"Aquí se habla del tiempo perdido que, como dice el dicho, los santos lo lloran". Así se llama el ya clásico soneto de Renato Leduc, surgido de una apuesta perdida y de un orgullo banderillado. Nacido en 1897 y fallecido en 1986, allá por los años 20, en el Colegio de San Ildefonso, donde estudiaba la preparatoria, Renato Leduc intercambiaba frases con uno de sus compañeros, Adán Santana, y se retaban a hacer versos con esas frases, de lo contrario, debían entregar al otro un peso. Lo hacían cuando las clases eran aburridas. Un día, en clase con Julio Torri, Leduc recibió del Gordo Santana, como él lo llama, la frase: "darle tiempo al tiempo". Sin caer en la cuenta de que en español no hay palabra que rime con tiempo, perdió la apuesta. Herido por la burla al final de la clase, se propuso, no obstante, escribir un poema donde la rima la llevara la palabra "tiempo"; y así nació el soneto que al cabo de los años grabarían a duo José José y Marco Antonio Muñiz, con música de Rubén Fuentes:
Sabia virtud de conocer el tiempo,
a tiempo amar y desatarse a tiempo.
Como dice el refrán: dar tiempo al tiempo,
que de amor y dolor alivia el tiempo.
Nosotros en este año 2016 que finalizamos, y lo mismo aspiramos en el 2017 que estamos comenzando, no nos conformamos con pretender conocer el tiempo. Nosotros hemos visto la eternidad; y ello no es una virtud, es una bendición que el Señor nos ha regalado. La hemos contemplado en el rostro de Jesús. Desde que nacemos la contemplamos, cuando por primera vez vemos el rostro de nuestras madres, el rostro de nuestros padres. Jesús mismo pasó esa experiencia. En la noche de Belén, viendo el rostro de María, vio que en ella que el amor y la hermosura no eran menores a las que Dios tenía en el cielo. Acunado en los brazos de José; caminando a su lado labrando la tierra; echando las semillas; trabajando la piedra, el hierro y la madera, Jesús descubrió que en la tierra el amor providente del padre no es menor que el cuidado que Dios tiene de nosotros en el cielo. En María y José, Jesús contempló y disfrutó de dos momentos de eternidad encarnados en el tiempo, en su tiempo.
Escribe Julian Barnes en el tercero de sus tres relatos del libro: Niveles de vida:
"Juntas a dos personas que nunca habían estado juntas. A veces es como aquel primer intento de acoplar un globo de hidrógeno a otro de aire caliente: ¿prefieres estrellarte y arder o arder y estrellarte? Pero a veces funciona y se crea algo nuevo y el mundo cambia. Después, tarde o temprano, en algún momento, por una razón u otra, una de los desaparece. Y lo que desaparece es mayor que la suma de lo que había. Esto es quizá matemáticamente imposible, pero es emocionalmente posible"
Sucede así porque eso mayor que acontece cuando dos se juntan es Dios, que es amor. El amor introduce para nosotros la eternidad en el tiempo y en la historia. Es Dios quien acontece cuando el amor nos une y, por lo tanto, para conocer la eternidad hay que saber vincularnos a través del amor. A través del amor de la pareja; o a través del amor entre los padres y los hijos; o el amor que une a los amigos. Pero también hay que saber vincularnos a través del amor de misericordia con aquéllos que necesitan de nuestra ayuda y de nuestra caridad, que es amor y no lástima. Así que comer juntos, perdonarnos, abrazarnos, sonreír, tendernos la mano y levantarnos de las caídas, son maneras de amarnos, y de vislumbrar en nosotros y entre nosotros, al menos por instante, breve pero cierto, el rostro de Dios y el color de la eternidad.
Conocí ya en la casa de formación al P. Fernando Martín del Campo, misionero josefino; ya era mayor. De joven había perdido el brazo izquierdo en un accidente de tranvía. Cuando alguien le preguntaba: "Padre, ¿cómo está?", respondía: "¡Viejo, barbón y manco!" Tenía algunos hábitos raros, como guardar comida en los cajones de su escritorio, que luego gustaba de compartir con nosotros, igual que el platón de su papilla, en la que estaban licuados todos los ingredientes de la comida: sopa, ensalada, plato fuerte y guarniciones, postre y café; y prefería sorberlo todo junto y revuelto, "al cabo todo va al mismo lugar", decía. Más de una vez le hacía cosquillas en los pies cuando le ponía sus calcetines, y don Fer se enojaba y me gritaba: "¡Menso!" Alguna vez en la mañana me enojé no recuerdo ya por qué, y también le dije ¡menso!. Por supuesto, se airó, y le recordé que según él mismo decía, todos somos mensos porque sólo Dios es inmenso. Esa misma noche me enseñó un artilugio que se había inventado para prender su lámpara sin levantarse de su sillón:
-Es usted muy inteligente, Padre.
-En la mañana me dijiste "menso".
-Sí, Padre, pero ya me arrepentí.
-Yo también, chavo.
Y me dio un abrazo. Un día, al entrar al cuarto del P. Fernando lo encontré tamborileando su escritorio con los dedos al ritmo de un verso de Amado Nervo: "El alma es un vaso que sólo se llena con la eternidad" Hoy celebramos también que María es el vaso, la copa, en la que Dios mismo ha escanciado para nosotros la eternidad, el vino de la vida plena, Jesús, su Hijo y Señor de la Historia. No nos conformamos con menos. No nos llena conocer el tiempo, hemos sido amados desde siempre por Dios y en Jesús nos ha dado la medida de la eternidad. Que este año 2017 esté lleno de momentos que llenen de colores de eternidad las noches de nuestra historia.
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