Mateo 1,16.18-25
Al
principio creó Dios el cielo y la tierra. La tierra era una soledad caótica
(caos y confusión) y las tinieblas cubrían el abismo, mientras el espíritu de
Dios aleteaba sobre las aguas. Y dijo Dios: “Que exista la luz.” Y la luz
existió. Vio Dios que la luz era buena y la separó de las tinieblas. A la luz
la llamó día; y a las tinieblas, noche (Génesis
1,1-5).
Así cuenta la Escritura el origen de los tiempos y el comienzo de
cuanto existe. Desde siempre la noche ha sido soledad, caos y confusión; ha
sido también miedo. Pero desde el origen, por encima de las tinieblas, como
fuerte viento o como suave brisa, ha soplado el Espíritu de Dios. Desde el
principio, Dios hizo brillar la luz, y la llamó día. Y la luz nos acaricia con
la tibieza de los primeros rayos, y espanta el frío de la noche; con la luz
sabemos dónde estamos, nos ponemos en camino y mediante el trabajo nos hacemos
dueños del mundo; y por la tarde,
cuando, nuevamente regresan las tinieblas, millones de puntitos brillantes que
se asoman una vez y otra por debajo y por encima del manto de oscuridad
sostienen la esperanza del nuevo día que siempre viene.
Todos hemos vivido la experiencia de la noche, los momentos de
soledad, de caos y confusión, de frío y de miedo; momentos de tristeza y
frustración; de derrota y de impotencia, momentos de muerte. José de Nazaret
vivió sus propias noches. Vivió primero la noche en que el embarazo de María, su
desposada, lo sumió en la soledad y en la confusión. Vino la noche, pero por
encima de ella vino también el Soplo de Dios, y la voz del ángel percibida en
sueños le aclaró el misterio de la Virgen Madre. Entonces vino a su corazón y a
la historia de su pueblo la claridad y el calor de la Luz que crecía y
tintineaba en el vientre de la aquella jovencita a la que recibió en su casa
como esposa.
Y José descubrió que la noche es fría y es larga, pero también que
en la noche se puede soñar, que en los sueños Sopla la Fuerza de Dios , y en su
Soplo resuena la Palabra y con la Palabra se hace la Luz, y penetrados de Luz
podemos imaginar la Vida que crece y ríe y baila y vuelva a soñar consigo misma
hasta multiplicarse tantas veces que la noche queda no sólo cubierta, sino
embellecida de tantas luces como estrellas.
Vino después la noche de la huida a Egipto, la noche larga, la
noche cruel, la noche de la persecución, la noche del llanto de Raquel y de la
muerte de sus hijos inocentes. Y José nuevamente percibió el susurro del
Espíritu, y haciendo del silencio y de la oscuridad sus aliados, se puso en
camino hacia una tierra de refugio, Egipto. José supo que cuando la noche se
cierra en su propia oscuridad, el Viento de Dios levanta y empuja a caminar.
La noche se destruye cuando nos atrevemos a soñar y a la luz de
nuestros sueños nos ponemos en camino. Cristo el Señor, Luz de Luz, destruyó la
noche fría y eterna de la muerte, y la dejó vacía como una cáscara a la que le
han arrebatado el fruto. Celebraremos este triunfo pleno y definitivo en apenas
unos días, cuando hagamos de la noche un día radiante encendiendo con emoción
la luz del cirio pascual y levantándolo muy alto, caminemos en medio de la
noche rasgando la oscuridad y multiplicando su luz en las manos de los
bautizados, la Esposa del Cordero que sale al encuentro de su Amado. José vivió
sus propias noches, y fue el primero entre los hijos de los hombres que vio la
verdadera Luz, no la luz lejana del cielo, del sol y los demás astros. La Luz
que todo lo envolvió en el primer día de la Creación, durmió tiernamente entre
sus manos. Y al paso de los días y de las noches, la Luz creció en Nazaret.
A mí me gusta imaginar al Niño y a su padre trabajando la tierra,
abriendo el surco y arrojando los granos a la tierra, preguntando el pequeño a
su padre cómo es que de la semilla echada en el surco crecía después la planta,
entendiendo finalmente que en el calor de la tierra, debajo de ella y por
encima de ella, Dios está con nosotros, trabajando, haciéndonos cuerpo de
arcilla y soplándonos vida con su Aliento.
Me gusta imaginar al Niño, curioso, poniéndose él debajo del yugo,
mientras José alistaba a los animales para la yunta, pidiendo suavizar el yugo,
entendiendo que aún en los momentos más duros de esfuerzo y de fatiga, cuando
regamos la vida con sudor, Dios está con nosotros.
Me gusta imaginar a José enseñando a Jesús a bendecir la mesa y a
agradecer a Dios por el sustento, comprendiendo que en los momentos de hambre y
de sed, cuando las fuerzas y el ánimo se vienen abajo, en la comida caliente,
en el agua fresca, Dios está con nosotros.
Me gusta imaginar al pequeño Jesús contemplando a su padre sentado
en la sinagoga; cómo José enseñaba a su hijo la historia de su pueblo,
rememorando, reviviendo las grandes acciones de Dios, la Pascua, el camino por
el desierto, el dolor brutal del destierro, la esperanza cumplida del regreso,
el anhelo del Mesías prometido al Rey David, su antepasado, hasta caer en la
cuenta, entre el relato y la celebración, que por el camino de la historia,
entre los hijos de su pueblo, entre los miembros de su familia, Dios está con
nosotros.
Me gusta imaginar a José jugando con Jesús, riendo juntos,
corriendo uno detrás del otro, la misma sonrisa en los labios, la misma alegría
en el corazón; contentos porque Dios siempre está con nosotros.
Me imagino a Jesús y a José contemplando el cielo salpicado de
estrellas en las noches de Nazaret, mientras el padre le cuenta la promesa
hecha por Dios a Abraham de multiplicar su descendencia, sabiendo que,
acurrucado sobre su torso, cobijado por sus brazos fuertes y sus manos ásperas
de hombre trabajador, duerme el Hijo eterno de la promesa, el que será llamado
“el Emmanuel”, el Dios con nosotros. Me gusta imaginar el sueño de Jesús, la
paz del niño que duerme tranquilo porque sabe que duerme bajo la custodia del
hombre que ama con el corazón del Padre Celestial.
Me gusta imaginar a José con su hijo en los brazos, con este Hijo
cuyo Cuerpo es la Iglesia, el pueblo de los bautizados, bajo cuya mirada el
Hijo de Dios descubre con certeza que no hay peligro que temer ni siquiera la
muerte, porque no hay noche eterna, porque Dios está con nosotros, la Luz que
vino a la oscuridad y la oscuridad no pudo sofocarla.
Lo que no tengo necesidad de imaginar, porque es una verdad de la
cual estoy seguro, que en san José el Padre nos ha dado su rostro, y Él mismo
se ha dado un nombre. El núcleo de la fe confesada en el Credo, el núcleo de la
fe orada en las palabras del Señor, sólo se comprenden bajo la luz de san José:
la confesión de Dios como Padre, la invocación de Dios como Papá. A mí me gusta
confesar y llamar a Dios como Jesús llamaba a José, el artesano de Nazaret,
vasija de barro, como nosotros; y como él, portadores de la Luz sin ocaso, portadores
de Jesús, que despertado en el Valle de los Muertos arrancó del sueño a José y
lo puso de pie junto a sí mismo. El Hijo de José, el Señor Resucitado, a quien
sea dada la gloria y la alabanza por los siglos de los siglos. Amén.
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