto a una banda de ladrones, aunque él no sabía que eran bandidos. Cuando a todos los agarró la policía, ésta tampoco sabía que uno era un migrante; así que éste contó su historia. El cadí, el policía, se mofó diciéndole que él también había tenido sueños y que en ellos veía en El Cairo una casa con un jardín, en él un reloj de sol, pasando éste una fuente y junto a ésta una higuera, debajo la cual había un tesoro. El migrante reconoció en tal descripción su propia casa, y volvió a ella, donde efectivamente encontró el tesoro. 

Con todo, cuando nos encontramos con Dios, ya sea que nos inquiete o satisfaga nuestras inquietudes, Él mismo nos invita a revisar nuestra vida, como el pescador que se sienta a separar los peces buenos de los malos. La imagen invita no a esperar un veredicto para el día del juicio final, sino a que nosotros mismos, con la nueva sabiduría que hemos tenido del Dios en el que hemos creído desde antiguo, nos sentemos revisar lo que hemos pescado, a a buscar y reconocer en el total de nuestros días, el yo violento, el yo egoísta, el yo insensible, el yo indiferente que hemos sido en algunos de esos días, y los entreguemos al fuego purificador de Dios que es el Espíritu Santo, confiados en su misericordia, para que eso se pierda para siempre; y a cambio, con la misma actitud de confianza, presentemos al Señor los días en que, impulsados por su amor, nos esmeramos por hacer presente su Reino a través de gestos y palabras de compasión, inclusión y misericordia, comprendiendo que al final esto es lo único que nos faltaba y lo único que podía complacernos: el Amor que es Dios mismo en medio de nosotros.



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