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La urgencia de la misión: Que renazca la alegría

DOMUND: Domingo Mundial de las misiones
Mateo 28,16-20

Un día iba Mafalda corriendo muy de prisa en el parque con un rehilete en la mano, y ¡tump!, se cayó. "¡Cómo me puse!...", dijo mientras se contemplaba toda sucia por delante y por detrás; y enojada concluyó: "¡No se a quién se le ocurre vivir en un planeta que destiñe!" Y luego contó su experiencia a Manolito: "Vas a ver, Manolito", le dijo al tiempo que se agachaba para pasar su dedo índice derecho por el suelo del parque; y luego, enseñándole su dedo sucio le dice: "¿Ves? Lo que te dije: ¡Destiñe!". "Ahí tenés", continuó mostrándole el piso, "nuestro planeta, nuestra vieja tierra, nuestro cacareado mundo resulta que destiñe, ¡qué me decís!..." Respondió Manolito, con resignación: "Que habrá que aguantarlo así, porque vaya uno a saber en qué siglo caducó la garantía."

El Papa Francisco, para este Domingo Mundial de las Misiones, nos ha presentado como centro de su mensaje la alegría del evangelio. Los discípulos, al escuchar a Jesús, se llenaban de alegría; al anunciar el evangelio, se llenaban de alegría; al orar, Jesús mismo se llenaba de alegría. Y estoy enteramente de acuerdo con el Papa: la alegría tiene que ser una característica esencial del seguidor de Jesús. Del corazón tocado por el evangelio no puede sino brotar la alegría; y cuando esta alegría emerge, no puede no comunicarse, así nació la Iglesia y en esto consiste la misión. Muchas palabras vienen a nuestra mente cuando hablamos de misión: anuncio, kerigma, Iglesia, extranjero, necesidades, pobreza, sacrificio... pero todas han de tener su centro en la alegría, porque Dios es alegría. 

Por eso he recordado hoy a Mafalda, y su confrontante descubrimiento de que nuestro planeta, nuestra vieja tierra, nuestro cacareado mundo, destiñe. El mundo se destiñe de alegría y pareciera que se destiñe de Dios. El de hoy es un domingo para aventar lejos la mente; para acariciar el horizonte con la tersura del evangelio; para que nadie quede fuera de esta casa, que es la Iglesia, en la intemperie de la pobreza, de la injusticia, de la desesperanza, de la tristeza y del sinsentido. El de hoy es un domingo en el que somos invitados a traer al corazón a los hombres y mujeres que en el nombre del Señor y de su Iglesia, en nuestro nombre, emprenden viajes de horas y días, aceptan distancias de meses y se internan en culturas lejanas a años luz de la propia cultura, y sólo esperan de nosotros algunos minutos de rezo y de oración por ellos, para que no les falle la salud ni se les diluya la alegría.

Pienso en África y el ébola y la inhumana indiferencia con que la contemplan los países ricos; pienso en Asia, en la milenariedad de sus religiones, en la profundidad de sus espiritualidades, y en el fanatismo que crucifica a los cristianos ahí donde en la antigüedad se levantaron los famosísimos jardines colgantes de Babilonia. Pienso en Europa y en sus templos vacíos, en la fe y la sociedad europeas que van como Carlitos y su dieta. Un día preguntó Pepe Torres, que de Dios goza, a Carlitos: "¿Cómo va tu dieta?" "Bien, le contestó, ella por su lado y yo por el mío." Pienso en nuestra América, fragmentada, herida, desangrada, mutilada y echada al vacío del olvido y de la muerte de esta vergonzosa fosa clandestina en forma de cuerno de la abundancia que con dolor seguimos llamando México. No cabe duda, el mundo destiñe de amor, de esperanza, de justicia, de fraternidad, el mundo se destiñe del evangelio, y se vuelve urgente el envío de misioneros que avienten la semilla y no nos detengamos hasta que de nuevo en nuestro planeta, en nuestra vieja tierra, en nuestro cacareado mundo, renazca la alegría que viene Dios, especialmente en aquellos a quienes les fue secuestrada o sepultada impune y clandestinamente.

Pienso también en la Iglesia, en esta Iglesia que envía y que debe ser fermento de alegría; pienso en el sínodo de la familia, cuya primera etapa ha concluido, y en las frustradas expectativas de salir al encuentro del mundo acogiendo a la diversidad de sus hijos que la buscan y la necesitan, y no siempre la encuentran como madre. Pienso en ella, y pensando me pregunto si no será que también nuestra Iglesia, nuestra vieja Iglesia, nuestra cacareada Iglesia, diría Mafalda, no se estará también ella misma destiñendo del evangelio y de su alegría. Necesitamos constantemente salir, de nosotros mismos y de nuestras fronteras, pero no solamente salir por salir, sino salir de tal manera que pronunciando el nombre de Jesús y proclamando su evangelio, la sonrisa desborde nuestros labios y hagamos arder de alegría el corazón de quienes nos escuchen, aquí mismo, en nuestras casas y en nuestras calles; en nuestras ciudadades y entre nuestros campesinos; en los rincones de la ciudad, donde se llora a escondidas donde antes se reía a carcajadas; o en los rincones de la sierra, donde la tierra se riega con sudor. 

Pienso en la Iglesia y espero que ella, la Iglesia misionera, la Iglesia en camino, la Iglesia católica, sea la Iglesia que tan bella y evangélicamente describió ayer el Papa Francisco:

Esta es la Iglesia, la viña del Señor, la Madre fértil y la Maestra premurosa, que no tiene miedo de arremangarse las manos para derramar el aceite y el vino sobre las heridas de los hombres (Cf. Lc 10,25-37); que no mira a la humanidad desde un castillo de vidrio para juzgar y clasificar a las personas.

Esta es la Iglesia Una, Santa, Católica y compuesta de pecadores, necesitados de Su misericordia. Esta es la Iglesia, la verdadera esposa de Cristo, que busca ser fiel a su Esposo y a su doctrina. Es la Iglesia que no tiene miedo de comer y beber con las prostitutas y los publicanos (Cf. Lc 15).

La Iglesia que tiene las puertas abiertas para recibir a los necesitados, los arrepentidos y ¡no sólo a los justos o aquellos que creen ser perfectos! La Iglesia que no se avergüenza del hermano caído y no finge de no verlo, al contrario, se siente comprometida y obligada a levantarlo y a animarlo a retomar el camino y lo acompaña hacia el encuentro definitivo con su Esposo, en la Jerusalén celeste. ¡Esta es la Iglesia, nuestra Madre! 

Que no deje de serlo, no pocas veces a pesar de ella misma, para que de verdad y para siempre renazca la alegría. Amén.

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