Mateo 16,21-27
Esta semana una buena amiga y una gran docente me compartía lo siguiente: "Hace tiempo fui retenida por manifestarme en contra del gobierno, pasé casi un año presentando cartas de antecedentes no penales para seguir trabajando... presenté una denuncia a la CNDH y hoy el resolutivo fue sólo una recomendación. He llorado de impotencia todo el día, y siento que no existe justicia. Sé que Dios nunca me abandonó, sé que estoy viva gracias a él, pero no me está siendo suficiente, pasé miedo y dolor, y no quería venganza, yo quería justicia y sé. que no existe, no puedo con eso, me derroto."
He pensado en ella, en lo que vive, en su historia. Y pensando en ella, vienen a mi corazón las palabras del Señor Jesús: "El que quiera seguirme, que renuncie a sí mismo, que tome su cruz y que me siga." El camino del evangelio es un camino difícil, nunca se nos prometió que sería fácil, mucho menos que sería un suave camino de inmunidad. El compromiso por el Reino de Dios y su justicia trae consigo el peso y el dolor de la cruz, y los asumimos sabiendo que aunque hiriente y agobiante, lo que importa no es la cruz, sino los pasos dados con ella. Esto es lo que nos hace seguidores del Crucificado y esperanzados testigos del Resucitado.
A través del Evangelio y del camino de Jesús, de su propia cruz, hemos aprendido que el sentido de la vida está en el amor, en la mirada compasiva y en la acción misericordiosa; en la vida entregada en favor de la fraternidad, de la mesa compartida, del abrazo solidario. Jesús habla de ello lanzando una inquietante pregunta: ¿De qué le sirve a uno ganar el mundo entero, si pierde su vida? Y si la pierde, ¿cómo podrá recuperarla? La vida puede volverse fácil y cómoda si uno es lo suficientemente cauto y prudente, si uno sabe en qué momento es mejor callar y hacerse el desentendido. Con este tipo de actitudes, se gana mucho, no sólo paz, también bienestar económico, buenas relaciones... Pero, ¿qué sentido tiene vivir, si no se sabe ser hermano? ¿Para qué le sirve a uno, en palabras de Benedetti, reservarse del mundo un rincón tranquilo, si eso nos reduce a la pequeñez del aislamiento, si eso no salva?
Hace algunos meses, reunido con antiguos compañeros de escuela, recibí de ellos duros cuestionamientos por dedicar mi vida al sacerdocio en vez de alguna otra actividad más lucrativa o que me reportara más renombre. Pese a que pienso y siento que respondí con dignidad, con todo volví a casa, a mi parroquia con el corazón raspado. Platiqué con mi compadre mi sentir, y su respuesta fue besar mis manos y preguntar en voz alta: "¿con quién más hacemos esto?" El gesto no fue sólo para mí, ni siquiera para mí en primer lugar. Es, creo yo, para el amor de Dios encarnado en Jesús, en el ser humano; es para la mano que se extiende para bendecir y para perdonar, para el amor que hace posible dejar dinero, placer y comodidad a cambio de abrir surcos en el corazón del hombre y la mujer y en ellos depositar, con respeto y esperanza, la simiente de vida, la Palabra y la gracia de Dios. No es un servicio lucrativo, pero es un servicio generoso revestido de humildad.
En este contexto celebro el don presbiteral de mi amigo y hermano Rigoberto. Lo veo lleno de emoción y gratitud por el don recibido, y comparto sinceramente su emoción. Me sigo sintiendo estremecido por la decidida fidelidad de Dios que se empeña en poner en nuestras manos la delicada tarea de celebrar la fe, la esperanza y la caridad; de servir y preparar la mesa de la fraternidad; de partir el Pan y escanciar el vino de la comunión; de ser pastor en un mundo en que los lobos del egoísmo, la competencia y la acumulación desmedida depredan al rebaño del Señor. Me alegro con Rigo, por él y por su ministerio. Y confío en la misericordia de Dios que si un día, por la fragilidad del hombre, por el acoso de los que no comparten la fe, por la soledad del célibe, un día se siente caído, que recuerde el momento de su postración en el día de su ordenación, que recuerde que tocó con todo su cuerpo la tierra de la que todos estamos hechos, que vuelva a resonar en sus oídos y en su corazón la oración de la Iglesia, la fe de sus hermanos que, en la comunión de los santos, lo queremos, oramos por él y lo confiamos a la misericordia del Padre bueno y de su hijo, a quien seguimos con nuestra cruz, hasta que la fuerza del amor y la fidelidad del Señor lo pongan nuevamente de pie, lo resuciten para el servicio de su Pueblo. Amén.
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