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Hijos del Padre, trabajadores del Reino

Mateo 20,1-16

Esta semana, el pasado viernes 19 de septiembre, los misioneros josefinos cumplimos 142 años de haber sido fundados en la Ciudad de México por el P. José María Vilaseca. Con tal motivo, varios josefinos nos reunimos para celebrar nuestro aniversario. Dentro de la celebración, uno de los padres nos enseñó un cantito que compuso a san José, muy sencillo y muy pegajoso. La letra del coro decía: "Porque fuiste varón justo Dios te amó, porque diste el ciento por uno en tu labor". Yo, que por momentos me siento tan maestro de la sospecha como Marx, Nietzche y Freud, y tengo un cierto prurito por la corrección gramátical, inmediatamente lancé mi cuestionamiento al compañero de al lado: "¿Y si no hubiera sido justo no lo hubiera amado?" "No quieras acabar otra vez con la justicia de san José", me contestó en alusión a mi ponencia en el simposio internacional sobre san José, que se llevó a cabo el año pasado en Ciudad Guzmán, que llevaba el provocador título de Porque aún no era justo, decidió repudiarla en secreto. Nueva lectura sobre la justicia de san José. "Lo que no quiero es que alguien acabe con la gratuidad del amor de Dios", le respondí.

La parábola que cuenta el evangelista Mateo es contundente. El reino de los cielos se parece a un padre de familia que sale a contratar trabajadores a la plaza muy temprano; con ellos acuerda pagarles un denario a cambio de la jornada de trabajo. Pero la parábola cuenta que el hombre salió nuevamente a la plaza a media mañana, a medio día, a media tarde y aún al caer la tarde; con ellos el acuerdo fue pagarles "lo justo". Y al anochecer pidió al capataz que pagara los jornales comenzando por los últimos trabajadores. A todos les dio un denario, incluyendo a los primeros, que esperaban más por haber trabajado más. Pero todos ganaron lo mismo. Cuando los primeros reclamaron al jefe de familia haber cometido una injusticia, el padre de familia rechazó la acusación argumentando que con ellos el acuerdo había sido un denario por la jornada, si cumplió su palabra, ¿en dónde está la injusticia?; "¿o acaso -prosiguió-, te da envidia porque yo soy bueno?"

Bajo el ropaje de la justicia, hemos escondido el amor de Dios y lo hemos deformado. Y me parece, leyendo esta parábola, que Dios tiene algo de Mauricio Garcés, que en alguna de sus películas decía, palabras más, palabras menos: "A primera vista soy irresistible, pero si me ven mejor, soy sencillamente delicioso." El problema de la parábola no es Dios, que ama siempre y sin condiciones, como buen padre de familia. Y esto es lo primero que hay observar en la parábola, que Jesús nos habla no simplemente de un terrateniente que busca trabajadores para obtener ganancias, sino de un padre de familia que trata a los hombres que invita a trabajar a su viña no como siervos, sino como hijos. No los quiere ni los busca según méritos, sino según su cariño y su amor de padre. 

Lo conflictivo de la parábola es lo que revela de nosotros mismos, cuando nos dejamos seducir por el pecado: la envidia. Un día, cuando su mamá estaba embarazada de Guille, Mafalda le dijo: "Miguelito tiene miedo de que yo lo quiera menos cuando llegue su hermanito." "¿Ahá?", preguntó Raquel, que así se llama la mamá de Mafalda; "en realidad", prosiguió Mafalda, "yo también tengo miedo de que vos me quieras menos cuando él llegue." "¡Pero tontita!... A vos nunca voy a dejar de quererte, ni un poquito." "Sí, ya sé, pero es como si tu cariño abriera una sucursal", respondió afligida.

Con todo, el lado más difícil de la  parábola es el compromiso de ser como el padre de familia, en vernos con el corazón, desde el amor del Padre, vernos como hermanos y ponernos a trabajar en favor de la igualdad y la justicia. Es un reto difícil. Porque nos vamos con la finta, y competimos, y nos esmeramos en ser los primeros, y el evangelio nos pide pensar en los últimos y solidarizarnos con ellos. Es difícil, porque nos gusta llevar la cuenta de nuestros méritos y esperamos que nos sean reconocidos y recompensados; porque somos seres simbólicos y nos encanta celebrar nuestros aniversarios lustrosos, el primer año, la primera década, los veinticinco o los cincuenta años. Y no está mal que los celebremos, con tal que lo hagamos no por orgullo, sino por gratitud, por conservar la memoria de aquel instante luminoso de nuestras vidas en que la voz del Padre nos invitó a trabajar en la viña del Reino a la manera de Jesús, sembrando y cosechando el trigo con el que amasaremos el pan de la justicia y la fraternidad; sembrando y vendimiando la uva de la que obtendremos el vino de la alegría y la esperanza.

Fue la experiencia de nuestro Fundador, de José María Vilaseca, Padre de la Familia Josefina, que un día escuchó la voz de Dios, y discerniendo en su corazón que era él a quien llamaba, vino de España a México como misionero, y trabajando en la viña de estas tierras, se puso al lado de los últimos, de los pobres y los indígenas, y los trató como lo que son, los primeros en el reino de Dios. Y si tenemos 142 años de vida, tantos como para ser la primera congregación mexicana, o tan pocos para ser de los más recientes en la historia de la Iglesia, eso no importa, lo que importa es que existimos porque Dios nos llamó, nos invitó a su campo, y nos hemos puesto entre los últimos, con la túnica puesta y la lámpara encendida para reconocer entre ellos el rostro del Señor.

Lo importante no son los años acumulados, lo importante siempre será ese instante en el que comprendimos emocionados que el Señor nos pedía dejarlo todo y seguirlo en la vida religiosa o en el sacerdocio; el instante en el que nos vimos y nos enamoramos, y más tarde entendimos que ese mismo amor fue el que nos trajo al altar. Importa ese instante, porque fue entonces que el Señor levantó su voz sobre la creación entera y pronunció nuestro nombre. Y al final, como hijos que somos todos, volveremos a escuchar nuestro nombre en su voz, y extenderemos nuestra mano, como siervos que se han cansado, como hijos que han dado gloria a su padre, con los últimos, para recibir de Él el denario de la eternidad, la moneda de vida plena.

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