Lucas 18,1-8
Algunos dirán que la película altera o manipula los datos, a mí me parece que La Cristiada nos invita a contemplar muchas historias sucedidas en diferentes lugares y en diferentes momentos en la segunda mitad de los años veinte de nuestro país, cada una con su luz y cada una con su propio color, como en una especia de caleidoscopio donde las imágenes se sobreponen y se fusionan, donde los personajes interactúan entre sí, sobre el fondo de un mismo escenario, dirigiéndose entre ellos palabras dichas a otras personas, en una secuencia de aparentemente pocos días, hilvanando exquisitamente una sola historia, una historia, como dice la introducción de la cinta, sucedida entre el cielo y la tierra, entra la luz y la oscuridad, entre la fe y el pecado; una historia que merecía ser contada. Y José Sánchez del Río mereció que la historia fuera contada teniéndolo a él como personaje central.
Hijo de padres católicos bien acomodados económicamente, José Sánchez del Río nació el 28 de marzo de 1913, en Sahuayo, Michoacán. El 4 de agosto de 1926 Sahuayo fue tomado por el ejército federal. Sus templos fueron convertidos en cuarteles y establos. El Gobierno del Presidente Calles había decidido la supresión de la Iglesia Católica para ser remplazada por una iglesia nacional dependiente de él, sin comunión con el Obispo de Roma. Fue la Iglesia pueblo de Dios quien quiso plantar cara al gobierno y defender la fe y la libertad religiosa. Animados por el grito: "Viva Cristo Rey! ¡Viva Santa María de Guadalupe!", fueron conocidos como Cristeros.
A sus catorce años, José quiso ser cristero. Nada logró disuadirlo, ni siquiera los ruegos de sus padres, a quienes pidió su bendición y a quienes dijo la frase que ha rescatado para él la iconografía: "Nunca como ahora ha sido tan fácil ganarnos el cielo". En la película, José se dispone a salir de su casa a escondidas, en medio de la noche, la madre lo descubre, intenta entre lágrimas convencerlo de que no lo haga; pero acaba cediendo y le da su bendición, él le pide que diga a su padre que lo quiere mucho; el padre, que entra en escena sin que su esposa y su hijo reparen en él, le pide que se lleve su caballo, el mismo que entregará el 6 de febrero de 1928 al Gral. Rubén Guízar Morfín, luego de que el suyo fuera herido. "Mi general, tome usted mi caballo y sálvese, usted es más necesario y hace más falta a la causa que yo", le dijo. El general puedo escapar; José, no. Detenido por los federales, fue llevado a Cotija y luego a Sahuayo, de cuyo distrito federal era diputado Rafael Picazo Sánchez, su padrino de primera comunión, político en deuda con el Gobierno de Calles.
Encarcelado en la parroquia, usada como prisión y cuartel, padrino y militares le insistieron para que gritara: "¡Viva Calles!" Pero el joven se mantuvo firme en la confesión de su fe: "¡Viva Cristo Rey! El viernes 10 de febrero de ese año, su padrino, el Diputado Picazo, dio la orden de matar a José esa noche, a las 8. Los militares prefirieron esperar a que pasara el toque de queda, que se daba a las 9, para evitar la reacción del pueblo. A las 11 de la noche; le quitaron los zapatos, le rebanaron las plantas de los pies. Así lo obligaron a caminar escoltado al panteón, donde lo apuñalaron y remataron con el tiro de gracia, al pie de una tumba cavada para él; lo enterraron sin mortaja.
En la película, una escena de su martirio muestra la oración de la que habla Jesús. Dice el evangelista que Jesús contó una parábola para que sus discípulos aprendieran a orar siempre, sin perder el ánimo. Mientras el soldado le rebana los pies, apretando en la mano su rosario, José Sánchez del Río se dirige al Señor: "¡Jesús, dame fuerzas!" El "siempre" de la oración no se refiere a un día y al otro, sino a esos momentos brutales, duros, en los que pensamos que la oración no tiene sentido, momentos en los que perdemos el ánimo y bajamos los brazos y nos sentimos derrotados y solos, lastimosamente solos. Si oramos en esos momentos, oramos siempre. Y hay que levantar nuevamente los brazos, hasta tocar el cielo y arrancar a la eternidad el reino de la paz, de la libertad y de la justicia. La oración de José Sánchez se identifica con la oración de la viuda de la parábola, la que día tras día sigue encontrando fuerzas para pedir al juez: "¡hazme justicia frente a mi adversario!" Esta viuda es la gente pobre de nuestro pueblo, la gente pisoteada, humillada, violentada, asaltada por los de cuello blanco; nuestra gente de barro y de maíz que en medio del dolor, de la indigencia, incluso medio de las balas y de la sangre sigue saliendo a ganarse la vida, a buscar a sus hijos desaparecidos, a buscar a su Dios y a esperar su justicia.
Jesús dice que el Padre atiende a nuestra oración inmediatamente. Alguno podría preguntar por qué entonces tuvieron que pasar ochenta y ocho años entre el martirio de José Sánchez del Río y su canonización. En realidad, a la Iglesia le tomó ochenta y ocho años darse cuenta que el Señor reivindicó al joven José en el momento de su fe, cuando no dejó que su corazón inocente, valeroso y fiel se contaminara de odio y de rencor, de la violencia homicida de sus asesinos. Entonces el Señor le dio la gloria, Jesús se pregunta al final si cuando vuelva el Hijo del hombre encontrará fe sobre la tierra. El Hijo del hombre ha encontrado sobre la tierra la fe de José Sánchez del Río, la fe de los mártires, la fe de nuestra gente, la fe de hombres y mujeres que le han sido fieles hasta la muerte y se han abrazado con él en la cruz. Sus historias no se nos pueden olvidar. Son historias sucedidas entre el cielo y la tierra, entre la luz y la oscuridad, entre la fe y el pecado. Son historias que merecen ser contadas.
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