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La canción de la viña

Isías 5,1-7; Mateo 21,33-43

Hacia la segunda mitad del siglo octavo antes de Cristo, hacia el 735, quizá frente a la explanada del Templo de Jerusalén, un hombre se pone a hablar al pueblo de parte de Dios. Nació en Jerusalén y nació en la corte, no es un hombre pobre, pero ha reconocido en los pobres el pueblo por el que Dios intervino en la historia, el pueblo para el cual Dios abrió en dos el mar rojo y lo condujo a la tierra de la libertad, el pueblo con el cual Dios firmó una alianza de amor y fidelidad. Nació en la ciudad, pero conocía bien el campo. Yo recuerdo mis tiempos de novicio, yo que había sido niño de ciudad, y de pronto tenía que aprender a cavar la tierra, partir con el machete la basura orgánica para la compota, sembrar alfalfa, podar nochebuenas y observar la luna para saber cuándo debía hacerlo. Isaías nació en la ciudad, pero conocía las viñas, sabía cómo habían de ser cultivadas y cuidadas las uvas para dar al final de un largo tiempo de trabajo y maduración, un delicioso vino de fiesta. 

"¡Escuchen!", gritó aquel hombre, "voy a cantar la canción de mi amigo". Quizá más de alguno supuso que hablaría del rey o de alguien de la corte. Y comenzó a contar la historia de su amigo, alguien a quien quería y lo quería, alguien con quien platicaba y a quien escuchaba, alguien en quien pensaba constantemente, alguien cuyas palabras siempre se escuchan no sólo con atención, sino con cariño, hasta cuando reprende, que en la amistad la reprensión siempre es noble y respetuosa, y nace de la necesitad a la que nos urge el amor para que no se pierda la vida de aquel en cuya mirada hemos descubierto la eternidad del amor, de aquella fuente de la que sólo después de haber bebido sus aguas pueden los labios llamar con sinceridad a alguien "amigo". El hombre era Isaías y su amigo era Dios.


Y entonces Isaías comenzó a cantar. Un hombre que tenía una viña, cavó la tierra, la limpió, plantó la mejor cepa, construyó una torre en medio y un lagar, donde se pisaría la uva y se guardaría el mosto hasta que fermentara y se convirtiera en vino. Pero la viña dio racimos amargos; y en la canción, el Amigo pide a los oyentes tomar partido por él o por la viña. Y el Amigo, triste y decepcionado, se lamenta y se pregunta: "¿Qué más debí hacer por mi viña, que no haya hecho ya?" La misma pregunta que nos hacemos muchos de nosotros, cuando los hijos crecen y no maduraron, cuando nos corren del trabajo, cuando el matrimonio fracasa. Quizá entonces Isaías se sentaría y con voz más baja terminaría la triste canción de la historia de su Amigo. Su Amigo decide quitar la cerca y que la viña sea pisoteada y devastada. Y quizá la gente frente al Templo diría: "Tiene razón, tu amigo." Y lo mismo nosotros, queremos que venga la noche y lo cubra todo y para siempre bajo el velo del silencio y la oscuridad, porque la vida se nos aparece como una enorme viña desierta y pisoteada. 

Entonces Isaías se pondría nuevamente de pie. Y, ya sin cantar, gritaría: "¡La viña son ustedes, el pueblo del Señor, su plantación preferida! El Señor esperaba justicia y derecho, y sólo encuentra asesinatos y lamentos. Una historia triste, la de un pueblo que habiendo conocido a Dios como vida y libertad, haya dado frutos de muerte a través de la impunidad y la injusticia, que no entendió que amar a Dios es amar al prójimo. Con el tiempo, Isaías moriría martirizado por orden, según la tradición, del rey Manasés, por haber comparado a Jerusalén con Sodoma y Gomorra. Incómodo Isaías, como Mafalda. Un día dijo Mafalda a su mamá, mientras ésta planchaba: "Conocí el departamento de Libertad, ¡es chiquito!" Su mamá respondió: "¿Ajá?" "Y también conocía la madre, trabaja la madre", "¿Ajá?", le volvió a responder. "Sí, es traductora de francés", "¿Ajá?"; "Porque claro", siguió Mafalda, "cuando se casó no abandonó los estudios como hacen muchas... Se ve que tuvo más voluntad que ajases."

Setecientos años más tarde, en la misma explanada del Templo de Jerusalén, otro profeta, venido de Nazaret, el Mesías hijo de Dios, de pie, increpado por los ancianos y los sacerdotes del Templo, lanzó con fuerte voz la orden para que todos le pusieran atención: "Escuchen esta historia. Un hombre tenía una tierra, una viña, la protegió con una cerca, cavó en ella un lagar, edificó una torre..." Quienes lo escucharon seguro dijeron para sí: "¡Esa historia ya la oí!, es la de canción de Isaías!" Y cuando Jesús supuso que se iban con la finta, comenzó a contar la otra historia: "Pero el dueño de la viña la arrendó a unos viñadores y se ausentó. Pasado el tiempo de la cosecha, envió a sus criados por los frutos." ¡Porque en la historia contada por Jesús, la viña sí dio frutos, el pueblo sí dio sus frutos, la humanidad sí es capaz de ser trabajada y vendimiada por Dios, y somos capaces de producir en nuestra historia el vino de la alegría y de la esperanza, el vino del amor y de la fidelidad, el vino de la reconciliación, ¡somos capaces de ser el pueblo de Dios!

Fueron los viñadores quienes fallaron, no el pueblo, sino sus dirigentes, y especialmente sus líderes religiosos, aquellos a quienes contó la parábola. No comprendieron que servir a Dios es servir a su pueblo. Pero los viñadores, siguió Jesús, hirieron, apedrearon y mataron a los criados, no una vez, hasta que el dueño de la viña dijo: "Enviaré a mi hijo", y los viñadores, pensando que era el heredero, mataron también al hijo. "¿Qué hará el dueño con ellos?", preguntó Jesús, "los matará sin compasión", le respondieron los que decían conocer a Dios, pero no eran amigos suyos, como Isaías. "La piedra que rechazaron los constructores es ahora la piedra angular", reviró a su vez Jesús. Los sacerdotes y los ancianos de Jerusalén hablaron de muerte y de venganza, porque es lo que había en sus corazones. Pero Jesús habló de vida, habló de cómo Dios no busca venganza, sino la recuperación de su hijo muerto.

"¿Qué faltó por hacer?", nos preguntamos, como el Dios Amigo de Isaías; como seguramente Jesús llegó a preguntarse en el huerto de los olivos y clavado en la cruz, "¿qué faltó por hacer?, ¿qué hice mal?" La verdad es que no siempre hemos fallado nosotros, son otros los que se han robado los frutos del reino de Dios. ¿Qué nos toca? Quizá esperar, en medio del fracaso y la decepción, la hora del triunfo del Señor, el momento de gloria en que el amor de Dios tome una a una las piedras desechadas,  las piedras ninguneadas, humilladas, abandonadas, y las rescate amorosamente, la hora de gloria en que el Señor construya su casa comenzando por los últimos, por los que lo dieron todo, sin medida ni reserva, la hora de la resurrección. 

Ayer cayeron y callaron muchos de nuestros jóvenes. Hoy el Señor los resucitó en la generación que ellos engendraron entre balazos, gritos y sangre en la noche de Tlatelolco. Hoy han tomado la voz, como adultos, para dialogar, que no han pedido limosna, sólo han reclamado lo suyo, y su palabra ha sido tomada en serio, todo hay que decirlo. Yo creo que en nosotros, el Señor está nuevamente limpiando la tierra, construyendo una nueva torre, creo que el Señor sigue creyendo en su pueblo, y espera los frutos propios de quien vive en su nombre y por su espíritu. Creo que hoy el Señor reitera la confianza en los viñadores, en su Iglesia y en sus pastores. Espero que el Sínodo de la Familia entregue los frutos del reino a la gran familia de los hijos de Dios y no guarde otra vez para sí el vino generoso que Jesús puso en las manos de sus hermanos la noche en que fue desechado, el vino generosamente desbordado del sepulcro que no pudo contenerlo. Amén.

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