Lucas 12,49-53
"¡He venido a traer fuego a la tierra, y cómo desearía que ya estuviera ardiendo!" Yo recuerdo que hace algunos años, para el encuentro de la Familia Josefina, el encuentro que tenemos hermanas josefinas, misioneros y laicos josefinos, se tomó este pasaje del evangelio, con el lema: "El fuego que inició en Nazaret", y en el cartel publicitario se veían al fondo unas grandes llamas de fuego, y sobre ellas, creo que en la esquina superior izquierda, las fotos de la Madre Cesarita y del Padre Vilaseca, y a mí me parecía más bien una especie de invitación a rezar para sacarlos del purgatorio. Porque en nuestro imaginario religioso tenemos asociada la imagen del fuego con la purificación; y la purificación, con el castigo.
En el evangelio de san Lucas, Juan el Bautista amenaza con el fuego; los discípulos rencorosos que no fueron bien recibidos en Samaria querían hacer llover fuego del cielo para castigar a los samaritanos. Aquí podemos hacer caso a la lectura de la carta a los Hebreos, y fijar los ojos en Jesús. Juan el Bautista avisa que el que viene detrás de él bautizará no con agua, sino con Espíritu Santo y fuego. Cuando Jesús expresa su deseo de que su fuego arda, habla también inmediatamente de un bautizo por el que tiene que pasar. Nuevamente el fuego queda asociado al bautismo. Todo parece indicar que aquí "fuego" no es castigo, sino el Espíritu Santo, y al Espíritu Santo lo recibimos todos en el bautizo. Y el bautizo, lo sabemos bien, nos introduce en la familia de los hijos de Dios; este Espíritu, dice san Pablo, habita en nosotros y es el que nos hace llamar a Dios "Padre".
Por eso, uno de los signos más claros de la acción del Espíritu Santo es la comunión. Y precisamente por eso, las siguientes palabras de Jesús son, lo menos, desconcertantes. Cuesta trabajo creer que Jesús haya venido a traer la división y no la paz, puesto que nos trae el mensaje del Evangelio, la buena noticia de que Dios es nuestro Padre común, y además nos trae la fuerza del Espíritu Santo que nos capacita para formar esta gran familia, proyecto amplísimo de vida fraterna y solidaridad que conocemos como "Reino de Dios". El problema, diría Mafalda, es que en la gran familia humana todos quieren ser el Padre. Pero Padre sólo hay uno y está en el cielo. Los demás somos hermanos y estamos invitados a no perderlo de vista. Así es como se entienden las palabras de Jesús en torno a la división; si ponemos atención, las relaciones en conflicto son las relaciones verticales: padre-hijo, madre-hija, suegra-nuera. Creo que ello significa que los conflictos surgen cuando queremos ocupar lugares de poder y privilegio, cuando humillamos, sometemos y sobajamos. Jesús nunca dijo que dividiría a los hermanos. Porque en la familia de Dios, todos, por ser hijos del mismo Padre, somos hermanos, y la fraternidad nos iguala.
Desafortunadamente, a todos nos gusta estar arriba y ser más que los demás. Pero el Padre, que es el único que tendría derecho para ello, prefiere ponerse a nuestra mesa como el servidor, el que nos sienta a su mesa, el que nos lava los pies, el que nos da su misma vida. Si Él que es el Padre, se hacer servidor, ¿con qué derecho nosotros pretendemos romper la fraternidad para ocupar su lugar? Comparto la idea expresada en una versión cantada del Padrenuestro, interpretada por Brotes de Olivo: "Padre nuestro, Padre de todos; no eres nuestro, si no eres de todos." Ése es el reto, el fuego que estamos esperando que arda: la conciencia de ser hermanos, hijos de mismo Padre, que a todos nos ama con la misma apasionada intensidad.
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