Lucas 21,25-36
Este domingo comienza en la Iglesia el llamado tiempo de adviento, un
periodo de cuatro semanas de preparación a la navidad. Tras la resurrección del
Señor, las primeras comunidades cristianas vivieron con la expectativa de un
inminente regreso en gloria de Jesús, constituido rey y Señor. Antes de morir
en la cruz, el mismo Jesús confiaba en un pronto final de la historia. A este
regreso, o segunda vuelta de Jesús, se le llamó parusía. El tiempo pasó y la parusía no se daba. Los cristianos
comenzaron a organizar su vida pasando de la espera inminente a una espera
dilatada. La celebración de la vida de Jesús, la liturgia, fue asociando poco a
poco la reflexión sobre la parusía con su encarnación: Jesús vendría
nuevamente, como había venido antes, del cielo a la tierra. De ahí que cada
año, el tiempo de adviento se divida en dos etapas: en la primera, la Iglesia
reflexiona en torno a la parusía; mientras que en la segunda, recuerda con gozo
el nacimiento de Jesús.
Esto explica por qué las lecturas de este domingo hablan sobre el regreso
del Señor y sobre el final de los tiempos. Quiero aquí hacer un paréntesis para
señalar que en la Iglesia el año litúrgico comienza con el primer domingo de
adviento, el cual a su vez comienza no a la media noche, sino con la puesta del
sol en el atardecer del sábado. El año que hoy comienza se ilumina con el
evangelio según san Lucas. Cada domingo tendremos una escena del mismo para
orar y reflexionar. Yo las estaré comentando como quien comenta la escena de
una película después de haber visto la película completa, por eso creo que no
está demás la invitación para que cada uno lea por su cuenta el evangelio de
Lucas de cabo a rabo en algunos momentos libres, que suelen ser de casi todo el
día.
La escena de hoy contiene las últimas palabras de Jesús antes de toda la
sección de su pasión, muerte y resurrección. Jesús está con sus discípulos en
el Templo de Jerusalén, ha sostenido debates con representantes de otros grupos
sociorreligiosos y, al oír que algunos admiraban la belleza del Templo, Jesús
anuncia que llegará el día en que del mismo no quedará piedra sobre piedra. Naturalmente,
los discípulos le preguntaron cuándo sucedería tal cosa. Ahí comienza el
discurso de Jesús, cuyo final es el que escuchamos en este día.
Aquí debo hacer otro paréntesis. Los evangelios no son videograbaciones de
la vida de Jesús; los evangelistas ni son periodistas ni son cronistas. Los
evangelistas son líderes de la comunidad cristiana que han compuesto sus
narraciones con base en las tradiciones que han recibido de la vida y del
mensaje de Jesús, adaptándolas a las circunstancias que está viviendo su
comunidad con la intención de animar y orientar la vida de la misma comunidad.
Hay que recordar que desde el año 63 a.C. la zona de Palestina se encontraba
bajo el dominio romano. Los judíos se resistieron al sometimiento con mayor o
menor intensidad, hasta llegar a la violencia. En este ambiente, la esperanza
de la llegada de un mesías se identificó con la esperanza de la llegada de un
caudillo militar que liberara al pueblo frente a Roma. La revuelta más fuerte
tuvo lugar en el año 66 d.C., cuando dio comienzo la llamada “guerra judía”,
que culminó en el año 70, con la derrota de los judíos. Roma destruyó
Jerusalén, incluyendo su Templo, centro de la vida judía. Todos los evangelios
se redactaron después de la destrucción del Templo, y reflejan el dolor y la
confusión que causó en el Pueblo de Dios. Cada evangelio refleja la manera en
que su propia comunidad asumió esta realidad, partiendo de su convicción de que
en Jesús, muerto y resucitado, se cumplían además las expectativas mesiánicas,
lejos de toda dimensión militar.
Cuando en el evangelio Jesús predice la destrucción de Jerusalén y de su
Templo, la profecía de hecho no era tal, puesto que se trata de un
acontecimiento que ya pasó, y los oyentes y lectores originales del evangelio
lo sabían. El mensaje para ellos no estaba en la revelación de algo que ya
había sucedido. El núcleo del mensaje está en la asociación que el evangelio
hace de la destrucción de Jerusalén con el fin del mundo. Jerusalén fue
destruida, pero el mundo no se ha acabado, por más que a lo largo de la
historia hay quien hasta le ha puesto fecha a la catástrofe. Menso quien le
cree.
Creo yo, dada esta situación de que el mundo sigue, que, más que hablar del
fin del mundo, hay que hablar de la finalidad de la historia. La historia del
Pueblo de Dios ha sido trágica en muchos momentos, no sólo con la destrucción
de Jerusalén y de su Templo, y en todos ellos hemos lidiado con expectativas de
salvación que en más de una ocasión se han visto frustradas, en todos los
ámbitos de nuestra vida. Pienso por ejemplo en la enorme decepción que han sido
nuestros gobernantes, sobre todo los del cambio, que por cambiar no parecen
haber cambiado nada y han dejado todo listo para que sigamos tal como estábamos
hace doce años. O peor, por lo que supone a doce años perdidos para cambiar la
historia. Lo mimo podría decir de otras instancias, incluso las eclesiales.
Hace unos días Catón escribía que el destino de los ilusos es la
desilusión. Creo que para él la ilusión sólo la viven los que son ingenuos. No estoy
de acuerdo con él. En el evangelio de Lucas, Jesús pone en su último discurso
el énfasis en dos puntos, y hay que aferrarse a ellos. El primero, que en medio,
o a pesar, de una realidad de dolor, fracaso, frustración, destrucción y
muerte, la historia tiene una finalidad, un sentido, una esperanza: la vuelta
del Señor. Jesús volverá como rey. El reino de Dios no es un consuelo de muy
largo plazo para después de la muerte. Esperamos no por ingenuos, sino porque
tenemos fe, y la fe sostiene la esperanza de que Dios siempre cumple su
palabra.
El segundo detalle. Dice Jesús, y esto sólo lo dice el Jesús de Lucas,
cuando vemos los signos de dolor, fracaso, frustración, destrucción y muerte,
hay que levantar la cabeza porque se acerca nuestra liberación. Jesús no vendrá
como militar, eso es cierto. Pero su vuelta trae libertad. Jesús insiste en
levantar la cabeza, con todo lo que ello significa. Es el gesto de nuestra
dignidad, de nuestro ánimo y nuestra esperanza, que se resisten a agacharse
frente al fracaso. Y esto exige esfuerzo. Nosotros somos el Cuerpo de Cristo en
la historia. Innegablemente, en los días que vivimos hay en el ambiente dolor y
frustración. A nosotros nos toca saber ver dónde. Cristo no es un caudillo, ni
un “otro” o “alguien” que nos exima de la tarea de dignificar nuestra vida. Cristo
somos nosotros, los bautizados, y nos toca la enorme y desgastante tarea de jalar
del futuro hacia el presente la llegada del Reino de Dios, desde la no
violencia, desde la compasión y la misericordia, desde la convicción de que el
sentido de la historia no es la desilusión, sino la vida plena ya desde aquí.
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