Mateo 22,1-14
Un día Raquel, la mamá de Mafalda se estaba lavando la cara, y dejó sus lentes sobre un banquito, Guille los vio, se los puso, y comenzó a caminar si ver nada, tanto que chocó con Mafalda, que leía el periódico, la tiró, y ésta lo vio enojada; él se defendió, sin quitarse los lentes: "¿Qué midas? ¿Nunca viste a un intelectual?" No sé si la parábola que cuenta Jesús en el templo de Jerusalén a los escribas y fariseos me deja como a Mafalda, y siento que el Señor me dijera: ¿"Qué, nunca has leído mis parábolas? Pero es que por donde se la mire se trata de una parábola extraña, más que todas las demás.
Un rey que decide invitar a todo el mundo a la boda de su hijo, y sus invitados que deciden no ir. Si me llega la invitación para asistir al Castillo de Chapultepec a la boda de un príncipe extranjero con una joven mexicana, voy porque voy, aunque sea por curiosidad, para ver cómo son las bodas de la realeza. Pero nadie aceptó la invitación, y contemplamos al rey "plantado", con su fiesta preparada, con su banquete servido. Lo raro que no veamos a los novios. No obstante, tras la invitación, los invitados no sólo se excusan, porque tienen que ir al campo o a sus negocios, si no que maltratan y asesinan a quienes el rey envía para reiterarles la invitación.
Yo sé que para los primeros cristianos, Dios, el Padre de Jesús, era el Rey cuyo reinado Jesús anunció con obras y palabras, y que Jesús fue contemplado como el Hijo y el Novio que Dios ofrecía para su pueblo, a quien el Señor buscaba como una novia, con la cual desposarse y sellar con ella para siempre una alianza de amor. Parece que hasta aquí, la parábola nos habla de Dios, que ha dispuesto la historia como una boda a la que hemos sido invitados, para ser no sólo testigos o espectadores, simples invitados, sino para ser la comunidad de los seguidores de Jesús, la Iglesia, la novia del Señor, la que recibe la abundancia de su amor, que es eterno y sin condiciones. Y el corazón no puede no estremecerse contemplando la fiesta preparada, el banquete servido, la mesa del Reino, el Banquete de vida de vida plena, y al Rey contemplando el fracaso de su invitación. Hasta aquí hemos visto al Rey.
Después contemplamos a los invitados, que prefieren ir al campo o a sus negocios, gente egoísta, encerrada a tal punto en sí misma y en sus intereses, que han perdido toda humanidad al punto que no son capaces querer encontrarse con los demás, vecinos y familiares, y disfrutar juntos de una fiesta; tan torpes y tan ciegos, que no fueron capaces de comprender que eran la novia, y que sin ellos, no podía celebrarse la boda. No obstante, el Rey les reiteró la invitación, y éstos no sólo se empeñaron en no ir, sino que maltrataron y asesinaron a los enviados del Rey. Si el Rey representa al Dios, el Padre bueno de Jesús, no puedo uno no sorprenderse de su reacción: incendiar la ciudad. Como si Dios fuera rencoroso y vengativo, como si nos castigara. Sé que los comentaristas dicen que este detalle es un añadido del evangelista, que escribió su relato en el año 80, diez años después de que Roma incendiara Jerusalén y destruyera el templo, y que, por lo tanto, este detalle de la parábola revela que los primeros cristianos interpretaron la destrucción de Jerusalén como un castigo de Dios al pueblo que rechazó a Jesús como el mesías. Pero esta explicación me es insuficiente, porque Jesús nos enseñó que Dios es amor, y que nos tiene una paciencia infinita. Pero el detalle del incendio allí está, y es Palabra de Dios y no puedo arrancarlo de la parábola.
Creo que aquí la parábola habla de nosotros. De nuestro egoísmo y nuestra cerrazón, de lo ciegos que estamos para comprender que Dios nos invita a su fiesta, a su alianza de amor con su Hijo Jesús, y nosotros nos empeñamos en desoír y maltratar a cuantos nos invitan a construir fraternidad en la historia, comenzando por los últimos. Necesitamos que este hombre viejo sea destruido, no asesinado; sino recreado, purificado, como dice la tradición. Por eso el incendio, el fuego es símbolo del Espíritu Santo, y sólo el Espíritu del Señor puede hacernos morir a la mezquindad y darnos vida nueva.
Entonces la parábola nos lleva a contemplar de nuevo el corazón bueno de Dios, que se empeña en llevar adelante su fiesta, la fiesta de la vida, la boda de su Hijo con su Pueblo, sobre los restos de la ciudad incendiada; su maravillosa obstinación de invitar a todos cuantos anden por las calles, porque Dios ha incendiado la ciudad, pero no parece que sus habitantes hayan muerto, si no, de dónde saldría la gente. Y todos entran, sin distinciones de buenos o malos, porque Dios quiere que todos entren, porque no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y que viva. Y la parábola parece que tiene un final feliz: contemplamos la sala llena de invitados.
Pero la parábola no acaba, sigue un segundo final, en principio extraño pero la verdad bastante lógico. Porque alguno dirá: ¿Entonces todos, lo que se dice todos, estaremos en la boda del Hijo del Rey, a pesar de ser malos? ¿Entraremos todos, a fuerzas, aún en contra de nuestra voluntad? Un día le dijo Mafalda a Miguelito: "Resulta que ayer le pregunté a mi mamá: 'vos creés que el mundo se va a arreglar, mamá?' '¡Sin duda!', contestó ella. "Entonces te propongo una cosa: hasta que el mundo no se arregle, vos no hagas sopa, ¿ehé?". "¿Y qué pasó?", preguntó Miguelito, "¡¡pasó que a la noche tuve que comerme toda su fe con fideos!!" La parábola, pues, quiere al final no sólo que contemplemos el obstinado amor de Dios, sino que frente a él nosotros demos una respuesta: el traje de fiesta. Uno diría: ¡pobre hombre, pero si lo agarran de repente, lo meten a una fiesta que no esperaba, y todavía le reclaman que no haya ido con ropa de fiesta!
Pues sí, pero la parábola consiste en eso, en decirnos que somos los invitados, que la invitación nos ha sido reiterada; que hemos sido invitados para ser la humanidad nueva, la comunidad de los seguidores de Jesús, la novia del Cordero, los que en la historia somos continuamente recreados por el misericordioso Espíritu de Dios, ¿y nos dará igual? ¿Será que siempre seremos los mismos? ¿Será que no podemos desde ahora vestirnos de fiesta; vestirnos de compasión y de justicia, de alegría y de esperanza, de engalanarnos de fraternidad?¿Será que perdamos el orgullo de llevar la vestidura de nuestro bautismo, que nos invitaron mantener sin mancha hasta la venida del Señor al final de los tiempos? ¿Será que no podamos, como decía san Pablo, despojarnos del hombre viejo y revestirnos de Cristo, el hombre nuevo?
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