Juan 18-19
Cuenta la Dra. Elizabeth Kübler-Ross la experiencia que tuvo con un niño enfermo de cáncer, desahuciado, con un pronóstico de vida de sólo tres meses, que al final serían tres años. Como niño moribundo que era, dice la Doctora, tenía una sabiduría mayor que la de cualquier niño de su edad. Después de una serie de charlas con ella, el niño le envió una carta:
"Querida Doctora Ross:
"Sólo me queda una pregunta más: ¿qué es la vida y qué es la muerte y por qué tienen que morir los niños pequeños?
"Besos, Dougy"
Preguntas así nos las hacemos muchas veces, cuando nos visitan el mal, el dolor, la adversidad, la violencia, la muerte injusta. Pocas veces, de hecho, tiene uno la sensación de que la muerte sea justa y acontezca en el momento correcto. La Doctora Kübler-Ross escribió una respuesta al pequeño, y comenta:
"Con palabras sencillas expliqué que la vida era un juego, semejante a lo que hace el vendaval esparciendo las semillas, que son cubiertas por la tierra y calentadas por el sol, cuyos rayos son el amor de Dios que brilla sobre nosotros. Todos tenemos una lección que aprender, una finalidad en la vida, y deseaba decirle a Dougy, que moriría tres años después y estaba tratando de comprender por qué, que él no era una excepción. Algunas flores sólo viven unos cuantos días; todo el mundo las admira y las quiere como a señales de primavera y esperanza. Después mueren, pero ya han hecho lo que necesitan hacer."
Después de un parto complicado, la primera de tres trillizas y nacida con un peso de 900 gramos, Elizabeth Kübler se vio obligada a dejar el hogar paterno por empeñarse en estudiar medicina en lugar de ser secretaria; se ofreció como voluntaria en Polonia al término de la Segunda Guerra Mundial; cruzando Alemania de regreso a casa, casi muere víctima de una infección y del prejuicio de los alemanes, que preferían no hacerle caso porque la creían polaca; hija en una familia conservadora, desafió nuevamente la autoridad paterna al casarse con un judío estadounidense, con quien se fue a vivir a la Unión Americana. Madre de dos hijos luego de cuatro abortos espontáneos, se enfrentó a instituciones y autoridades en la que sería la gran misión de su vida: la humanización de la medicina, particularmente la atención de enfermos terminales. Su esposo se divorció de ella cuando su labor y sus conferencias la absorbieron. Víctima de estafadores espiritistas que abusaron de su interés por la vida más allá de la muerte, y habiendo perdido su patrimonio, consistente en una granja en la que fundó un albergue para niños con sida, la Doctora Kübler-Ross opina:
"La medicina moderna se ha convertido en una especie de profeta que ofrece una vida sin dolor. Es es una tontería. Lo único que a mi juicio sana verdaderamente, es el amor incondicional."
La muerte de Jesús, la más injusta de la historia, sigue causando dolor y preguntas entre los suyos, entre mujeres y hombres desde aquel primer viernes santo hasta nuestros días. Como él, muchos han muerto en cruces de muchas formas y destinos. Y nos seguimos preguntando por qué. Y podremos pasar la vida entera preguntando por qué, por qué a mí, por que ahora, si nos fijamos sólo en el dolor y en la injusticia y perdemos de vista el amor. A mí me conmueve la profunda y absoluta generosidad de Jesús, el Señor, con la humanidad sufriente y ajusticiada. Al encarnarse, Dios no hizo excepción de sí mismo. Me costaría creer en un Dios que sólo ofreciera bendiciones desde lejos. Pero renuevo mi confianza en un Dios que camina por su pueblo y se mancha los pies con el lodo del dolor y el sufrimiento porque puede más en Él el amor a los suyos que el aprecio por su propio bienestar.
La vida incluye la muerte, siempre, al menos en nuestro mundo y en nuestra historia. Y la muerte sólo tiene sentido a la luz de la vida que se vivió. Frente a su muerte, Jesús sintió miedo, como todos. Se sintió abandonado por Dios, como todos ("Dios mío, Dios mío"). Fue consciente de que su muerte era injusta ("Perdónalos, porque no saben lo que hacen)". Sintió la tentación de negociar con Dios (Padre, si es posible, aleja de mí este cáliz..,) Murió sin tener satisfechas todas sus necesidades, con la carencia de lo que ya no vendría ("tengo sed). Su corazón quedó herido con el pendiente, la solicitud y finalmente la ruptura con sus seres queridos: ("ahí tienes a tu hijo, ahí tienes a tu madre). Pero supo que su vida había tenido su mejor resumen en el amor recibido y comunicado a manos llenas ("Todo está cumplido"), y renovando su plena confianza en el Padre, entregó en su espíritu en sus manos.
Entre la soledad y el silencio de la cruz, comprendió que, a pesar de lo injusto y de lo cruel, su muerte alcanzaba un sentido: el amor. Acogió en el corazón la certeza de que una vida de amor extremo y fiel, estaba siendo coronada por una muerte que lo desafiaba a seguir amando hasta el extremo. Moría como vivía: amando. Amando al Padre, que lo había arrojado a la tierra de la historia como grano de trigo, y lo había esparcido con la fuerza de su Viento, que es el Espíritu Santo. Amando a los suyos, a los que lo habían recibido como luz, como pan, como vino, como agua viva; amando a los que lo crucificaban. Porque el amor de Dios es absoluto, y donde abundó el pecado, sobreabundó la misericordia. Y desde entonces y para todos, el Señor Jesús, muerto en cruz y resucitado, es la fuerza de nuestra esperanza.
Nosotros confesamos que hemos nacido de este amor. Que hemos brotado del corazón herido del Señor crucificado. Confesamos que vivimos gracias a este amor, que bebemos a raudales del costado abierto por la lanza del soldado, lavando el pecado y desbordando la gracia. Nosotros creemos que Dios no quiere el dolor, ni el sufrimiento ni la muerte. Porque es Vida y es Amor. Creemos que sólo el amor cura y sólo el amor salva. Creemos que hay un momento en el que el dolor y la muerte son inevitables. Pero creemos que siempre hay tiempo y lugar para el amor. Y que si el amor no nos sirve para dar sentido a la vida, ¿para qué nos aferramos a ella, si la vida sin amor es una cáscara vacía, sin fruto ni semilla? Y si detrás de la muerte no queda el amor que da vida nueva, ¿qué caso tendría creer en el amor? Por eso creemos en la cruz, y con toda humildad, nos arrodillamos frente a la vida eterna que arrancó de ella el amor del Señor Crucificado.
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