Apocalipsis 1,1-8; Juan 18,33-37
Imaginemos la escena: finales de siglo primero, principios del
siglo II de nuestra era, la comunidades cristianas se reúnen en una sala
grande, alrededor de una mesa grande, presidida por uno de los hermanos; los
demás se acomodan alrededor de la mesa, vestidos de blanco. O bien, están en
las catacumbas, alrededor de una gran mesa de piedra, sobre la tumba de algunos
de sus hermanos, mártires en el Coliseo romano, por negarse a doblar la rodilla
frente al emperador romano.
Hay que imaginar en estas primeras asambleas cristianas,
particularmente en las surgidas alrededor del Discípulo Amados. Ahí
escucharíamos el inicio del libro del Apocalipsis, libro escrito en griego,
cuyo título significa revelación. Pero, ¿qué revela el libro de la revelación?
Revela no la fecha del fin del mundo ni cosa por estilo. Revela que la historia
tiene dos dimensiones, una empírica, visible con los ojos físicos; y otra
dimensión más profunda, en la que actúan los poderes de este mundo, que
justifican su poder, su dominación, su opresión y explotación sobre la mayor
parte del pueblo de Dios. El apocalipsis llama a este nivel “la tierra”
Pero también es la dimensión en la que acontece la acción de Dios,
que llamamos su reino o su reinado. A esta dimensión la llamamos “el cielo”. El
apocalipsis no sólo revela esta dimensión profunda, también deja de manifiesto
que no hay ni en el cielo ni en la tierra otra persona frente a la cual haya
que doblar la rodilla que Jesús; que no hay otro poder ni otro soberano al cual
obedecer, sino Jesús. Jesús se revela como único y verdadero rey, como único y
verdadero Señor, como único y verdadero poder, y es un poder distinto a los de
la tierra.
El apocalipsis revela además que Jesús es el alpha, la primera
letra, el inicio, la creación de Dios; pero también Jesús es la omega, la
última letra, la recapitulación y la meta de toda la historia y de todo cuanto
existe. Y entre el alpha y la omega, entre el principio y el fin, estamos
nosotros, los hijos de Dios. Nosotros somos las letras que a lo largo de la
historia siguen escribiendo sobre toda la historia y sobre toda la creación, que
Jesús es Rey y Señor.
Para estas comunidades, Jesús resucitado no volverá porque no se
fue. Jesús sigue entre nosotros, pero estas comunidades esperaban, por tanto,
no su vuelta, sino su manifestación.
Estas comunidades recordaban la escena tenida en el palacio del
Procurador romano, aquella mañana en que el Señor y Maestro sería crucificado.
Recordaban, imaginaban los golpes en el rostro de Jesús, los moretones, los
escupitajos en su barba, los azotes en su cuerpo, las espinas en su frente, y
la burla, las carcajadas de Pilato: “¡así que esto es un rey”. “Sí, pero no
como los reyes de este mundo”, “no a la manera tuya y a la manera de los que
son como tú”, respondió Jesús; “si fuera como tú, sería violento, pero yo soy
rey de otra manera”. El suyo es reino de paz, justicia, compasión, misericordia y gozo en el Espíritu Santo.
Costaba trabajo creer que este hombre burlado, violentado y
humillado fuera rey, y rey del universo. ¿Cómo creerlo? Un día Miguelito sonrió
frente a un hombre de traje que pasó junto a él, y éste no reaccionó; luego
sonrió frente a una mujer que traía lentes y la bolsa de las compras, y ella no
reaccionó; luego sonrió junto a un policía y éste siguió inmutable. “Es
inútil”, dijo Miguelito, nadie parece advertir espontáneamente que yo soy un
buen tipo.” Nadie parecía advertir que Jesús fuera rey, y rey del universo.
A nosotros, en nuestra vida y en nuestra historia, nos cuesta
creer, cuando sufrimos la persecución, la injusticia, la pobreza, la
incomprensión, la violencia, la muerte; nos cuesta vernos al espejo y reconocer
que somos tan hijos, tan dignos y tan reyes como Jesús. Cuesta ver en nuestra
mirada la manifestación del reinado de Jesús, pero hay que verla, y acogerla,
creer en ella y hacerla fuente de fuerza y de esperanza, de vida.
Pero los primeros cristianos fueron testigos de la manifestación
de la Palabra eterna del Padre, del Hijo del hombre como Rey y Señor: en la
cruz; más plenamente en la resurrección; en el jardín donde estaba el sepulcro,
limpiando las lágrimas de María Magdalena, en su abrazo con ella; en el calor
de la fogata donde puso a asar peces para sus amigos; en la comida con ellos,
en nosotros, que somos su pueblo, en su Iglesia en los que somos sus testigos,
en los que como él queremos ser testigos, mártires de la verdad, en los que
doblamos la rodilla sólo ante él y lo confesamos Rey del universo y Señor de la
historia, a Él la gloria, el honor y el poder por los siglos de los siglos. Amén.
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