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Amar y confiar: lo único que hay que hacer

Lucas 17,1-10

Isis, joven de unos 18 años, que recién ha iniciado la carrera de medicina, es atropellada; el accidente es de cierta gravedad y llevada a un hospital público, del que su hermano mayor, Edén quiere retirarla para trasladarla al mejor hospital particular. Pueden hacerlo, su padre, también médico y accionista de la industria de la salud, se lo puede permitir. Sin embargo, el padre prefiere que la hija permanezca donde está por la gravedad de sus fracturas, particularmente la de la pierna derecha. La historia la cuenta el inglés Benjamin Wood, en su novela, El caso Eden Bellwether. Eden es un organista extraordinario, y un apasionado amante y defensor de la música clásica.  Gracias a un concierto suyo, acompañando a un coro en la Iglesia, logra atraer la atención de Oscar, el protagonista de la novela, joven cuidador en una residencia para ancianos y más tarde novio de Isis. Eden, narcisista, insistirá a su hermana que le permita curarla... con su música. Después de una natural vacilación inicial, Isis acepta. Mañana y tarde, Eden cubrirá los tubos de su órgano -son ricos y pueden tener uno-, con toallas húmedas, después tocará para que las toallas absorban la música, y al terminar de tocar cubrirá con ellas, impregnadas de la música correcta y bien ejecutada, la pierna de Isis, de la que, por supuesto, le ha retirado el yeso desde un inicio. Y sí, en menos de un mes, menos de los varios meses pronosticados por los médicos, Isis estará de pie, caminando y bailando como si nada hubiera pasado. Isis confió en que la música de su hermano, o su hermano a través de la música, podía curarla.

Escuchando hablar a Jesús de la fe, me viene a la mente el caso de los Bellwether. También recuerdo La noche de la Usina, de Eduardo Sacheri, que narra una historia de defraudación a un puñado de personas en las últimas horas previas a la crisis argentina del 2001. El grupo de amigos quiere comprar una extensa propiedad para abrir un negocio, cuyo costo es de 350 mil dólares, de los cuales sólo logran reunir 242 mil; nombran tesorero a Fernando Perlassi, futbolista retirado, y le encomiendan conseguir un préstamo en el banco por la cantidad restante. El gerente del banco del pueblo más cercano le dice que para ello tiene que abrir una cuenta y depositar ahí los dólares, sólo entonces podrá pedir el crédito. Perlassi vacila, piensa que debe consultar a los demás, pero es viernes y el banco casi cierra, y apuesta por abrir la cuenta. Lo que no sabe lo sabrá y lo deducirá apenas unas horas después. El ministro de Economía anuncia que Argentina está en crisis financiera, y los cuentahabientes sólo podrán retirar su dinero del banco en montos de 250 dólares por semana. Es decir, que a Perlassi y sus amigos les tomará más de 20 años recuperar su dinero a ese ritmo. Atando cabos, deducen que el gerente tenía información privilegiada, que embaucó a Perlassi, para que dejara los dólares depositados y que, coludido con un empresario, apenas tuvo los dólares, llamó a éste al banco para extenderle un préstamo por la cantidad de la suma de los dólares recibidos ese día, la inmensa mayoría los de Perlassi y sus amigos. Y así, mientras Argentina entra en crisis, en la novela, un empresario sin mayor esfuerzo tiene un su haber unos cuantos cientos de miles de dólares que en cuestión de horas habrán multiplicado su valor. Asimilado el fraude, y luego del duelo por la muerte de su esposa, Perlassi comparte la decisión de sus amigos: robar a Manzi, el empresario; robar el dinero que les fue robado.

Me vienen a la mente ambas escenas porque Jesús ha hablado de fe, y de su tremendo poder aun cuando la fe fuera pequeña. Pocas veces ha hablado Jesús en el evangelio de la fe: cuando la curación y el perdón de un paralítico llevado ante Jesús por un grupo de amigos y es la fe de éstos la que Jesús reconoce; cuando el centurión pide a Jesús que sane a su muchachito, y le dice que no es digno de que entre en su casa, que basta con una palabra suya; cuando la pecadora pública lava los pies de Jesús en casa de Simón el fariseo; y en el caso de la mujer que padecía flujo de sangre desde hacía 12 años. En todos estos casos, la fe es confianza en Jesús; confianza de que Jesús puede curar, salvar,  restaurar la vida. Hablará también de la fe que no se tiene cuando los discípulos se dejan apoderar del miedo en medio de una tempestad. La ocasión de ahora se da luego de las parábolas de la misericordia que Jesús ha contado a los fariseos, que han preferido ser amigos de la ley y del dinero. Jesús se lamenta entonces de quienes causan escándalo, y la secuencia de las escenas hace pensar que el escándalo se da por la falta de misericordia. Recitaba un día Mafalda frente a su maestra y sus compañeros de clase: "Yo confío, tú confías, el confía, nosotros confiamos, vosotros confiais, ellos confían." Y remató: "¡Qué manga de ingenuos!, ¿no?" La confianza no es ingenuidad ni engañoso paliativo contra el pesimismo. La confianza en Jesús está sostenida y justificada por la fidelidad de su amor llevado al extremo. En todo caso, lo terriblemente escandaloso es no confiar en Jesús y en su palabra.

La fe no es un listado de dogmas y doctrinas, la fe es confianza en Jesús; en Jesús y en su Palabra, que siempre es una buena noticia porque anuncia vida, perdón y salvación; confianza en Jesús y en su Espíritu, que es espíritu de compasión y misericordia, espíritu de amor llevado al extremo de la cruz; confianza en Jesús y en su Padre, que es el Dios del reino, del reino que es vida ofrecida a todos como  una mesa de fiesta, con su banquete, con su pan y con su vino, con un lugar para cada invitado, y los invitados somos todos, comenzando por los últimos, los excluidos, los necesitados y por los pecadores. Según lo que hemos visto en el evangelio, los escrúpulos, el legalismo y el dinero van cambiando poco a poco nuestra confianza en Jesús por una soberbia y falsa confianza en nosotros mismos, que nos hacen sentir que no dependemos de nada ni de nadie más que de nosotros mismos, de nuestras ideas, las prejuiciosas; y de nuestro dinero, que es injusto. 

Por eso la aparentemente discordante parábola final que cuenta Jesús sobre los criados que son humildes y no piden nada para sí porque sólo han hecho lo que debían hacer. Confiar en Jesús, en su Palabra, en su Espíritu y en su Padre, es lo menos que podemos hacer los que seguimos a Jesús. Buscarlo sabiendo que nuestro corazón lo necesita, que nuestra historia lo necesita, que nuestro mundo lo necesita; es lo menos que podemos hacer si somos discípulos que quieren aprender del Maestro; confiar que Él nos cura y nos perdona, confiar que Jesús dirige la historia a pesar de la tormenta que grita, y sacude y oscurece todo; confianza en que la misericordia es mayor que el pecado. Sólo podemos confiar en Jesús cuando reconocemos que no son nuestras obras las que conquistan la salvación, sino que es su amor por nosotros el que nos salva y nos plenifica. 

Y, sin embargo, confiar en Jesús es confiar en nosotros mismos, hechos a imagen y semejanza de Dios; es decir, confiar en que nosotros somos capaces de amar, de curar, de perdonar, de incluir y de compartir. Confiar, como Isis, en que nuestras manos pueden tocar la música de Dios y curar a través de ella, que es su Espíritu. Confiar, como Perlassi y sus amigos, que podemos hacernos cargo de nuestra historia y luchar contra sus injusticias aunque sin odios ni rencores. Capaces de restaurar la vida y hacernos dignos de ella. Los soberbios piensan que, con sus actos de piedad y sus interesados gestos de caridad se han ganado el cielo y merecen la eternidad. Los amados, los salvados, los que agradecidamente reconocen que intentaron amar como fueron amados, a pesar de todo y por encima de todo, pecado incluido, sólo hicieron lo que tenían que hacer y no piden nada para sí. Ellos, los amados; ellos los que aman; ellos, los que se reconocen humildes criados, simples siervos, ellos tienen su lugar en la mesa de la plenitud para disfrutar el banquete de la eternidad. Los demás, los petulantes, los verán de lejos, hasta que sean capaces de hacer a un lado el orgullo y la envidia. No hay prisa, tendrán la eternidad entera para abrir las manos, vaciarlas de necedades, contemplarlas libres de cargas corruptoras, dinero incluido, y darse a los hermanos en un abrazo de reconciliación. Entones habrán hecho lo que desde siempre era lo único que tenían que hacer: confiar en Jesús y amar a los hermanos. 

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