Mateo 18,15-20
Leo
la escena del evangelio, y pienso en mi
abuelita materna. Recuerdo su llanto y su dolor tras la muerte de mi mamá. Fue
una muerte tan repentina, que no hubo ocasión para pensar en despedidas. Mi
abuelita era mayor, y en más de un sentido, nos preocupaba su corazón. Cuando
llegó a la casa, se encontró sólo con la urna de las cenizas de mi madre. Ya
había muerto otro de sus hijos, muchos años antes, cuando aún era niño. Tuvo
varios hijos más, mi abuelita, diez en total; nunca se le habría ocurrido decir
para consolarse: “tengo más hijos, no importa tanto.” Se pueden tener decenas
de hijos, pero cada uno es irremplazable, ni siquiera el resto de los hermanos
en su conjunto podría llenar el hueco del que ya no está. De eso nos habla el
evangelio.
La
primera parte del discurso de Jesús en esta escena parece un manual de
instrucciones para reaccionar frente a un hermano de la comunidad que ha pecado
contra uno o contra la comunidad. Pero
estas palabras están antecedidas por la parábola de la oveja perdida, y no es
ninguna casualidad. Pareciera decirnos el Señor Jesús que el pecado nos pierde,
y nos pierde alejándonos de la vida compartida.
La parábola dice que si un hombre tiene cien ovejas y se le pierde una,
deja a las noventa y nueve y busca a la que se le ha perdido. Es verdad, en la
parábola Jesús está hablando de los pequeños, y de la necesidad de que los
pequeños no se pierdan. Pero después habla del hermano que se ha perdido.
Insisto, no es casualidad.
El
mensaje de fondo, lo que importa, lo que está en juego, es la comunión; la
comunidad vinculada en la fe y en la caridad. Las palabras de Jesús invitan a
reconocernos como familia, como comunidad, como Iglesia, pero también como
humanidad reconciliada. Jesús invita a buscarnos, a hacernos responsables unos
de otros a través de la solidaridad y a través del perdón. Dios no quiere que
ninguno de sus hijos se pierda. La insensibilidad del que tiene frente al que
no tiene o tiene menos, es pecaminosa y destructiva. Asistir como testigo
indiferente frente a los procesos de hambre y empobrecimiento de nuestros
pueblos es inhumano, va contra la voluntad de Dios, que quiere el pan diario y
la vida en abundancia para cada uno de sus hijos, para todos.
Contemplar
de lejos, sin estremecerse, la violencia que pierde en el absurdo de la muerte
injusta y temprana a muchos de nuestros hermanos, puede ser tan pecaminoso como
el desentendernos del destino de los que han perdido sus vidas en la maldad.
Pudiéramos pensar que criminales y delincuentes merecen castigo, alegrarnos
cuando mueren a causa de su propia violencia, y decimos: “se lo buscaron”, “lo
merecían”. Pero en el saldo final, son vidas y son humanos que se nos han perdido.
Y lo que Dios quiere no es que sus hijos se pierdan, que mueran, sino que se
conviertan y que vivan.
La
siguiente parte del discurso de Jesús pareciera una interpolación o un añadido
sobre el poder de la oración en medio de un discurso más sobre el perdón y la
reconciliación. Dice Jesús que si dos o tres se ponen de acuerdo, recibirán del
Padre lo que pidan. Y que donde dos o tres se reúnen en su nombre, ahí está él
en medio de ellos. Creo que no se un añadido. Pienso que es la clara
constatación de que la comunidad vinculada en la fe, la esperanza y el amor
hace presente al Señor en la historia. Es la constatación de que somos su
Cuerpo, habitados por su Espíritu, que nos hace reconocibles y agradables al
Padre. Y que si un hermano, por la razón que sea, se pierde, tendremos que
contemplar con dolor y con vergüenza, desgarrado, mutilado el único Cuerpo del
Hijo Amado. Por eso la invitación de Jesús a buscarnos, a reconciliarnos, pues
nunca se pierde un hermano sin que al mismo tiempo se pierda en la misma medida
y para siempre, algo de nosotros mismos.
Si ni a la comunidad hace caso el pecador, dice Jesús, trátenlo como a un pagano o un publicano. Alguno pensará que hay que rechazarlo, alejarse de él. No. Frente a él somos el Pastor que busca a la oveja que se ha perdido. En el evangelio, a los publicanos y a los paganos, Jesús los ve con compasión, los trata con misericordia, les ofrece su amor y su perdón, los invita a seguirlo, come con ellos, los renueva, los convierte de pecadores en hermanos, cuando descubren en su propio corazón las marcas del Padre que los hizo a su imagen y semejanza. Éste es el gran desafío de la comunión, que no se pierda ninguno de los hijos de Dios.
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