Juan 3,14-21
Dos cosas quedan claras. Una, que Dios ama al mundo, infinitamente, intensamente; es decir, lo dirá el mismo apóstol en sus cartas, Dios es amor. Segunda, la imagen de Jesús, el hijo del hombre, levantado en la cruz como Moisés levantó la serpiente de bronce en el desierto, para que todo el que crea en él tenga vida eterna. A mí las dos ideas me estremecen y me emocionan; no son ideas para explicarse, son imágenes para contemplarse.
La evocación de la serpiente del desierto recuerda la muerte de los israelitas durante el éxodo, y su posterior curación por la contemplación de la serpiente de bronce, bajo el principio homeopático de que lo semejante se cura con lo semejante. Pero en el caso de Jesús, ¿cómo es que se cura uno?;en otras palabras, ¿cómo es que uno se salva, acaso crucificándose?
Contemplar a Jesús crucificado es contemplar por un lado el resultado de la maldad humana, y uno se pregunta: ¿dónde quedó la bondad del hombre, aquélla que Dios le imprimió desde el momento mismo de su creación? ¿Tiene que ver Cristo crucificado con la serpiente del Edén, la que llevó a Adán y a Eva a su expulsión del paraíso? ¿Cómo puede ser que el dolor y la muerte de Jesús nos hayan salvado y destruyan los pecados de la humanidad, de la humanidad que lo crucificó, y de la humanidad que camina en estos días por la historia?
La respuesta está en el amor. Yo creo firmemente que Dios nos creó a su imagen y semejanza. Creo firmemente que ello supone que fuimos creados en libertad y para la libertad; que la libertad es un regalo de Dios que el hombre debe aprender a conquistar; a recibir y, por supuesto, utilizar. Que el relato de la serpiente habla de esta verdad: que Dios quiso que el ser humano fuera tan grande que le hablara de tú a tú. Pero no por eso el hombre logra ser plenamente humano, es decir, no por eso el hombre alcanza el ser de Dios. La muerte es su más cruda constatación, somos mortales, nuestra grandeza es frágil, nuestra libertad es vulnerable, nuestra vida se desmorona.
Sólo el amor salva y sólo el amor da la vida. Sólo el amor da a la libertad el soporte y la consistencia para alcanzar la infinita grandeza de Dios. En este 2015 en que celebramos el año de la vida religiosa, uno puede hablar y teorizar sobre la esencia de la vida religiosa en la Iglesia y en el mundo; mostramos su grandeza. Pero cuando a todo le ponemos rostros, nombres y apellidos, quizá descubramos con decepción algunas veces, con dolor y vergüenza otras, que no somos lo que decimos ser, que no hemos logrado ser lo que queríamos, que hemos fallado, nos hemos desmoronado. ¿Cómo creer entonces, en la santidad de la vida religiosa? ¿Cómo creer en el signo de la castidad, en medio de los escándalos que nos han lastimado en la pequeño y en lo más valioso de la humanidad? ¿Cómo creer en el signo de la pobreza, en medio de escándalos de lucro y de riqueza? ¿Cómo creer en el signo de la obediencia, cuando se han dado escandalosos casos de luchas por el poder? ¿Cómo creer en el signo del amor fraterno, cuando nos regateamos el saludo y vendemos caro el perdón?
Yo sólo encuentro una respuesta, y la respuesta no la encuentro en nosotros, los religiosos. La única respuesta es Jesús crucificado, el que fue resucitado; el amor entregado, el amor herido, el amor muerto, el amor rescatado a la muerte; el amor planificado. A fuerza de mucho contemplarlo, en Él encontramos la verdad de la vida, y la vida verdadera. En él encontramos la verdad del amor, en el amor que se entrega; la verdad de la vida, en la vida que se da; la verdad de la libertad, en la libertad que no se impone, sino que se ofrece. La única respuesta es Jesús crucificado, a la vista de todos, levantado, para que todos contemplen la verdad del amor, probado en su fidelidad hasta el extremo.
Nosotros, los religiosos en particular, como cualquier bautizado en general, somos signos de santidad; pero no de una santidad propia. Somos signo de amor, pero no de nuestro amor. Somos signos de libertad, pero no de nuestra propia libertad. Porque somos de arcilla, y la arcilla se resquebraja entre los dedos. Somos signos pobres de la santidad, del amor y de la libertad de Jesús, el Señor, nuestro Maestro, al que seguimos, unas veces con caídas, otras con cansancio, y otras más con indiferencia. Porque somos barro frágil. Y aunque nos duela, no importa, porque lo que importa es el Espíritu que nos da vida, el que nos da consistencia, el que impulsa a caminar. Importa el Espíritu porque es el Espíritu de Jesús, levantado en la cruz por los hombres en la tierra; levantado de la cruz por el Padre hasta la eternidad.
Importa él, no nosotros. Importa verlo a él, en nosotros. Pero no a nosotros, sino a Él. No es nuestra fidelidad la que anunciamos, porque es de arcilla. Anunciamos la fidelidad de Él, clavada en la cruz porque no quiso huir de ella. Fe significa fidelidad. La fe es la que nos salva, dice san Pablo. Pero no nuestra fe, porque nuestra fidelidad es quebradiza. Es la fidelidad de Dios, amoroso al extremo de la cruz, la que nos salva. Por eso, nosotros, como signos, importamos paradójica y escandalosamente aún en nuestras muchas infidelidades, en nuestras fidelidades rotas, porque en esa medida, en la medida de nuestras rupturas, seguimos siendo fielmente amados, absolutamente amados, incondicionalmente amados por el Señor. Y esta fidelidad es la que nos transforma y nos vuelve a la fuerza y a la frescura del primer amor.
Bendita la hora de gracia en la que Jesús, el pequeño Jesús, el joven Jesús, contempló no el barro de José, el buen artesano de Nazaret, sino la luz diáfana y eterna que le daba consistencia, la misma Luz que iluminó la tierra el primer día de la creación, luz de amor fiel que permeaba, se colaba y se desbordaba en cada poro, en cada gesto, en cada mirada, en cada caricia, en cada trabajo de aquél a quien con cariño llamaba "padre" y, llamándolo Padre, sabía que pronunciaba y le daba a él, al hombre llamado José, el sagrado nombre de Dios.
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