Marcos 11,1-11
Finalmente, después de tres años de llevar el amor y la misericordia de Dios por toda la zona de Galilea; después de predicar durante tres años la llegada del Reino de Dios, a quien llama su Padre, Jesús decide subir con los suyos a Jerusalén, a celebrar la Pascua, a esperar la llegada del Reino en su plenitud. Quizá algunos se burlarían de él, su estampa no era para menos, entró a Jerusalén montado sobre un burro que ni siquiera era suyo. No lo seguía ningún ejército sino una chusma de gente pobre: campesinos y pescadores de Galilea, como él. Pero lo vitoreaban mucho, lo aclamaban como su rey y entraban con él en Jerusalén proclamándolo el Mesías prometido.
Fue un camino de mucha alegría, de muchas ilusiones y esperanzas. Las esperanzas de los pobres, las ilusiones de los convertidos, la gozosa expectativa de vivir un reinado de misericordia y fraternidad. La esperanza de que los pobres tuvieran pan y vino en su mesa; la esperanza de que los leprosos fueran tocados con cariño y no expulsados de la comunidad con asco; la esperanza de los liberados por el poder del mal; la esperanza de que los humillados levantaran el rostro y vieran vista respetada su dignidad. La esperanza de que, por fin, Dios reinara.
Jesús entró en la ciudad y se dirigió al lugar más importante de la ciudad y de todo el judaísmo: al Templo. No sólo quiso mostrar su entrada triunfal, su conquista de la capital del Reino, también quiso conquistar el Templo, de alguna manera derribar el sistema que ocultaba el amor misericordioso del Padre y dejarlo a la vista y al alcance de todo el pueblo, comenzando por los últimos y por los excluidos. Entonces el poder comprendió que aquel profeta y sus acciones estaban siendo una burla al imperio romano y al poder elitista del Templo. Entonces fraguaron su muerte antes de que la gente se plegara con él y se sublevara con ocasión de la Pascua, de la fiesta que recordaba y celebraba la libertad, entonces ya perdida, del Pueblo de Yahvé.
Se acercaron a Jesús para desacreditarlo, pero el Maestro fue más hábil y su sabiduría dejó en claro que en sus palabras no sólo había verdad, había también vida. Y se decidió su suerte. Entre los seguidores de Jesús había varios que se sentían contrariados, quizá desilusionados de que Jesús no hubiera entrado con armas a Jerusalén, que no llamara al pueblo ya a la sublevación frente a Roma. Buscaron entre los inconformes, sedujeron a uno con dinero, y consiguieron que traicionara y entregara al profeta nazareno hijo de David. El resto de sus seguidores, cada vez más emocionados por los triunfos de su maestro en sus debates con los grupos de poder, se vieron cruelmente confrontados cuando vieron a su maestro detenido, juzgado y ajusticiado en la cruz en unas cuantas horas. El día se hizo noche y volvieron a ponerse en camino con sus esperanzas destruidas y sus ilusiones destrozadas. Algunos huyeron a esconderse, por miedo. Otros, desanimados, volvieron a la rutina; todos lloraron su derrota, y algunos también lloraron la muerte de Jesús.
¿Qué pasó? Fue algo que sólo pudieron comprender con el paso del tiempo. Sabían que no era justo que Jesús hubiera muerto como un criminal. Ellos, sus seguidores, no lo dejarían morir, mantendrían viva su memoria transmitiendo sus enseñanzas y comiendo juntos como hacían cuando Él estaba con ellos. Hasta que vivieron la experiencia de la Resurrección. No era una ilusión ni fue un engaño. Era verdad, ¡estaba vivo! Algunos lo habían visto y todos estaban invitados a verlo en Galilea. Galilea, donde todo comenzó. Dios había hecho justicia. El camino estaba abierto, la cruz había sido la última puerta hacia la vida plena, hacia la verdad de la vida.
La vida en nuestros días no es muy distinta: Nos ponemos en camino con nuestras ilusiones y esperanzas, pero luego viene el peso de la adversidad, y nos gana el desaliento. La censura y la salida de Carmen Aristegui de su programa de radio son un ejemplo de ello. Parece que por fin podemos tener acceso a muchas verdades, y luego viene el silenciamiento. Pero mantenemos viva la conciencia y la esperanza. No nos desilusionamos ni perdemos toda esperanza, porque seguimos entrando a Jerusalén cada vez que proclamamos que con Jesús han ganado la compasión y la misericordia y no el poder. Que los poderes de este mundo pasan, pero el amor del Señor, la fraternidad construida en su nombre, la vida celebrada en su pueblo y en sus sacramentos no pasarán, porque forman parte de la vida del Señor Resucitado, el único que de verdad conquistó la Jerusalén que nadie le arrebatará, la Jerusalén del Cielo, la que está bajando del cielo a la tierra. Y en esa esperanza nuevamente nos ponemos en camino.
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