Juan 1,29-34
Pasó en Francia, al término de la Primera Guerra Mundial. Pasó en una novela, Nos vemos allá arriba, de Pierre Lamaitre, pero pudo haber pasado en México, por ejemplo, en cualquier momento, en la vida real. El Gobierno de la República Francesa decide recuperar los cuerpos de los soldados muertos en el frente de batalla, enterrados ahí donde murieron, y llevarlos a alguno de los varios comentarios habilitados especialmente para ellos, recintos que al mismo tiempo sirvieran de consuelo a amigos y familiares, quienes finalmente podrían rezar ante la tumba de aquellos a quienes amaban, y de homenaje de parte de la Patria para sus héroes. Un contratista, Pradelle, capitán en la misma guerra, inmoral y en extremo ambicioso, casado con la hija de un empresario amigo del presidente, gana la licitación para proveer los ataúdes, que no se corresponderán con la muestra presentada, de madera fina y fuerte, de un metro setenta, para los soldados de esa medida o más bajos, pues forzó al fabricante a elaborar ataúdes de madera corriente, de uno treinta; dio la orden de meter ahí los cuerpos rescatados, sin importar que para ello tuvieran que ser mutilados con palas, y enterrados como cayeran, sin orden ni concierto, sin respetar la lista entregada para que cada cuerpo se correspondiera con el nombre identificado. Lo importante es rezarles, qué más da dónde estén, decía.
Pronto la trama de corrupción llegó a oídos de las más altas esferas del Gobierno, y de París enviaron a un inspector a revisar qué había de cierto. Fueron a recibirlo a la estación del tren cuatro hombres enviados por el capitán. Joseph Merlin, se llamaba el inspector, pero ninguno sabía cómo era. Les parecía poco digno y poco discreto vocear el nombre del inspector o escribirlo en un cartel. Optaron por permanecer juntos en el andén con ojo avizor, pues suponían que entre una treintena de pasajeros un funcionario parisino no podía pasar inadvertido. "Pero sí lo hizo. Y eso que del tren no bajaron ni esas treinta, sino diez escasas, entre las que no había ningún enviado ministerial. Cuando el último viajero cruzó la puerta de salida y la estación quedó desierta, los cuatro hombres se miraron." Uno dio un taconazo, otro se sonó ruidosamente, otro suspiró prolongadamente, y el cuarto simplemente tomó nota de la ausencia; se sintieron ofendidos por la falta de notificación de parte del ministerio, una desconsideración hacia ellos, aunque al final junto a la decepción sentían cierto alivio. Y así estaban cuando al volver al coche, una voz ronca y cavernosa, proveniente de un hombre ya mayor, de cabeza chiquita y corpachón vestido como adefesio, con traje raído y zapatones mastodónticos, los detuvo. Era el inspector.
Pienso en Juan el Bautista, que daba testimonio de uno que vendría detrás de él, pero que existe antes que él; uno que era superior a él. Pienso en Juan y en sus discípulos, en él y en la gente que día con día iba a escucharlo al desierto y a dejarse bautizar por él en las aguas del Jordán. Pienso en los enviados de los sacerdotes, levitas y algunos fariseos de Jerusalén, que interrogaban a Juan si era él el mesías del que hablaba, o quién era él. Juan decía claramente que él no era el Mesías sino una voz que gritaba en el desierto. Le preguntaban entonces por qué bautizaba, y Juan respondía que él bautizaba con agua, y además afirmaba: "Pero me en medio de ustedes hay alguien a quien ustedes no conocen." Unos y otros, lo mismo los enviados de Jerusalén que los discípulos de Juan y la gente del pueblo, se voltearían a ver, a un lado y a otro; se verían entre ellos, unos a otros, buscando descubrir el rostro de Aquél de quien se hablaba, el que había de venir, el que era superior a Juan y existía antes que él, el ungido, el salvador, el que restauraría la gloria de Israel. Modeladas sus expectativas por siglos de prejuicios, anhelantes un reino del pasado, acostumbrados a asociar fuerza con armas y poder con lujo y dinero, todos fueron incapaces de reconocer al que ya estaba en medio de ellos. Al día siguiente, narra el evangelio, se acercó Jesús a Juan.
Fue entonces que Juan declaró: "Éste es el Cordero de Dios, que destruye el pecado del mundo" Y declaró que él era de quien hablaba, que tampoco lo conocía, pero que quien lo había enviado a bautizar para anunciar su llegada, le hizo saber que aquél sobre quien descendiera el Espíritu Santo y permaneciera sobre él, él sería el que bautizaría en el Espíritu Santo. Y afirmó: "Yo lo he visto, y doy testimonio de que él es el Hijo de Dios." Pienso en Juan el bautista. Pienso en él y en sus discípulos; en él y en la gente que día a día iba a escucharlo al desierto y a dejarse bautizar por él en las aguas del Jordán. Pienso en los enviados de los sacerdotes, levitas y fariseos de Jerusalén. Los imagino a todos, viendo a Jesús y viéndose unos a otros, ¿él, el mesías?, ¿de apariencia tan ordinaria, a todas vistas un artesano o campesino o las dos cosas? Pronto comenzarían a preguntarse entre ellos quién era, cómo se llamaba y de dónde venía. Más de alguno se sentiría defraudado, decepcionado. Como Susanita frente a Felipe.
Al inicio de su novela, Pierre Lamaitre reflexiona que durante algún tiempo la guerra se contó como la suma de hazañas y esfuerzos de gobernantes y dirigentes militares. Ellos eran quienes ganaban o perdían las guerras. Los soldados no importaban. Pero después el arte, el periodismo, la literatura y la fotografía nos hicieron voltear la mirada a los verdaderos protagonistas de la guerra, hombres pero también mujeres con nombre y con historia, con familias; hombres muertos y hombres mutilados; madres viudas y niños huérfanos, hijos para quienes los padres eran sólo una foto y una leyenda y no un cuerpo al cual abrazar y un rostro bajo cuya mirada sentirse amados y protegidos. Y el autor nos contará la historia de dos soldados franceses cuyas vidas quedaron unidas al tiempo que destrozadas por la ambición inmoral de un militar descendiente de una nobleza venida a menos.
Algunos siguen leyendo el evangelio como si fuera la historia de un héroe de leyenda, de un super hombre, de Jesucristo superestrella, quizá. Pero es la historia escandalosa de alguien que siendo Dios y existiendo desde siempre, se hizo uno humano y uno más entre la humanidad; no uno por encima de los demás, sino uno al lado de los últimos; uno entre los cualquiera; uno entre los mal vistos y los excluidos; uno nacido de una muchachita casada con un campesino y artesano avecindado en un lugar insignificante del norte, llamado Nazaret, cuya familia tenía su raíz en un pequeña comarca llamada Belén, al sur y afuera de la capital del reino; de una familia a la que un día el Señor distinguió ungiendo rey al más pequeño de los hijos del patriarca; uno entre su pueblo; uno que sin pecado se puso al lado de los pecadores para ser bautizado por Juan en el Jordan; uno que compartió su pan con los que siempre tienen hambre; uno que compartió la mesa con los que siempre se quedaban sin un lugar; uno que dejó su casa para vivir bajo el techo de los pobres; uno que no quiso tener familia para hacerse familia con los desheredados de la tierra; uno que prefirió la sed para hacerse agua de los que tienen sed, uno que se hizo vino para los que la vida ya no tenía alegría; uno que hablaba poco pero era la Palabra y por eso hablaba como sólo Dios, como el hombre que se pone de rodillas para explicar con imágenes a los niños las cosas importantes de la vida.
Y, con todo, la de Jesús no es la historia de un hombre que se confundió con la masa anónima, sino la del pastor que conoce a cada una de sus ovejas y a cada una la llama por su nombre; la historia del hombre que no volteó a un lado y a otro y se sintió decepcionado de no verse rodeado de gente importante, sino la de un hombre que a uno y otro lado suyo, en el camino de la historia, se encontró con su familia, con hermanos a los que curó, alimentó y resucitó; con hermanos a los que amó, hermanos por los que murió. El evangelio es la historia de este Jesús y es también nuestra propia historia, cuando la leemos y sabemos y experimentamos que somos nosotros los enfermos que piden su curación, los pecadores que buscan su perdón, los hambrientos de su pan y de su vino, los ciegos que necesitan de su luz; hombres y mujeres que volteamos al cielo y clamamos su presencia y, por lo tanto, hombres y mujeres que necesitan una y otra vez de la voz que grita en el desierto, de la voz que declara y nos recuerda que aquél a quien buscamos está en medio de nosotros, que se parece a nosotros, que es como nosotros, un hombre cualquiera y a un mismo tiempo un hombre especial; hombres y mujeres que necesitan de la voz de Juan que grita en el desierto que la salvación que buscamos y necesitamos no está en el poder ni en la riqueza, que la salvación no nos viene de los que a lo largo de la historia han sido los césares del imperio, sino de aquel que fue muerto en la cruz, en aquel que no se conformó con prometernos llevarnos un día consigo allá arriba, sino quiso conocernos y darse a conocer aquí abajo, en nuestra tierra y en nuestra historia. Por eso el suyo es el nombre que está sobre todo nombre, el único ante quien doblamos la rodilla, al que confesamos vivo a pesar de haber sido llevado como cordero al matadero. Suya es la vida y suyo es el amor. A
Él la gloria y la alabanza, por los siglos de los siglos.
Comentarios
Publicar un comentario