Apocalipsis 7,9.14-17; Mateo 5,1-12
Dios no es sagrado. Dios es santo. Quien me escuche se quedará como Felipe.
Un día Mafalda corría con su rehilete y se tropezó, ¡tump! Se levantó y se vio
toda sucia, y pensó: "¡Zaz" ¡Cómo me puse!" Y viéndose la espalda,
se enojó y pensó: "¡También!" Luego exclamó: ¡No sé a quién se le
ocurre vivir en un planeta que destiñe! contó su experiencia a Miguelito,
quien en el parque, se agachó, pasó su dedo índice izquierdo por el suelo, lo
vio sucio y, mientras pasaba Felipe a su lado, dijo consternado: "Mafalda
tiene razón; este planeta en que vivimos... ¡destiñe! Asombrado, Felipe
continuó su camino diciendo en su interior: "Lo malo de andar siempre con
las orejas puestas es que uno se expone a oír cosas como ésta."
Pero yo insisto. Dios no es sagrado, Dios es santo. Lo sagrado tiene que
ver con el respeto, con la pureza, con la separación. Lo sagrado no se mezcla
con lo profano. Llamamos "sagrados", por ejemplo, a los objetos que
usamos para el culto religioso, como los vasos sagrados. Nadie, por ejemplo,
lavaría los purificadores, estos lienzos que usamos para limpiar los vasos
sagrados, junto con la ropa interior de nadie, por buena gente que sea. Esto es
lo sagrado. Pero Dios no es sagrado, Dios es santo.
En Jesús, Dios no tuvo miedo de mancharse, de ensuciar su naturaleza divina
de humanidad. En Jesús, Dios no tuvo miedo de mancharse del barro humano; se
hizo humano, pero no se contaminó de pecado. En Jesús, Dios no tuvo miedo de
mancharse de enfermedad, de contagiarse, pero no se contaminó del miedo a la
muerte. En Jesús, Dios no tuvo miedo de mancharse de pobreza comiendo con los
pobres, pero no se contaminó de desesperanza. En Jesús, Dios no tuvo miedo de
mancharse con la vergüenza de los excluidos, de los proscritos, de los
marginados, pero no se contaminó de resentimiento. En Jesús, Dios se manchó de
sus agresores, pero no se contaminó de violencia.
Al celebrar a los santos, nosotros confesamos y celebramos la santidad de
Dios que se revela en los suyos. Confesamos y celebramos a las mujeres y los
hombres que, como Jesús no han tenido miedo, ni asco ni vergüenza de mancharse
con el dolor y la miseria de la humanidad, sino que, manchándose de ellos, se
han sumergido en la sangre del Cordero, se han sumergido en la misericordia
desbordada del corazón abierto del Señor crucificado, y ahí han blanqueado sus
túnicas. Confesamos y celebramos la santidad de Dios comunicada y celebrada en
los hombres y mujeres que se han atrevido a vivir como Jesús.
Hace algunos años, con pocos días de diferencia, murieron la Madre Teresa
de Calculta y la Princesa Diana de Gales. Lady Di, como era conocida, vivía una
vida de cuento de hadas. Joven y bella, se casa con el Príncipe heredero al
trono inglés, deja de ser mujer del pueblo para ser de la realiza. Aparece en
las portadas de revistas, madre de príncipes, bonita, rica y carismática, sin
embargo, vive la separación de su esposo, de sus hijos, inicia relación
con otro hombre, relación que no pudo disfrutar cabalmente porque la prensa la
asedia y la persigue por todos lados; en una de tales persecuciones el auto en
que viaja con su pareja choca y ambos mueren. El mundo se sorprende, llora, y
dice: ¡pobre!, ¡tan joven, tan bonita, tan rica, tan trágica su vida y su
muerte! Días antes murió Teresa de Calcuta. Renunció a su congregación dedicada
a la educación de niñas ricas para irse a uno de los países más pobres del
mundo, la India; ahí se fue a una de las ciudades más pobres, Calcuta; en
Calcuta anduvo en los barrios marginales, en las calles más pobres buscando
entre los pobres a los enfermos, y entre los enfermos a los leprosos y entre
éstos a los agonizantes. No sólo sus manos, también su mirada y su corazón se
mancharon de la pobreza y del dolor de la humanidad. Cuando murió, la gente
dijo: es una santa.
Sumergiéndose misericordiosamente en el dolor y en la pobreza de sus la
humanidad sufriente de Calcuta, la Madre Teresa blanqueó su sencillo sari en la
Sangre del Cordero y a ella, y a los que han sido como ella, los confesamos de
pie revestidos de gloria y dignidad ante el Trono del Señor. No sé de alguien
que quiera ser como la Princesa Diana. Pero hay muchos hombres y mujeres que
siguen el ejemplo de la Madre Teresa de Calcuta, hombres y mujeres que quieren
ser santos; hombres y mujeres que viven como Jesús, y en quienes confesamos
revelada, triunfante, la misericordiosa santidad de Dios, a quien sea dada la
gloria y el honor por los siglos de los siglos.
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