Lucas 21,25-36
El adviento se parece al realismo mágico, esta corriente literaria en la que la narración es verosímil, pareciera histórica, hasta que ocurre algo salido del mundo de la magia; donde realismo y fantasía se funden. Recuerdo particularmente la obra madre del realismo mágico: Los recuerdos del porvenir, de Elena Garro. El adviento recuerda este título. Al principio, las primeras comunidades cristianas vivían con la expectación del pronto regreso del Señor Jesús, al que habían visto irse, en el mundo de la narrativa de san Lucas, hacia el cielo, en medio de nubes. Esperan su vuelta del cielo, en medio de nubes. Pero el tiempo pasaba y el Señor no volvía. Con el tiempo, la idea de este regreso en el porvenir se mezcló con el recuerdo de su primera venida del cielo a la historia, cuando se encarnó en el vientre virginal de María, la esposa de José, el descendiente de David.
La narración misma del evangelio es enteramente realista: la vida, la predicación del Reino de Dios por parte de Jesús, su muerte en la cruz, su resurrección. Pero Jesús habló de la manifestación del Hijo del Hombre con signos que parecen sacados del realismo mágico: el sol y la luna que se oscurecen, las estrellas que se bambolean en el cielo... Para las naciones, para los gentiles, para los que no conocen a Dios, estos signos son causa de miedo y de terror. Los que no conocen a Dios interpretan los signos de manera negativa, como sucedió a Mafalda el día que disfrutaba de mojarse bajo la lluvia: "¡Mmmhhh! ¡Qué hermosa lluvia!", cantaba. "¡Qué hermoso resfrío!", le dijeron dos señoras al pasar junto a ella. ¿Por qué no vas a tu casa? Así es como luego se enferman. ¡Dar trabajo! ¡Parece que les gustara dar trabajo!" "Lo que nos faltaba", dijo Mafalda: ¡comandos paramaternales!" En cambio, para los que lo conocen, "ustedes", dice Jesús a sus discípulos, "levanten la cabeza, pues se acerca su liberación".
Es verdad, es realidad que el Señor ha venido a la humildad de nuestra carne, que predicó el Reino de Dios, que murió, que fue resucitado, que volverá. Es verdad, es realidad que viene a nosotros a través de su Palabra, a través de su Pueblo, especialmente en los pobres, a través del Pan y del Vino de la Eucaristía. Pero también es verdad que un día vendrá a nuestro encuentro y estaremos cara a cara con Él. No basta conformarnos con lo que ya tenemos. Tenemos que querer, hemos de añorar el momento del encuentro y del abrazo con el Señor. Para eso es el adviento, para anhelar estar con Jesús, un poco como cuando éramos niños, y nos hacíamos la pregunta de a qué época nos gustaría viajar si fuera posible viajar a través del tiempo, en el Exprimidor de libros, que aparecía en Odisea burbujas, aquel viejo programa para niños. Nos imaginábamos metiendo la Biblia al Exprimidor de libros, y viajando a la tierra de Jesús, nos sentábamos entre la gente en el monte y escuchábamos de su voz las bienaventuranzas; caminábamos detrás de él, como la hemorroísa, queriendo, aunque no nos viera ni nos oyera, al menos, tocar su manto; abrazar su cruz; hasta quizá, morbosamente, estar junto al sepulcro aquella feliz mañana de la resurrección y saber por fin cómo es el cuerpo glorioso del Señor Resucitado.
Pero, insisto, leemos los evangelios y los entendemos como si hubieran sido escritos para nosotros, y no nos hacemos la pregunta, correcta y necesaria, de qué entendían aquellos para quienes sí fue escrito este relato. Ellos entenderían que el sol, la luna y las estrellas son los falsos imperios, los que parecían que daban seguridad, pero se vienen abajo frente a la llegada del Hijo del Hombre. En este tiempo de adviento hay que levantar la cabeza, porque sabemos que se acerca nuestra liberación. Levantar la cabeza y esperar el momento en que, por fin, nos veamos liberados de nuestras falsas seguridades, de miedos y prejuicios, de lo que con vergüenza arrastramos por la vida en la conciencia.
¿Cómo será esta vida? No lo sabemos. Pero sin duda será mágica, no porque no sea real, sino porque esta realidad es insuficiente para expresar algo que la desborda. Nos queda esperar, como esperan el hombre y la mujer cuando se embarazan; esperar como un día hicieron María y José; tocar el vientre, cantar al pequeño que crece en el seno de la madre, soñar al hijo, su rostro, sus manos, su voz, su infancia, su futuro, su felicidad. Soñar y esperar. Esperar soñando, hasta que la magia de la vida plena, de la misericordia sin límites, de la luz sin ocaso, de la tibieza de esta Luz irrumpan para siempre nuestra historia; hasta la vuelta del Señor, para darle honor y alabanza por los siglos de los siglos.
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