Marcos 9, 2-10
Un día, mientras jugaba, Mafalda escuchó la voz de su mamá, que le gritó: "Mafalda, lavate las manos y vení a comer." Luego, cuando ya se las lavaba, escuchó: "¿Te las lavaste ya?" "¡Pero sí", respondió Mafalda sacudiéndose las manos, "¡todos los días la misma historia!", y continuó imitando a su mamá: "Lavate las manos para tomar la leche... lavate las manos, que ya está la cena... ¡Qué fijación con Pilatos!, ¿eh?" Yo, muchas veces, en este camino de la cuaresma, me digo: ¡qué fijación con las mortificaciones!
Bendita la hora de gracia en que la escena de la transfiguración nos recuerda que el sentido y la meta de la cuaresma, lo mismo que toda nuestra vida, no es la cruz, sino la vida; más aun, la plenitud de la vida. La escena de la Transfiguración recuerda a la escena del bautismo. En aquella ocasión también se escuchó la voz del Padre proclamando a Jesús como su hijo, y escuchamos el orgullo que sentía por él. Ahora Jesús no está en el río, sino que ha subido a la montaña, en compañía de sus amigos. Si lo importante fuera en qué monte, el evangelista nos daría esta información, pero no lo hace. Pareciera, entonces, que lo importante está en la acción misma de subir. Pareciera que a lo largo del evangelio Jesús ha subido y nos está mostrando su cercanía con el Padre. Y ahora la voz del Padre vuelve a reconocer a Jesús como hijo suyo, pero esta vez no declara su orgullo, más bien pide escuchar al Hijo.
Pareciera que el orgullo de Dios sobre Jesús radica en el gran despliegue de amor, compasión y misericordia que Jesús desplegó en la primera parte de su ministerio público, y ahora que ha comenzado a hablar de su persecución, de su muerte en la cruz y de su resurrección nos pide que no cerremos el corazón a este mensaje. Que no tengamos miedo, como Pedro y los demás, que estaban asustados por los anuncios de cruz, y preferían quedarse en ese anticipo de gloria, que es la transfiguración de Jesús.
Pareciera que el Padre invita a escuchar a este Jesús y contemplarlo glorificado, con una blancura que es don del cielo. Escucharlo y contemplarlo para que no perdamos de vista que, aunque nuestro camino esté marcado por la cruz, nuestro destino no es la cruz, sino la vida en plenitud. La narración dice que junto a Jesús se aparecieron en ese momento Elías y Moíses, no se dice de qué platicaron, señal de que esta conversación no es lo más importante. Quizá la escena quiere que escuchando a Jesús y contemplando su vida, nos acerquemos a la humanidad doliente y empobrecida con generosidad y compasión, como Elías con la viuda de Sarepta y su hijo único, que estaban a punto de morir de hambre, hasta que recibieron la visita del hombre de Dios. Quizá quiere que nos acerquemos al pueblo humillado lo mismo que lo hizo Moisés, para caminar con él hacia la tierra de la libertad, hacia la tierra de la justicia y de la paz.
Creo que la escena invita a contemplar la blancura de la túnica de Jesús, una blancura que no es de la tierra, y que contemplemos a la humanidad, cuya dignidad es sagrada porque somos imagen y semejanza de Dios, porque formamos su Cuerpo en la historia y somos Templo de su Espíritu, y reconozcamos con dolor y con vergüenza que esta humanidad ha sido despojada de su dignidad, que su ser imagen y semejanza de Dios ha sido empeñada, ennegrecida de luto por la violencia de los malos y la indiferencia de los buenos. Que no perdamos de vista que nuestra dignidad viene de Dios, no de los hombre; y que nuestra pobreza, el hambre, el horror de la violencia y de la corrupción no vienen de Dios, sino de los hombres.
Y que el camino de seguimiento a Jesús no nos dé miedo, aunque pase por la cruz. La cuaresma no es un tiempo que invite al dolor de la cruz, sino a la fidelidad del amor probado en la cruz, porque nuestra meta no es la muerte, sino la vida. Y que esta esperanza se convierta en fuerza para caminar hasta ella y recibirla en plenitud.
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