Juan 20, 19-31
De principio a fin, el evangelio del Discípulo Amado quiera abarcar la vida humana de principio a fin. De su nacimiento a la muerte, desde sus necesidades más básicas hasta la búsqueda de trascendencia; en su hambre y en su sed, en su debilidad y en sus enfermedades, en sus momentos de oscuridad, en los momentos de soledad, en los momentos de fiesta, en los momentos de duda, hasta en los momentos de falta de fe, como los que vivió Tomás a los ocho días de la resurrección, Jesús es el sentido y la respuesta. Por eso Tomás no podía dar crédito a lo que le contaban los demás. Como pasó con los otros, su vida cambió cuando se encontró con Jesús, cuando a través de Jesús Dios le dio de comer y de beber; lo curó, le dio luz, le lavó los pies, le dio un rumbo. No podía ser que a las pocas de haber afirmado que nadie tiene amor más grande que aquél que da la vida por sus amigos, Jesús estuviera muerto. Había dado la vida por sus amigos. Y aquella noche, a él, Tomás, Jesús lo había llamado "amigo". Había huido, es verdad, pero amaba a Jesús. No le bastaba haberlo conocido, haber escuchado sus palabras, haber comido con él, de su pan y de su mano, haber bebido su vino y de su copa. Él quería verlo, tocarlo; necesitaba contemplar al traspasado. Y Jesús le concedió verlo, escucharlo y tocarlo nuevamente. Y entonces supo que estaba vivo, no sólo Jesús, sino Él, Tomás. Y como Tomás, el Gemelo, nosotros, los que somos sus gemelos, vivimos de verdad y para la eternidad cuando creemos en el corazón y confesamos con los labios que en Jesús el Amor de Dios se hizo carne y habitó entre nosotros; que nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos, y a nosotros nos ha llamado "amigos"; que su nombre ha sido puesto sobre todo nombre; y que frente a este nombre doblamos la rodilla para que nuestros labios beban de Él, manantial de vida plena que nos lava, nos refresca y nos desborda y nos sumerge por los siglos de los siglos. Amén.
Se pueden vivir valores cristianos, del más alto humanismo, y no por eso se es cristiano. Hay en la Iglesia diversas maneras de entender a Jesús y leer el evangelio, diferentes maneras de seguirlo. Hay quien pone el acento en lo ético y nos dice que Jesús no se predicó a sí mismo, sino que predicó el Reino de Dios, y que lo que importa, lo único que importa, es el Reino. Y que si no somos del Reino de nada sirven nuestras devotas y festivas eucaristías. Algo hay de verdad. Pero también es verdad que hay un momento en el que se impone la necesidad de confesar abierta y explícitamente a Jesús, muerto y resucitado, como Mesías de Dios y Señor de la historia. No es una cuestión secundaria, en ello se nos va no sólo nuestra identidad, sino la vida misma. Y es la conclusión de la escena del evangelio, el primer final que tuvo la narración del Discípulo Amado, según cuentan los especialistas. Muchos signos hizo Jesús delante de sus discípulos, narra el evangelista, pero los que se han escrito son suficientes para creer que Jesús es el Mesías Hijo de Dios y para que, creyendo, tengamos en él vida eterna.
Entre el conjunto de los discípulos, destacan las figuras de Simón Pedro y del Discípulo Amado. Sabemos que Simón Pedro fue el pescador de Galilea llamado por Jesús para caminar detrás de él y ser pescador de hombres. Sabemos que era el líder y el portavoz del grupo de los Doce, que su autoridad está atestiguada en los evangelios de Marcos, Mateo y Lucas; que es el centro y garante de la comunión de los cristianos; que por eso mismo fue referencia e interlocutor de san Pablo. Y es por eso mismo el representante y paradigma de un cierto tipo de discípulo. Pero llegó un momento en la historia de los primeros seguidores de Jesús, en que uno de ellos sintió que la historia de Jesús no se estaba contando de manera completa o de manera más acertada. No es que los demás no tuvieran razón, ¡claro que la tenían! Pero algo no estaba del todo bien. Ni siquiera sabemos su nombre y no importa, su nombre no decía quién era de verdad, él era Discípulo de Jesús y se había experimentado intensamente Amado por su Maestro.
Sí, era verdad. Jesús había contado hermosas parábolas, sus palabras siempre comunicaban la verdad del amor y de la vida de Dios. Pero Jesús no sólo era alguien que hablaba buenas palabras sobre Dios, Él mismo era la Palabra de Dios. Sí, es verdad que Jesús había estado en muchas bodas y habría aprovechado esas fiestas para hablar del gozo que le da a Dios buscar a su pueblo como el novio busca a su novia y se desposa con ella y brinda con un vino generoso. Él mismo era el novio, el Esposo que había venido por su amada comunidad, que, engalanada salía a su encuentro, y Él mismo es el Vino de fiesta, el Vino mejor, el Vino de la Alianza, la séptima vasija, la portadora de la vida y la alegría de su esposa. Sí, es verdad que Jesús derribó a los cambistas y mercaderes del Templo, pero había que decir que Él es el Templo verdadero, el templo derribado por los hombres pero nuevamente levantado por Dios. Sí, es verdad que Jesús pidió de beber a la Samaritana, pero también es verdad que Él es la única agua viva, que se convierte en manantial de plenitud para quien lo bebe. Es verdad que curó a los enfermos, a muchos de ellos en sábado; que entre los enfermos estaba un ciego de nacimiento que no conocía la luz y Jesús se la regaló, pero también es verdad que Jesús mismo es la Luz. Es verdad que Jesús muchas veces comió con los pobres a campo abierto, que multiplicó los panes, pero también es verdad que Jesús mismo es Pan de vida verdadera. Es verdad que Jesús habló de un pastor que buscaba a sus ovejas y las llamaba por su nombre, pero la verdad es que Jesús es el Buen Pastor que ha dado la vida por sus ovejas. Es verdad que Jesús resucitó a Lázaro, pero hay que decir y decirlo muy en alto que Jesús mismo es la resurrección y la vida. Es verdad que Jesús lavó los pies de sus discípulos, porque habían caminado y habían arrastrado el polvo del camino, pero lo más importante para nosotros, que somos caminantes, que Jesús es el Camino, la Verdad y la Vida.
No hay vida verdadera sin Jesús. Un día Susanita venía caminando por la calle con un ramo de flores en las manos. En la banqueta estaba sentado Manolito, y Susanita llegó hasta él, y le acomodó las flores en su cabeza al tiempo que le decía: "Para tu inteligencia, Manolito. ¡Queda tan triste una tumba sin flores!" No hay inteligencia plena sin Jesús, del mismo modo que por más amor que haya, si no está Jesús no hay Reino de Dios en plenitud.
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