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El perdón de corazón

Mateo 21-35

Cuando Miguelito estaba comenzando a leer y escribir, la maestra lo llamó al pizarrón, tomó su mano y comenzó a escribir y a leer en voz alta: "m-a, ma". Luego le preguntó a Miguelito: "¿Entiendes, Miguelito?", él volteó a ver el pizarrón, y luego le contestó: "Capisco". Mucha de nuestra vida es así, Dios nos habla en un idioma, pero parece que entendemos en otro. De repente, la misma parábola que contó Jesús a Pedro parece hablar en un idioma distinto al que hasta ahora nos ha hablado. 

A raíz de la solicitud que debemos tener por los hermanos de la comunidad, incluyendo a los que han pecado, a partir de la necesidad que tiene la comunidad cristiana de vivir la unidad y de mantenerla a través de la reconciliación cuando la ofensa de alguno la resquebraja, Pedro lanza la pregunta que a todos nos llega alguna vez en la vida: ¿Cuántas veces tengo que perdonar? Y la respuesta de Jesús es una parábola desconcertante.

El problema es irnos con la finta. Y más porque en el final de la parábola Jesús nos dice que lo mismo hará con nosotros con el Padre celestial, si no nos perdonamos unos a otros de corazón. Pareciera que la parábola desvela una amenaza terrible: dejarnos fuera del perdón y la misericordia de Dios. Y eso sí que no lo creo, ni siquiera creo que eso es lo que haya querido comunicar el evangelio. Podemos leer la parábola desde nosotros, desde nuestro corazón limitado y herido por el pecado; o leerla desde el corazón de Dios, que es amor sin límites, gracia supersobreabundante, diría san Pablo.
Si la leemos desde nosotros, si ponemos el énfasis en nuestro perdón limitado e incluso interesado, la parábola es una amenaza: quedar fuera del perdón de Dios, por mezquinos y cicateros, por no dar un perdón pequeño al hermano, la deuda de los siervos entre sí, en comparación con la gracia ilimitada de Dios, el perdón enorme del rey a su siervo. Con un poco de atención, podemos objetarle a Dios, si fuera como el rey de la parábola, que no sea mezquino como Pedro, podríamos echarle en cara que sólo haya perdonado a su siervo una miserable vez y no las setenta veces siete exigidas por Jesús. Primera contradicción. 

Segunda contradicción. El rey toma venganza de su siervo, por no haber perdonado, pero ¿no habíamos quedado ya, en el sermón de la montaña, que había que amar a nuestros enemigos, que había que renunciar a la venganza, que había que ser como nuestro Padre que está en el cielo y manda el sol y la lluvia sobre buenos y malos? ¿No habíamos quedado que el perdón es la venganza de los hijos de Dios? ¿No habíamos quedado ya de acuerdo con san Pablo, que el amor cree sin límites, espera sin límites, perdona sin límites? Y Dios es amor. Dios cree sin límites, espera sin límites y perdona sin límites.

Jesús habla desde el corazón, y así hay que entenderlo. No es un asunto de matemáticas ni de paciencia. Escribió alguna vez el genial Chesterton: " Siel Universo del materialista es verdadero, entonces tiene poco de Universo. Se puede mover y expandir sin cesar, pero ni en su más remota galaxia encontraremos algo realmente interesante, algo que se parezca, por ejemplo, al perdón o a la libertad." Que el universo se expanda o se contraiga se puede medir y calcular, incluso de manera precisa, pero el perdón de Dios no es cuestión de cálculos, porque el amor no tiene límites, ni siquiera el amor humano, aunque el ser humano sea limitado, porque nuestro amor es un espejo del amor divino, que al ser contemplado se convierte en una ventana por la que nos asomamos y saltamos hacia la eternidad.

¿Cuál es, entonces, la verdadera advertencia de la parábola? Creo yo que no se trata de nos veamos forzados a perdonarnos mutuamente por miedo a un castigo eterno. El peligro es que, al no perdonarnos de corazón, de verdad (porque hay que notar que Jesús al final no habla de perdornarnos muchas veces, sino perdonarnos de corazón), no experimentemos a Dios. El perdón nos iguala con Dios. En tiempos de Jesús la venganza era una cuestión de honor, y el perdón se podía interpretar como un signo de debilidad. El perdón de corazón nos iguala con Dios y hace presente en nuestra historia la fuerza de la misericordia, que hace grande al ser humano. 

El peligro es que creamos que Dios es como nosotros, y que le tengamos miedo porque proyectamos en Él nuestros deseos de venganza. El peligro es que no conozcamos a Dios, y perdiendo a Dios, olvidemos que somos su imagen y semejanza, y nos pisoteemos con el rencor y la venganza. El peligro es que muramos creyendo que Dios es la pálida silueta deformada que trazamos cuando no lo conocemos.   Entonces es cuando sentimos orgullo del rencor y de la fuerza de la venganza, y no nos damos cuenta que el rencor y la venganza son asesinos ciegos y estúpidos que a los primeros que matan es a nosotros mismos, lentamente, apagando la luz del sol, robando los colores de las flores, tragándose la música de nuestras risas. El perdón, en cambio, es la fuerza con la que Dios nos da vida nueva. El perdón es la fuerza que mantuvo a María de pie junto a la cruz, con sus lágrimas en el rostro y su pañuelo en la mano, pero de pie, contemplando a su hijo, sin clamar venganza. El rencor mata, el perdón resucita. 










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