Mateo 16,13-20; Rom 11,33-36
Mateo presenta la escena central de su evangelio. Es la mitad de su narración. Como que Jesús hiciera un alto en su camino para recapitular su ministerio público hasta ese momento, y se asegurase de que lo que sigue será plenamente comprendido. El centro de la narración está marcado por la pregunta por la identidad de Jesús, y el Evangelio tiene como propósito darla a conocer. Quién es Jesús. Jesús mismo es quien lanza la pregunta. Pide primero el parecer de terceras personas. Quién dice la gente que es el hijo del hombre. La gente responde que Juan, o Elías o algún profeta. No es una mala respuesta, dado el prestigio de los profetas, gente de Dios, pero es una respuesta corta, insuficiente.
Traída a nuestro tiempo, la pregunta sigue vigente, la respuesta dependerá de a quién se lance, no todos los terceros son iguales. Pienso en Jaime Maussan, para él Jesús será un extraterrestre llegado a la Tierra en un ovni, en el mismo que los magos confundieron con una estrella, del que habría salido la voz del Padre sobre el Jordán, y que más tarde lo recogería para llevarlo de regreso a casa en lo que llamamos la ascensión de Jesús al cielo. Investigadores menos conocidos, menos remunerados, pero mucho más serios, dirían que Jesús fue un campesino judío y marginal, crecido en Belén, hijo de Miriam, casada con Yosef, descendiente del Rey David; un elocuente predicador que hablaba del reinado de Dios, a quien llamaba su Padre, y cuyo mensaje traducía él mismo en gestos de comidas abiertas y curaciones; que habría desafiado a la élite romana y religiosa de Jerusalén, lo cual le habría valido una crucifixión, tras la cual, sin embargo, sus seguidores afirmarían que se habría levantado de entre los muertos. Es una excelente respuesta y, sin embargo, sigue siendo insuficiente.
Un día Mafalda estaba leyendo un libro, en él encontró una sentencia clásica: "Conócete a ti mismo", "Muy buen consejo", dice ella, "pero ahora no tengo ganas de hacer turismo en mí misma." Conocernos a nosotros mismos ha sido generalmente interpretado como el estar conscientes de las distintas facetas de nuestra personalidad: el temperamento, el carácter, la imagen física; como quien dijera: está bien, lo admito, además de joven y simpático soy inteligente, dicho esto con toda humildad. Pero la verdad es que no sólo somos un cuerpo y un carácter. Somos historia, somos lo que hemos vivido. Y es en nuestra historia donde nos encontramos plenamente con el Señor.
Me gusta la manera en que el cuarto evangelio responde a la pregunta por la identidad de Jesús. Quién es Jesús, podemos preguntar al Discípulo Amado, y con la pregunta en mente comenzar a leer su narración: Jesús, diría, es la Palabra que existe desde siempre y por la cual todo fue creado. Jesús es la palabra que en la eternidad hizo Dios resonar sobre el universo pronunciando mi nombre, y por eso estoy aquí. Jesús es la Palabra. Jesús es quien una vez fue invitado a una boda en Caná, frente a mí, diría el Discípulo, sucedió que de las vasijas donde antes había agua, los meseros sacaron vino y la fiesta no se interrumpió, Jesús es el vino que hace que la vida sea una fiesta continua donde la alegría corre a cántaros. Jesús es quien un día a campo abierto tomó los cinco panes y los dos peces que le ofreció un muchacho, y con ellos alimentó a una multitud; Jesús partió el pan y lo bendijo, pero Jesús es el Pan. Jesús fue quien curó al paralítico y al criado de un funcionario romano, él restauró su vida, pero la Vida es Jesús. Jesús fue quien dio luz a los ojos de un ciego de nacimiento, pero Jesús es la Luz. Jesús fue quien resucitó a Lázaro, después de llorar frente a la piedra de su sepulcro, pero Jesús es la Resurrección. Muchos caminos hice tras él, con él, a su lado, hombro a hombro, hice camino con Él, pero lo cierto es que Él, Jesús, es el camino, la verdad y la vida.
Pedro quizá sea menos poético, pero no menos profundo ni menos veraz. Él también seguro volvió su mirada de fe hacia su propia historia. Un buen día Jesús pasó junto a su barca y le pidió que lo siguiera, y él, comprendiendo que era miembro del pueblo de Dios y no más vasallo de Roma, dejó todo y fue con Él, porque era el Señor. Lo vería tomar la mano de su suegra y levantarla de la enfermedad, comprendería entonces que Jesús era el que había de venir, para tomar sobre sí nuestras flaquezas, curar nuestras dolores y sanarnos con sus heridas. Y después de aquella noche de tormenta, tras su primer impulso y las primeras dudas, al sentir que se hundía, lo llamó Señor y le pidió que lo salvara. Y Jesús, como en los tiempos de Moisés, mostró su señorío a través de su brazo poderoso y de su mano extendida. Es verdad, vendrían más dudas y más miedos, incluso las negaciones, pero ¿quién borraría de su historia las reiteradas marcas del paso de Dios en su vida? Por mucho que hubiera fallado, su fe era firme como una piedra.
Yo también creo que Jesús es luz, la luz de luna en aquel lejano octubre en que mi abuelo Pedro se robó a mi abuelita y ahí comenzó mi historia. Creo que Jesús es la mirada que enamoró a mis padres, la resurrección que Dios les ha regalado. Creo que Jesús es la Palabra en la voz de mi tío, que me invitó a ser josefino, el abrazo de mi familia, la alegría de mis amigos. Creo que es mi camino y la verdad de mi vida. Creo que soy de Él, que existo por Él y para Él, y a Él sea dada la gloria por siempre. Amén.
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