Marcos 16,1-7
De tanto trabajar con enfermos terminales, la Doctora Elizabeth Kübler-Ross dio el siguiente paso lógico en su investigación médica y su labor profesional: la pregunta por la muerte. Cuenta incluso que en una ocasión, siendo ya mayor y de visita en casa de su hermana Eva, tomando un café por la mañana y antes de salir al aeropuerto para tomar el avión que la llevaría de regreso a Estados Unidos, sintió que le había llegado su hora, y habiendo acompañado a este tipo de pacientes, se permitió decir a su hermana que le regalaba en vivo la descripción de su propia muerte, narró el cosquilleo que comenzó a sentir en la punta de sus pies y que poco a poco subía por su cuerpo; entonces sintió que alcanzaba el momento supremo y gritó: "ahora despego", y sintió que se desprendía de su cuerpo y salía volando. Cuando despertó, narra ella misma, vio que lo único que había volado era la taza donde estaba tomando café cuando impactó desmayada sobre la mesa.
Por supuesto, tras la pregunta por la muerte vino luego la pregunta última y definitiva por la vida más allá de la muerte, fue lo que la llevó, primero, a investigar entre personas que afirmaban haber estado muertas por algunos instantes, al cabo de los cuales habían vuelto o habían sido devueltos a esta vida. Coincidían en varios elementos: la sensación de que se desprendían de su propio cuerpo, que se veían a sí mismos y escuchaban todo cuanto ocurría a su alrededor pero ellos no podían ser vistos ni escuchados por los demás; que se sentían plenificados, sin límites ni dolores; que después podían desplegarse de tal manera que estaban junto a sus seres queridos, y de alguna manera se despedían de ellos, que se abría ante ellos un camino largo, que sus seres queridos difuntos venían a su encuentro y eran llevados hacia esa Luz por la que se sentían envueltos e incondicionalmente amados, que veían el conjunto de su vida con humildad y gratitud y que, con todas las ganas de seguir adelante, sin embargo, eran regresados.
La resurrección del Señor es algo que por más que se quiera no se puede entender con la mente, pero es un misterio que al que nos podemos acercar con el corazón. A mí me gusta imaginar que cuando Jesús cerró sus ojos por última vez clavado en la cruz, en su espíritu volvió al hogar de Nazaret, y por unos instantes volvió a estar acunado en los brazos tiernos y cálidos de María, que por unos instantes volvió estuvo corriendo y riendo con José, en su taller entre el hierro y la madera; en la sinagoga, con sus parientes, entonando los salmos. Que nuevamente por unos instantes estuvo él en esa sinagoga, con el rollo de Isaías en la mano, sintiendo sobre sí al Espíritu del Señor. Que otra vez caminó a la orilla del lago e invitó a los pescadores a que lo siguieran para ser pescadores de hombres y también para ser sus amigos. Que nuevamente bailó y gozó la boda de Caná; que su mano tocó de nuevo al ciego de nacimiento, el féretro del hijo de la viuda de Naím, al leproso corrido de todos lados. Que nuevamente volvió al campo abierto, a partir el pan con los pobres, comiendo con los pecadores y las prostitutas. Que nuevamente volvió a sentir la fuerza que salía de él cuando lo tocaba la hemorroísa; que otra vez se plantó con valentía frente al sepulcro de Lázaro, volvió a llorar a amigo y lanzó fuerte su voz para hacerse oír por encima de la muerte.
Me gusta pensar que entonces se dio cuenta de que estaba dormido, recostado en las piernas de Alguien, que reconoció las manos que lo acariciaban y las lágrimas que con que era besado. La ternura y el llanto de Dios a un mismo tiempo Que sintió nuevamente sobre su rostro primero la suavidad y luego la fuerza del Soplo del Padre, que abrió los ojos y se dejó poner de pie. Que luego de un abrazo largo de un instante de eternidad, se reconoció en la mirada amorosa del Padre y experimentó la tremenda fuerza del amor que lo había levantado de entre los muertos y le regalaba la vida en plenitud. Me gusta pensar que entonces, aún en el Valle de los muertos, Jesús giró el rostro a un lado y a otro hasta reconocer la silueta del hombre bueno y trabajador al que con orgullo llamó abbá, y juntos, el Padre y Jesús lo envolvieron de amor y le regalaron la vida en plenitud. Me gusta pensar que juntos, padre e hijo, José y Jesús, después de hacer a un lado la piedra del sepulcro, de alguna manera misteriosa pero cierta, volvieron a Galilea y entraron en casa, que se sentaron sobre el piso a los pies de María, que tomaron con fuerza la mano con ella sostenía su pañuelo, y tomando ese mismo pañuelo, con cariño le secaron el rostro y le dijeron al oído lo mucho que la amaban y que fuera fuerte, como hasta entonces, que nunca estaría sola. Porque el amor nunca está solo. Y que sólo hasta entonces se dejó ver de Magdalena, de Pedro, del Discípulo Amado y de todos los suyos.
Cuenta la Doctora Kübler-Ross que para los médicos de su tiempo, quizá también para muchos de los de hoy, la muerte era un fracaso. Pero ella insiste en que la muerte es quizá la experiencia más increíble que puede acontecernos. Yo también lo creo. Cuenta también que cuando su exmarido, con el que se reconcilió aunque no volvieran a vivir juntos, estaba a punto de morir, le pidió que si era verdad que había vida más allá de la muerte, se lo hiciera saber de alguna manera tan particular que a ella no le quedara la menor duda. Cuenta que cuando ella aún vivía con él, compartía su certeza de que había vida después de la muerte, su esposo solía decir que si era verdad, cuando él muriera, en la primera nevada que cayera tras su muerte, haría florecer rosas. Vivían en Chicago. Cuando él muere, al día siguiente de que la Doctora hiciera para él esta petición, fue enterrado en Chicago, y que era invierno. Cayó la nieve el día en que fue sepultado, y junto a la tumba, bajo la nieve, sin que nadie supiera explicar cómo, habían muchas rosas recién florecidas. Y para despejar la duda, afuera de la puerta de la casa de su hija, bajo la nieve, un ramo de rosas frescas.
La muerte sólo es un fracaso para quien no ha sabido vivir. Para quien cree en el amor, para quien cree en Jesús y en su Evangelio la muerte es la participación de su vida plena. Creo que el amor siempre se busca y se reconoce, que por eso, cuando morimos y somos llevados hasta la Luz que no se apaga, la misma luz que se ha encendido para nosotros en el cirio pascual, cuando esa luz nos envuelve y nos sentimos incondicionalmente amados, somos puestos de frente a nuestra vida y vemos con emoción y gratitud el brillo de cada uno de los actos en que amamos como desde siempre hemos sido amados, sin límites ni condiciones. Que sentimos en cada brillo y en cada uno de esos actos la ternura de Dios. Que entonces experimentaremos que somos arcilla en las manos del alfarero, que en cada brillo y en cada acto de Dios sentiremos sobre el rostro la calidez del soplo de Dios y acunados en su regazo, resucitados, volveremos a vivir. Y entonces libres de dolores, de mezquindades, de límites y contradicciones, volveremos a los nuestros, a los que quedaron aún en la historia, les daremos un beso y confiaremos en que comprendan que somos nosotros. Que mi madre y yo viajaremos junto en avión y volveré a comer paletas heladas de fresa con mi padre, que los jóvenes de Ayotzinapa volverán a ser abrazados por sus padres. Que de alguna manera que nadie podrá explicar, dejaremos la fragancia de un ramo de rosas frescas por debajo y por encima de la nieve que se acumula en el corazón con la muerte, y que poco a poco derrite el calor de la llama de este cirio, que es Cristo Jesús, el Señor Resucitado, el Maestro de Vida plena, al que sea dada la gloria y la alabanza por los siglos de los siglos. Amén.
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