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Gracias, Padre... ¡también por El Principito!

Mateo 11,25-30

La primera vez que se lo dijo, fue cuando platicaban de la única rosa que había en su planeta, y mientras que el narrador, un piloto de avión perdido en el desierto del Sahara, donde su avión se descompuso y trataba de arreglarlo, y el Principito lo interrogaba sobre la utilidad de las cuatro espinas y la debilidad de su rosa frente al hambre de un cordero en crecimiento, guardado en una caja de dibujo, el piloto le gritó: "¡Yo ahora mismo me ocupo de cosas serias!" Le respondió el Principito: "¡Hablas como las personas mayores!"

Se lo diría muchas veces. Mientras le contaba su historia, y le descubría en sencillas imágenes, comprensibles para todo el mundo, lo esencial de la vida: el haber juzgado a la rosa, que perfumaba e iluminaba su vida, por la vanidad en sus palabras en lugar de por sus actos; que las flores son contradictorias, y a veces no sabemos amarlas; que es más difícil juzgarse a uno mismo que juzgar a los demás, y que quien sabe juzgarse bien es un verdadero sabio; que los vanidosos no oyen sino sólo alabanzas; que los hombres de negocios cuentan sus millones de estrellas, pero no saben contemplarlas ni disfrutarlas; que para contemplar un atardecer basta una silla y sentarse; que para ser geógrafo no sirve leer libros de geografía, sino atreverse a ser aventurero; que la belleza también es efímera y no por ello ha de olvidarse; que lo esencial es invisible a los ojos; que el corazón nunca pierde las ganas de reír y tener amigos, y que para tener amigos no hay que buscar personas únicas, sino domesticar, crear lazos, evocarnos, recordarnos, esperarnos, cuidar los rituales; que el agua que quita la sed en el desierto y es buena para el corazón es la que se saca de un pozo descubierto en el silencio de la noche, bajo las estrellas; que siempre tenemos sed de esa agua porque nos encerramos en trenes rápidos sin saber lo que buscamos; y que al final, aun por el veneno de la serpiente, siempre podemos volver al cielo del que vinimos. Y el piloto narrador del cuento aprendió más de un pequeño príncipe que de un adulto gran monarca.

En Jesús, nosotros vivimos la misma experiencia. El pueblo de Israel esperaba la llegada de un mesías rey guerrero lleno de fuerza y poderío, para expulsar a los romanos,  para afianzar el trono de David, para devolver al pueblo y a la ciudad santa y a su Templo, la pureza y el esplendor perdidos con la llegada de los varios extranjeros que a lo largo de la historia sucesivamente los sometieron. Desde el inicio del evangelio vimos el nacimiento del rey prometido, y lo vimos niño, frágil y perseguido a muerte por la furia de un rey corrupto, ambicioso y sanguinario. Esperaban el liderazgo de un monarca capaz de enardercer al pueblo y levantarlo en armas, y en su lugar hemos visto la unción con el Espíritu de un hombre en las aguas del Jordán, un profeta que invita a poner la otra mejilla y amar a los enemigos; esperaban un despliegue de poder, y encontramos un despliegue de misericordia. Aprendimos que los enfermos y las víctimas no son, como para nuestros gobiernos, números que siempre van a la baja, sino hermanos que esperan de nosotros una mirada compasiva, una mano indulgente y una sonrisa de esperanza en los labios. Como hizo Jesús. 

El pueblo de Israel esperaba un líder frío sin miedo a matar ni a morir, y encontramos un hombre que entró a la casa de su amigo Simón para tomar tiernamente la mano de su suegra, acariciar sus canas, besar su frente y curarla. Esperaban un líder que supiera valerse de la palabra para levantar en armas al pueblo, y las palabras que escuchamos fueron de amor y de perdón. Tan diametralmente estaba Jesús frente a las expectativas de la gente de su pueblo, que cuando Juan el Bautista en la cárcel se enteró de lo que Jesús hacía y decía, no pudo disimular su decepción, su ansiedad por las expectativas, y en su desesperación, envió un mensaje a Jesús: "¿De verdad eres el que había de venir?, o mejor esperamos a otro." Pero en Jesús aprendemos a ver lo que realmente es esencial, lo que no se puede ver con los ojos, sino sólo con el corazón y a la luz de la fe. La verdad de lo importante, del amor, que es lo que verdaderamente nos enriquece, del corazón de Dios, del que venimos. Porque lo si lo mejor de la vida es estar vivos, lo mejor de ser hijos es que Dios es nuestro Padre.  

Un día Mafalda dijo para sí, mirando hacia la derecha: "Mañana cumplo ya seis años. ¡Cómo pasa el tiempo!" Después comenzó a caminar hacia la izquierda: "Retrocedo un poco en mi pasado y ahí están mis cinco años; y otro poco más allá, mis cuatro años... Y luego mis tres años... Y mis dos años... Y mi un año... Y mi..." Y tropezando con su mamá que cosía una tela, preguntó: "¿Mi qué?" Si perdemos de vista nuestro origen en Dios, también perderemos de vista nuestra meta en Él. Si perdemos la mirada limpia y el corazón abierto y sencillo de los niños, no seremos capaces de percibir lo que realmente es importante en la vida. Cuando Antoine de Saint Exupery publicó El Principito, escribió esta dedicatoria: 

A León Werth

Pido perdón a los niños por haber dedicado este libro a una persona mayor. Tengo una seria excusa: esta persona mayor es el mejor amigo que tengo en el mundo. Tengo otra excusa: esta persona mayor es capaz de entenderlo todo, hasta los libros para niños. Tengo una tercera excusa: esta persona mayor  vive en Francia, donde pasa hambre y frío. Verdaderamente necesita consuelo. Si todas estas excusan no bastasen, bien puedo dedicar este libro al niño que una vez fue esta persona mayor. Todos los mayores han sido primero niños (pero pocos lo recuerdan). Corrijo, pues, mi dedicatoria: 

A León Werth
Cuando era niño.

Probablemente, si Dios hubiera puesto una dedicatoria para el Evangelio, habría dicho:

A mis hijos. 

Pido perdón a los niños por dedicar este evangelio a personas adultas. Pero tengo una seria excusa, mis hijos son lo que más quiero en el mundo. Tengo otra excusa, mis hijos son capaces de entenderlo todo, aun el Evangelio. Tengo una tercera excusa: viven en un mundo y en una historia en la que algunos pasan hambre y frío. Verdaderamente necesitan consuelo. Si todas estas excusan no bastasen, lo puedo dedicar a la persona sencilla que alguna vez fueron todos mis hijos (aunque pocos lo recuerdan. Corrijo, pues, mi dedicatoria: 

A mis hijos, para que, en lo pequeño y en lo sencillo, siempre sepan que son mis hijos. 

Ojalá que, a la vista del amor y la misericordia desplegadas por Jesús, podamos hacer nuestras las palabras de su oración: "¡Gracias, Padre, por revelar estas cosas a los pobres y a los sencillos!" Y reiterarle: "¡Gracias, Padre, porque así te ha parecido bien!"




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