Mateo 21,28-32; Filipenses 2,1-11
Una parábola que cuenta Jesús una vez que ha entrado a Jerusalén, y ha expulsado ya a los vendedores del Templo. Cuando los ancianos y los sacerdotes van a increparlo y a reclamarle con qué ha autoridad ha hecho esto, Jesús cuenta la parábola de dos hijos a los que su padre da una orden, uno dice: "sí, voy", pero no va; el otro dice: "no voy", pero va. Luego pregunta cuál de los dos cumplió con la voluntad del Padre. Ancianos y sacerdotes responden que el segundo. Jesús revira que igualmente publicanos y prostitutas llevan la delantera en el reino de Dios, puesto que ellos, los especialistas en la Ley no creyeron al anuncio de Juan el Bautista.
Varias cosas llaman la atención de la parábola. La primera, que el drama de las mamás mexicanas que nos mandan por las tortillas y a las que les decimos "ya voy" y no vamos, tiene raíces bíblicas. La segunda, la incongruencia en la que tan fácilmente caemos los que decimos conocer y cumplir la voluntad de Dios. Un día Mafalda estaba sentada en la acera, y pasó una mujer regañando a un pequeño, que viene llorando, luego le da un tremendo zape, y por encima de sus cabezas se escucha (en la historieta más bien se lee "PAZ"), y comenta Mafalda: "¡Qué alegórica señora!"
Más cuestionantes que nuestras incongruencias son las innumerables excusas con que las justificamos, que si así somos, que si genio y figura, que los genes y las presiones ambientales. Esta semana leí un libro con el que no he acabado de dilucidar si compré una ganga o me estafaron $26.29, según el cual nuestras decisiones también influyen en la evolución del cerebro. Ciertamente, no soy de los que piensen que con solo decir: "soy feliz", ya soy feliz, porque eso ni trae paz al país ni aumenta el salario mínimo, pero sí es verdad que en buena medida nuestras decisiones determinan el rumbo de nuestra vida. El lenguaje que usamos para comunicar nuestros sentimientos y relacionarnos con los demás, las actitudes que nos son más naturales, en algún momento dado las aprendimos, pero también las hemos hecho conscientes y hemos decidido mantenerlas o cambiarlas. Alguna vez una persona me dijo: "Cuando lo conocí, estaba usted enojado", y me describió lo que dije e hice entonces. Y aunque yo no recordaba estar enojado, lo cierto es que me reconocí en sus palabras. Nuestro lenguaje, nuestras actitudes y nuestros actos nos reflejan.
Lo digo porque si cada bautizado en México se empeña en cumplir la voluntad de Dios, ¿de dónde han salido la violencia, la pobreza, las injusticia, las muertes que de un tiempo a acá venimos padeciendo tan crudamente? ¿Dónde está la bondad de cada uno de los hijos de Dios?" ¿O será que nos conformamos con ser como los personajes de un cuento de Andrés Neumann, en el que una voz nos narra los lugares que él y su pareja visitarán, los caminos que recorrerán, los ejercicios que realizarán cuando vayan al gimnasio al que no han ido, las remodelaciones que harán a la casa, los colores con que pintarán las paredes y los muebles con que la decorarán? Para terminar confesando que ésas son precisamente las cosas que le gustan de la vida que comparten, "las cosas que no hicimos".
Todos tenemos nuestras incongruencias. Un día Guille fue con Mafalda y le dijo: "Me duelen los pies", y Mafalda le respondió: "Cómo no, si te pusiste los zapatos al revés". Guille bajó la mirada, contempló sus pies, y luego lloró: "Me duele el orgullo". Puede que a todos nos duela el orgullo alguna vez, pero a Dios nunca le duele el corazón de amar compasiva, ilimitada e incondicionalmente. La parábola habla de un padre y de sus hijos. Los hijos son incongruentes, pero el Padre es siempre fiel y esto no lo podemos olvidar. Jesús comenta que vino Juan el Bautista y que no todos le creyeron, Juan hablaba de un juicio, pero nosotros creemos en Jesús, sabemos, nos lo ha dicho el mismo evangelio, que en él Dios está siempre con nosotros. Que viene no a juzgarnos mucho menos a perdernos, sino a salvarnos. Así que no hay razón para vernos con dipliscencia y por encima del hombro, sino como Dios nos ve, sabiendo que nos hermanan tanto el barro del que estamos hechos como el Espíritu por el cual vivimos.
La gran lección de la parábola, pues, es que lo que nos salva no es el perfeccionismo, la observancia escrupulosa, sino el amor, el amor compasivo y misericordioso. Que no por ser perfectos somos más hijos o más amados. Por eso hay que aprender a tener no el letrado juicio de los sacerdotes de Jerusalén, sino los mismos sentimientos de Jesús, que todo lo dejó para estar al lado de los últimos.
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