Juan 13,1-17
Dicen que la muerte se presiente. Todos hemos oído historias de personas que, antes de morir, dieron avisos claros de que sentían próxima la muerte. Como que hubieran tenido alguna particular clarividencia o hubieran recibido un signo que les habría sido inconfundible, así como presenta García Márquez a Amaranta Buendía, tejiendo su mortaja, sabedora de que cuando la terminara moriría; y cuando estaba a punto de acabarla, salió por todo Macondo ofreciendo a los vecinos su mediación para llevar cartas y recuerdos a los amigos y familiares que habitaban en el más allá. Algunos moribundos hablan de la presencia de seres queridos ya difuntos y hasta entablan conversación con ellos, aunque nadie más pueda verlos.
La Dra. Elizabeth Kübler-Ross aprendió desde niña que no le hacía gracia que a los enfermos los trataran como si fueran objetos o animales de estudio. Le molestaba profundamente que nadie los viera como lo que en realidad eran: personas, seres humanos, madres, padres, hijos, amigos de otras personas a las que amaban y que los amaban. Le enfurecía que se les quisiera ocultar a toda costa la inminencia de la muerte, que se les quisiera hacer creer que aún había esperanzas, que se les ilusionara con la posibilidad de un milagro que no llegaría. Y mientras, en ese horror, pasaran sus últimos momentos en la frialdad de un cuarto de hospital o de una unidad de cuidados intensivos.
Cuenta con comprensible indignación la historia de una hermosa joven de 21 años enferma de leucemia, a la que invitó a uno de sus seminarios sobre cuidados a enfermos terminales. Ella habló de sus sueños, de sus ilusiones, de los momentos de su niñez y juventud que recordaba con particular emoción, de la carrera que ya no podría estudiar, del marido y de los hijos que ya nunca tendría y, sin embargo, hablar de ello le permitía no morir frustrada. Sin embargo, narra la doctora, cuando fue a visitarla al cabo de unos días, se encontró con que estaba en terapia intensiva, desnuda sobre la cama, bajo un foco prendido las veinticuatro horas, que le imposibilitaba saber si era de día o de noche; las enfermeras pasaban a revisar los registros de sus signos vitales sin dirigirle ni un saludo; a sus familiares sólo les permitían entrar a verla cinco minutos dos veces o tres veces al día. Y así, cuenta la doctora, mientras ella moría desnuda y sola bajo un foco inclemente, su familia esperaba afuera , desesperada, triste e impotente, el momento de la partida sin poder acompañarla. Dice la Doctora que aprovechando su condición de médica entró en la unidad de terapia intensiva, apagó el foco cubrió el cuerpo de la joven con una sábana, y cubriéndola la abrazó para darle un abrazo de despedida y no dejarla morir sola.
De otros moribundos cuenta la Doctora que los médicos sólo les hacían preguntas sobre sus síntomas, y ni los médicos ni los familiares se atrevían a hablar de la muerte que se acercaba. Pero sabían que venía por los cambios repentinos de todos ellos, evidenciados en el torpe empeño de hacerlos creer que se estaban poniendo mejor mientras se comportaban como si ésa fuera la última vez que se veían. En esos casos, los enfermos esperan sinceridad y llega el momento en que asumiendo su destino, deciden terminar sus asuntos pendientes y encarar así la muerte. Porque más que la muerte misma, lo que les importa es recuperar su vida y cerrarla lo más dignamente posible, importa descubrir el sentido de haber vivido. Y que alguien les pregunte qué sienten y qué esperan en esos momentos.
Evidentemente, Jesús no era ningún enfermo terminal cuando vino de Galilea a Jerusalén para celebrar la Pascua en la que finalmente murió crucificado. Tampoco era mago ni vidente. Pero, ¿sabía Jesús, cuando subió a Jerusalén, que iba camino de su muerte? Los evangelios hablan de los anuncios que hizo previamente sobre su muerte y resurrección, pero cabe la posibilidad de que se tratara más bien de una premonición o de una expectativa y no de una certeza. Lo cierto es que llegó un momento en el que fue claro que la muerte sobrevenía de una manera inminente, inevitable y violenta. Quizá entonces se planteó la necesidad encararla recuperando el sentido de su vida y haciéndolo trascender.
Entonces pensaría en los suyos, en sus amigos y en sus discípulos. En el marco de la pascua, celebraría su cena de despedida, con pan y con vino, sin cordero asado ni hierbas amargas, porque la vida ni es amarga ni tiene por qué ser sacrificada. Jesús celebraría con sus amigos el gozo de haber vivido y de haber compartido la vida como de una gran fiesta. Entendería que su papel sería el de invitar a la fiesta a los que el dolor, el mal o los prejuicios habían excluido de ella; habría comprendido que había venido a la historia no para ser el festejado, sino el siervo bueno que recorre plazas y caminos para invitar a todos a la fiesta. Comprendería que su papel sería el del siervo bueno que lava los pies de los invitados y los perfuma para dejarlos dignos del banquete. Comprendería incluso que su papel habría sido el de ser el banquete de fiesta para los hambrientos de fuerza, de sentido y de esperanza. Comprendería que su vida había hallado sentido haciéndose vino de bodas para los que no conocían ni el amor ni la alegría; que Él era el esposo que salía al encuentro de los que sentían que no merecían el amor. Se preocupó, como las madres que agonizan, de que sus hijos no tuvieran hambre. Y de cara a la muerte, les habló de su último sueño, de su más fuerte expectativa: les hizo una última promesa: la de beber juntos nuevamente, de la misma copa el vino nuevo del Reino de Dios, en el Reino del Padre, del que había venido y al cual volvía.
Así quiso Jesús asumir que su vida terminaba y que la muerte llegaba. Se despidió de los que amaba amándolos hasta el extremo. Quiso ser para ellos agua fresca que lavara los pecados de la traición, la negación, la cobardía y la incomprensión. Quiso ser pan para fortalecer la debilidad que los haría fallar, y vino que les devolviera la alegría. Quiso reunirlos alrededor de una misma mesa y pedirles que se amaran como si fueran un mismo y único cuerpo, su propio cuerpo. Ojalá los suyos hubiesen comprendido que se trataba de una despedida y no se hubieran permitido dejar a Jesús en su miedo y en su muerte.
Por eso ahora nosotros guardamos la memoria de aquella noche y repetimos sacramentalmente sus gestos y sus palabras para mantener vivo su amor; para experimentarlo vivo, resucitado; para sentir cómo el Señor Jesús nos sigue lavando con su misericordia; nos sigue alimentando, alegrando y fortaleciendo. Desde entonces nosotros, sus amigos, su pueblo, su comunidad, somos pueblo sacerdotal. A esta festiva memoria del amor llevado al extremo la llamamos Eucaristía. En ella celebramos la certeza de que el Señor está vivo y sigue amando en nosotros cuando damos a nuestra vida el mismo sentido que Él dio a la suya: la de darse amorosamente con generosidad a los demás: como agua a los que han sido excluidos de la misericordia; como pan a aquéllos que tienen hambre de ser amados; y como vino, para los que han perdido las ganas de vivir y de amar; hasta que bebamos juntos, el vino nuevo servido por el Señor en la mesa de su Reino. Amén.
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